Gracias a un diálogo “emílico” con mi amigo Juan Pablo Neyret, ya casi doctor por la universidad de Penn State, doy con un artículo de Tomás Eloy Martínez sobre “El canon argentino”. Fue publicado en La Nación en 1996, pero, por su tema, conserva intacta actualidad. Comienza así: “Harold Bloom, un catedrático de Yale célebre por su megalomanía y sus arbitrariedades, volvió a poner de moda, hace un par de años, el debate sobre el canon de la literatura occidental. A Buenos Aires llegaron algunos ecos de la polémica, pero nadie trató de aplicarla a la literatura argentina”.
Luego afirma: “Cualquier argentino más o menos ilustrado sabe que El Matadero, Facundo, Recuerdo[s] de provincia, Una excursión a los indios ranqueles y Martín Fierro son los textos ineludibles del siglo XIX”. Poco después, dice que “Para todo lector, el canon es un ancla, una certeza: aquello de lo que no se puede prescindir porque en los textos del canon hay conocimientos y respuestas sin los cuales uno se perdería algo importante. El canon confiere cierta seguridad a los lectores, les permite saber dónde están parados, cómo es la realidad a la que pertenecen, cuáles son los textos que no deben ignorar”. Y luego de otras brillantes acotaciones sobre el asunto, remata: “El canon —sobre todo en la inestable Argentina— es una pregunta perpetua, algo que cada lector hace y rehace día tras día. Tiene un tronco estable, en el que están Sarmiento, Hernández, Lugones y Borges, pero las ramas caen y se levantan al compás de cualquier viento. No hay que lamentarse por esas incertidumbres, puesto que son un signo de libertad. ¿Acaso la libertad, al fin de cuentas, no ha sido siempre el otro nombre de la literatura?”.
Si hacemos algunos cambios de nombres, la opinión de Tomás Eloy Martínez sobre el canon de su país sirve para articular el mexicano o el de cualquier otra nación, pues en todas las que tienen una literatura más o menos sólida el tiempo y los lectores —los lectores de la academia, de los medios impresos y de a pie— han forjado tácitamente una selección de autores o de obras que parecen ineludibles. Esa selección, o canon, si nos gusta más llamarle así, tiene mucho de arbitrario y a veces de injusto, pero más de inexplicable o al menos de difícilmente explicable. ¿Por qué un país, una sociedad, un grupo humano elige como libro fundamental tal libro y no otro? Esa sería la pregunta a responder, y es evidente que no es fácil hacerlo.
Para armar un canon mexicano hay que partir de un a priori: en México nadie lee. Es “nadie”, por supuesto, es una hipérbole que casi se acerca a la verdad monda. Los lectores en México están en la academia y a veces en los medios impresos, y los de a pie son tan pocos que casi puede afirmarse que equivalen a “nadie”. Muy pocos, entonces, configuran el canon de la literatura mexicana, y entre esos pocos quizá es pertinente añadir a los editores del Estado también orquestador, desde el FCE, de la mentada selección.
Y ya me estoy tardando para barajar algunos nombres. Insisto que nuestro canon, o el que supongo es nuestro canon, tiene pocos nombres. Entre la gente de libros parece que, por mil razones, los ineludibles son Sor Juana, Mariano Azuela, Ramón López Velarde, Alfonso Reyes, Agustín Yáñez, Juan Rulfo, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Juan José Arreola y Jaime Sabines; ya en fechas recientes han sido sumados José Agustín, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska y Fernando del Paso.
La lista se basa sólo en lo que percibo a ojo de buen cubero. No hay detrás de ella un estudio, una encuesta, así que seguramente le faltarán o le sobrarán algunos nombres. Salvo en uno o dos casos, todos han apoyado su prestigio de autores canónicos en una editorial: el Fondo de Cultura Económica. Aunque hayan sido publicados por otras editoriales, no cabe duda de que fue el Fondo y sus ediciones totalizadoras y sus amplios tirajes y su buena circulación lo que ayudó a crear la ilusión de un canon. Sé por ejemplo que quienes leen o han leído en serio a Sor Juana son un puñado mínimo de mexicanos (entre los que no me cuento), pero es un hecho que Sor Juana es un icono canonizado —una “lectura obligada”— más allá de que en efecto sea leída. Lo mismo pasa con Paz, con Reyes, con todos. O no con todos: la salvedad serían dos autores (el canon del canon): Rulfo y Sabines, dos escritores que a mi juicio, justa o injustamente, como sea, tienen más lectores creados por sus obras que por los proyectos culturales del Estado. Sea como sea, pues, el canon mexicano es una momia con muy pocos seguidores.
Luego afirma: “Cualquier argentino más o menos ilustrado sabe que El Matadero, Facundo, Recuerdo[s] de provincia, Una excursión a los indios ranqueles y Martín Fierro son los textos ineludibles del siglo XIX”. Poco después, dice que “Para todo lector, el canon es un ancla, una certeza: aquello de lo que no se puede prescindir porque en los textos del canon hay conocimientos y respuestas sin los cuales uno se perdería algo importante. El canon confiere cierta seguridad a los lectores, les permite saber dónde están parados, cómo es la realidad a la que pertenecen, cuáles son los textos que no deben ignorar”. Y luego de otras brillantes acotaciones sobre el asunto, remata: “El canon —sobre todo en la inestable Argentina— es una pregunta perpetua, algo que cada lector hace y rehace día tras día. Tiene un tronco estable, en el que están Sarmiento, Hernández, Lugones y Borges, pero las ramas caen y se levantan al compás de cualquier viento. No hay que lamentarse por esas incertidumbres, puesto que son un signo de libertad. ¿Acaso la libertad, al fin de cuentas, no ha sido siempre el otro nombre de la literatura?”.
Si hacemos algunos cambios de nombres, la opinión de Tomás Eloy Martínez sobre el canon de su país sirve para articular el mexicano o el de cualquier otra nación, pues en todas las que tienen una literatura más o menos sólida el tiempo y los lectores —los lectores de la academia, de los medios impresos y de a pie— han forjado tácitamente una selección de autores o de obras que parecen ineludibles. Esa selección, o canon, si nos gusta más llamarle así, tiene mucho de arbitrario y a veces de injusto, pero más de inexplicable o al menos de difícilmente explicable. ¿Por qué un país, una sociedad, un grupo humano elige como libro fundamental tal libro y no otro? Esa sería la pregunta a responder, y es evidente que no es fácil hacerlo.
Para armar un canon mexicano hay que partir de un a priori: en México nadie lee. Es “nadie”, por supuesto, es una hipérbole que casi se acerca a la verdad monda. Los lectores en México están en la academia y a veces en los medios impresos, y los de a pie son tan pocos que casi puede afirmarse que equivalen a “nadie”. Muy pocos, entonces, configuran el canon de la literatura mexicana, y entre esos pocos quizá es pertinente añadir a los editores del Estado también orquestador, desde el FCE, de la mentada selección.
Y ya me estoy tardando para barajar algunos nombres. Insisto que nuestro canon, o el que supongo es nuestro canon, tiene pocos nombres. Entre la gente de libros parece que, por mil razones, los ineludibles son Sor Juana, Mariano Azuela, Ramón López Velarde, Alfonso Reyes, Agustín Yáñez, Juan Rulfo, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Juan José Arreola y Jaime Sabines; ya en fechas recientes han sido sumados José Agustín, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska y Fernando del Paso.
La lista se basa sólo en lo que percibo a ojo de buen cubero. No hay detrás de ella un estudio, una encuesta, así que seguramente le faltarán o le sobrarán algunos nombres. Salvo en uno o dos casos, todos han apoyado su prestigio de autores canónicos en una editorial: el Fondo de Cultura Económica. Aunque hayan sido publicados por otras editoriales, no cabe duda de que fue el Fondo y sus ediciones totalizadoras y sus amplios tirajes y su buena circulación lo que ayudó a crear la ilusión de un canon. Sé por ejemplo que quienes leen o han leído en serio a Sor Juana son un puñado mínimo de mexicanos (entre los que no me cuento), pero es un hecho que Sor Juana es un icono canonizado —una “lectura obligada”— más allá de que en efecto sea leída. Lo mismo pasa con Paz, con Reyes, con todos. O no con todos: la salvedad serían dos autores (el canon del canon): Rulfo y Sabines, dos escritores que a mi juicio, justa o injustamente, como sea, tienen más lectores creados por sus obras que por los proyectos culturales del Estado. Sea como sea, pues, el canon mexicano es una momia con muy pocos seguidores.