Se dice con razón que en arte, particularmente en literatura, no hay obra apolítica. Las que no son políticas o aspiran a no serlo, también lo son en el sentido de que convalidan el statu quo en el que nacen o sirven como dispositivos de evasión. Pensado así, un producto de la creatividad humana como el Guernica es tan político como Mickey Mouse. La diferencia entre ambos es la explicitud de su ofrecimiento ideológico: en el primer caso es evidente; en el segundo, velado. El primer caso busca exaltar nuestra pasión ideológica; el segundo, desactivarla. Ahora bien, eso no es privativo del arte. La acción humana en general es política, más la que abierta o sutilmente se multiplica y crece hasta convertirse en hecho cotidiano, hasta imprimir una huella en la sociedad donde se manifiesta.
Los treinta mil muertos del llamado Proceso de Reorganización Nacional, es decir, de la dictadura que "gobernó" a la Argentina de 1976 a 1983, son una cifra evidentemente política aunque no fuera justificada por los gorilas como producto de la lucha antisubversiva. Más allá de las razones que se den, treinta mil muertos son muchos muertos para entenderlos como no políticos. El proceso que sumó tal montaña de cadáveres, por atroz y reiterado, evidentemente se vincula con la acción del gobierno, diga éste que los muertos se deben a equis o zeta razones. En otros términos, cuando en la realidad aparecen treinta mil muertos algo de culpa, por lo menos algo, si no es que toda, le cabe a quien gobierna.
Así, como crímenes de lesa humanidad, lo ha entendido la justicia argentina. Casi treinta años después y luego de indultos a lo inindultable, algunos de los culpables volvieron al banquillo y para sorpresa del mundo fueron a dar, ahora sí, con todos sus decrépitos huesos a la cárcel. Con el cuidado que requieren los juicios en un Estado que se quiere respetuoso del derecho, los gorilas que levantaban, picaneaban, violaban, mutilaban, mataban y desaparecían en el mar o en fosas comunes fueron tratados como ciudadanos que cometieron crímenes de lesa humanidad. Entre ellos estaban, nada más ni nada menos, Rafael Videla y Luciano Benjamín Menéndez, dos de los cabecillas que hicieron de la muerte su deporte favorito. Ahora, desde finales del año pasado, duermen en cárceles comunes luego de haber sido declarados culpables de lo que todo mundo sabía: un genocidio.
Los treinta mil muertos que organizaciones de derechos humanos le atribuyen a la dictadura no se pueden esconder debajo de una alfombra. Eso deja memoria y miles de heridas abiertas. Y es que, vale insistir, treinta mil muertos son demasiados muertos y por fuerza conllevan un mensaje político. ¿Cómo pueden morir treinta mil personas y su muerte quedar al margen del gobierno? ¿Hay escusa con la cual se pueda lavar las manos? Imposible. Por eso en la Argentina ya duermen tras las rejas, en una cárcel común, el asesino Videla y varios de sus secuaces.
Eduardo Anguita, director de Miradas al Sur, publicó hace poco una crónica titulada “El día a día de Videla”. Allí nos podemos enterar, más que de la nueva vida cotidiana del gorila, de un acto de justicia que comprueba la persistencia de la memoria. Saber que Videla está allí dentro, así sea cómodamente si comparamos su reclusión con la de sus miles de víctimas, es una alegría pues con esto queda claramente establecido que treinta mil muertos generan un recuerdo monstruoso y la necesidad de insistir en el castigo de acuerdo a la ley que en este caso impide la prescripción de los delitos de lesa humanidad.
La larga crónica de Anguita, quien detalla la estructura y las reglas de una cárcel como la que ahora habita Videla, cierra así: “Mientras tanto, en todo el mundo, se sigue de cerca el caso argentino respecto a cómo avanzar contra los responsables de crímenes de lesa humanidad. No sólo porque los juicios son con las leyes ordinarias del país más los tratados internacionales sino porque se agregó este capítulo que ya está asumido por la democracia argentina: los procesados y condenados por esos crímenes aberrantes pasan sus días en cárceles comunes, con guarda y reglamentos penitenciarios comunes”. En otras palabras, hasta ese prurito debe tener la justicia dentro de la democracia: los crímenes, crímenes son y merecen igual castigo en todos los casos, díganse o no políticos aunque treinta mil lo sean por fuerza, inevitablemente.
Los treinta mil muertos del llamado Proceso de Reorganización Nacional, es decir, de la dictadura que "gobernó" a la Argentina de 1976 a 1983, son una cifra evidentemente política aunque no fuera justificada por los gorilas como producto de la lucha antisubversiva. Más allá de las razones que se den, treinta mil muertos son muchos muertos para entenderlos como no políticos. El proceso que sumó tal montaña de cadáveres, por atroz y reiterado, evidentemente se vincula con la acción del gobierno, diga éste que los muertos se deben a equis o zeta razones. En otros términos, cuando en la realidad aparecen treinta mil muertos algo de culpa, por lo menos algo, si no es que toda, le cabe a quien gobierna.
Así, como crímenes de lesa humanidad, lo ha entendido la justicia argentina. Casi treinta años después y luego de indultos a lo inindultable, algunos de los culpables volvieron al banquillo y para sorpresa del mundo fueron a dar, ahora sí, con todos sus decrépitos huesos a la cárcel. Con el cuidado que requieren los juicios en un Estado que se quiere respetuoso del derecho, los gorilas que levantaban, picaneaban, violaban, mutilaban, mataban y desaparecían en el mar o en fosas comunes fueron tratados como ciudadanos que cometieron crímenes de lesa humanidad. Entre ellos estaban, nada más ni nada menos, Rafael Videla y Luciano Benjamín Menéndez, dos de los cabecillas que hicieron de la muerte su deporte favorito. Ahora, desde finales del año pasado, duermen en cárceles comunes luego de haber sido declarados culpables de lo que todo mundo sabía: un genocidio.
Los treinta mil muertos que organizaciones de derechos humanos le atribuyen a la dictadura no se pueden esconder debajo de una alfombra. Eso deja memoria y miles de heridas abiertas. Y es que, vale insistir, treinta mil muertos son demasiados muertos y por fuerza conllevan un mensaje político. ¿Cómo pueden morir treinta mil personas y su muerte quedar al margen del gobierno? ¿Hay escusa con la cual se pueda lavar las manos? Imposible. Por eso en la Argentina ya duermen tras las rejas, en una cárcel común, el asesino Videla y varios de sus secuaces.
Eduardo Anguita, director de Miradas al Sur, publicó hace poco una crónica titulada “El día a día de Videla”. Allí nos podemos enterar, más que de la nueva vida cotidiana del gorila, de un acto de justicia que comprueba la persistencia de la memoria. Saber que Videla está allí dentro, así sea cómodamente si comparamos su reclusión con la de sus miles de víctimas, es una alegría pues con esto queda claramente establecido que treinta mil muertos generan un recuerdo monstruoso y la necesidad de insistir en el castigo de acuerdo a la ley que en este caso impide la prescripción de los delitos de lesa humanidad.
La larga crónica de Anguita, quien detalla la estructura y las reglas de una cárcel como la que ahora habita Videla, cierra así: “Mientras tanto, en todo el mundo, se sigue de cerca el caso argentino respecto a cómo avanzar contra los responsables de crímenes de lesa humanidad. No sólo porque los juicios son con las leyes ordinarias del país más los tratados internacionales sino porque se agregó este capítulo que ya está asumido por la democracia argentina: los procesados y condenados por esos crímenes aberrantes pasan sus días en cárceles comunes, con guarda y reglamentos penitenciarios comunes”. En otras palabras, hasta ese prurito debe tener la justicia dentro de la democracia: los crímenes, crímenes son y merecen igual castigo en todos los casos, díganse o no políticos aunque treinta mil lo sean por fuerza, inevitablemente.