Los futboleros mexicanos no americanistas le debemos mucho al América. Gracias a los Canarios que desde hace algunos años son Águilas, quienes nos interesamos por el futbol hemos podido alimentar nuestro odio de manera inversamente proporcional a nuestro cariño por otros equipos. Salvo algunas excepciones (los del Atlas que aborrecen a los Chivas o los del Tigres que malquieren a los Rayados), una pasión más o menos común en el aficionado mexicano es la de detestar al América, de ahí que se pueda afirmar esto: el fervor futbolero más extendido en México es el antiamericanismo.
La razón es de sobra conocida y tiene su origen, creo, en los años setenta. En aquella década se alambicó hasta la quintaesencia el antiamericanismo. Televisa, empresa propietaria del equipo, impulsó una campaña permanente de celebración de todo lo que hacía su equipo en la cancha. Esto era complementado por una campaña de remache: devaluar, ocultar, minusvalorar todo lo que hacían los demás clubes. Para cualquier televidente (y aquí debemos recordar que el futbol profesional es sinónimo de televisión) era descarado, obsceno, el apoyo de los comentaristas a todo lo que se relacionaba con los colores amarillos. El América era acompañado, pues, por una cobertura tercamente tendenciosa, maniquea, sin grises. Sus goles eran gritados a todo cogote y sus jugadores recibían de los reporteros un abordaje cínicamente palero.
Por entonces nació también la figura de José Ramón Fernández, el antiamericanista mediático más obstinado que en el mundo ha sido. Desde su estudio de DeporTV, Joserra, como le dicen, emprendió la ciclópea tarea de contradecir los dichos del emporio sobre el América; flanqueado por Orvañanos y Albert en la etapa setentera-ochentera, los tres trataban de agriarle la vida al americanismo y lo lograron hasta donde resultaba posible. En el fondo, sin embargo, lo que José Ramón y su equipo hicieron, acaso sin pretenderlo, fue caldear el ambiente, reafirmar en su querencia a los miles de americanistas y, en su odio, a los millones de anti.
Pero hay un detalle básico para que la pasión futbolera sepa a eso, a pasión: el futbol en sí. Más allá de la tele, que crea fantasmas, el futbol en la cancha es el que habla. Muchos millones de aficionados odiamos al América no tanto por la estulticia de sus babeantes aplaudidores con micrófono, sino porque el América jugaba de maravilla en todo el país. Durante años (25, tal vez 30), los amarillos de Coapa tuvieron equipos que imponían pavor. Aquel de Reinoso y Pata Bendita de los setenta, o el de Outes, Bacas y Brailowsky de los ochenta, o el de Biyik y Kalusha de los noventa, salían a las canchas y hacían del futbol un espectáculo fenomenal.
Mi hermano Luis Rogelio y yo llegamos alguna vez a una conclusión que parecía sentencia egipcia: en el minuto 40 del segundo tiempo no era suficiente una ventaja de dos goles contra el América, pues fueron innumerables los partidos en los que esos cabrones se levantaban de cualquier adversidad y terminaban ganando. El odio, pues, contra los Canarios hoy supuestamente Águilas se basaba no tanto en el efecto de los elogios televiscosos, sino en el gran futbol del América, en sus estupendos jugadores, en su éxito real dentro de la cancha.
Desde hace poco más de diez años, empero, la situación cambió. Los especialistas quizá saben por qué. Los simples aficionados, principalmente los que ya sumamos cuatro décadas o más sobre los lomos, no acabamos de entender lo que hoy es el América. No estamos acostumbrados a ignorarlo, no estamos acostumbrados a ver el resumen de la jornada y enterarnos de que una vez más sigue en apuros, sin levantar el pico (sea de canario o sea de águila). Lamento decir que la ensalada insípida que hoy es el futbol mexicano se debe en mucho a la ya larga crisis del América, es decir, a que millones de aficionados hemos perdido una de las razones más poderosas para seguir atentos a nuestros equipos favoritos. Por desgracia, pues, hace falta que el América se recupere, que vuelva a ser al menos la sombra de lo que fue. Porque ¿qué es el futbol sino la representación, la realidad vicaria en la que puede enraizar un gran amor a determinada camiseta (como al ser amado, como al país, como al artista predilecto) y un gran odio a otra. Sin este infantil rencor (como el que muchos devotamente profesamos al América de antaño) el futbol no sabe igual.