En diciembre pasado dialogué con Joel de Santiago en su programa de Radio Torreón. Él llevaba aquella vez un librito con textos de Silvestre Revueltas y leyó al aire un fragmento. Me pareció muy interesante y le pedí el ejemplar, documento de 57 páginas no muy vistosamente editadas en 1995 por el gobierno de Durango. Lo interesante allí son los textos de nuestro gran músico, sus apreciaciones sobre la realidad artística. Uno de los artículos es “Sobre la crítica”; relativamente largo, de unas seis o siete páginas, no cabe en este espacio [el del periódico], y por ello le solicité a mi hija Renata que lo capturara completo para que su contenido se encuentre íntegramente disponible aquí, en el blog de Ruta Norte. De lo escrito por el Revueltas músico no hay mucho publicado, de ahí que me interese poner al alcance del lector este raro material. Silvestre Revueltas escribió en marzo de 1937 (más allá de que estemos o no de acuerdo con su opinión, nótese lo duro de su tono, el de un artista sin buena relación con la crítica que le cupo en suerte):
En todos los tiempos, el artista ha manifestado cierto desdén, casi siempre justificado, hacia los individuos que por diferentes circunstancias ejercen profesionalmente la crítica de arte y que, en la mayoría de los casos, si no en todos, son ajenos a toda función creadora del arte. Trataré de analizar, hasta donde se me sea posible, este sentimiento y las causas que lo motivan.
No sé si para hacer crítica de arte sea preciso tener conocimientos de la materia que se critica; me inclino a creer que no, pues los ejemplos de casa me no me permiten, a pesar de mi cortés deseo, tener un mejor concepto. Creo que el juicio basado en una reacción sentimental o intelectual, personalísimo, ante la obra de arte, sólo tiene valor constructivo o educativo en relación con la capacidad intelectual, con la honradez y probada competencia artística de quien lo expresa. Esta capacidad, esta honradez y competencia difícilmente pueden ser juzgadas por quienes no están, o no estuvieron, en directo contacto —que son la mayoría— con la manifestación artística; para ellos, el juicio impreso, y precisamente por serlo, ya en diarios o libros, es un valor autorizado. Ahora bien, la capacidad intelectual, la honradez y la competencia de quienes sobre asuntos de arte opinan —y principalmente sobre cuestiones musicales, por ser éstas de índole abstracta— se prestan a discusiones interminables guiadas únicamente por la predilección personal hacia tal o cual autor de crítica, o hacia tal o cual artista, intérprete o creador. Discusiones estériles por su carácter individualista y crítica sin base sólida que jamás tendrá ningún valor positivo de cultura colectiva, y mucho menos de efectiva cultura popular.
El mundo del arte es una perpetua pugna partidista, y no por ideas que sería loable, sino por personas. Los ejercitantes de la crítica de arte, provocadores de estas pugnas, escriben por inspiración divina —no quiero decir todavía, generosamente, por vanidad, por ignorancia, por ciega pasión o por medro— y divinamente eluden toda seria responsabilidad. Sería difícil que escribieran por otros motivos que su celestial inspiración, pero por si un milagro obraran por conocimiento de causa, por conocimiento técnico profundo, fundamentado, por estudio sólido de la materia que tratan, por afán de verdad desinteresada, su crítica tendría lo que es forzoso para que sea trascendente y benéfica; constructiva, en fin: claridad, honradez, conocimiento y justeza.
En cambio de esto, sólo tiene, fortalecida por el apoyo de una prensa comercial y sin escrúpulos —mucho menos artísticos—, la apariencia honrada y recta de una labor cultural que es sólo una mentira oculta con una habilidad de traficante. ¡Magnífica posición la de estos oficiantes de la crítica tras los reductos inexpugnables de la prensa reaccionaria! ¡Qué seguridad en la acción! ¡Qué fuerza y qué impunidad! (Y no quiero referirme aquí la crítica con embozo, a la crítica seudónima, eso no hay que menearlo.) ¿Es posible que una crítica así sea útil? ¿Es posible que no dañe, que no desoriente, que no sea perniciosa? ¿Cómo es posible alardear de orientadores si el criterio se encauza por torcidos senderos y, lo que es peor, a sabiendas de que son torcidos? A sabiendas, sí, pues ellos saben que obran mal, pero no les conviene hacerlo de otro modo. A sabiendas —¿o no lo saben?— de su ignorancia e impreparación, que ocultan sus ojos de la mayoría —que naturalmente no profundiza en cuestiones de arte por falta de tiempo o real interés— tras una erudición confeccionada con opiniones y juicios ajenos, cómodamente seleccionados de revistas y diarios extranjeros. Es natural —y hasta se puede ser generosamente tolerante— que quien no posee un conocimiento, por lo menos superficial, de una materia, tenga dificultad para pensar por sí mismo y opinar sobre ella; no hay nada pues de extraño en que recurran a opiniones ajenas que les allanen el camino.
Hay algo, sin embargo, entre los ejercitantes de esta profesión —tan mal comprendida— de la crítica que es digno de elogio, que solicita la admiración y esa conmovedora fraternidad que une los intereses comunes de estos paladines del arte; esa heroica defensa —¡tan necesaria!— de sus mutuas opiniones y posiciones. Se consultan unos a otros a cada paso, para no errar o para errar de acuerdo convenientemente. Se les ve caminar, necesidad con necesidad, buscándose angustiadamente en todo lugar donde hay alguna manifestación de arte, con la mirada, con el pensamiento, con toda la fuerza de su desamparo. ¡Admirable ejemplo de solidaridad! Lástima que su gesto sea estéril, que su gesto sea nocivo. Estéril y nocivo por mal encaminado; y mal encaminado por ignorancia y vanidad. Pero esto, ¿qué puede importarles a ellos? ¿No están forjándose un prestigio útil a sus intereses personales? ¿No están encauzando a su manera —¡y qué manera!— la opinión pública? Para ellos su labor es la meritoria; ¿y cómo no, si está basada en sus defectos personales, que es lo más meritorio que hay en ellos? Son capaces hasta de ser sinceros. ¡Qué admirables momentos de ingenuidad! Sería preciso buscar entre millones y millones de hombres para encontrar especímenes de una sencillez de espíritu tan extraordinaria. ¡Tan admirables y tan pocos! Porque a veces son sinceros, ellos tienen la adorable audacia de decirlo —¿de creerlo?— y se duelen de ser malentendidos, de ser calumniados, de ser hostilizados. ¡Y qué magnífica actitud entonces la de ellos! ¡Cuán solos! ¡Qué fuertes en su soledad! ¡Qué románticamente aislados! Pues sí, aislados; pero sin romanticismo. Aislados, pero sin gloria. Aislados, pero con el peor de los aislamientos: el aislamiento de los improductivos. Peor aún: de los que creyendo producir —¡qué clarividente mala fe!— sólo logran desvirtuar, sólo pretenden destruir todo nuevo impulso generoso y creador que no está sancionado por quienes ellos acatan y admiran: sus mecenas despreciativos pero solventes; sus colegas del extranjero, no mejores que ellos, pero más sólidamente prestigiados por organizaciones capitalistas, absurdas, malévolas y reaccionarias.
¿Cómo podrán ellos perdonar el crimen de esa [muy probablemente haya aquí una errata; tal vez lo correcto es “crimen de lesa civilización”] civilización de quienes se alzan contra lo establecido en arte por las luminarias de la crítica mundial y de la propia, que ven claro en sus designios, que hacen luz sobre la ineptitud que tan celosamente tratan de ocultar? Creo que es antihumano pedirles que obren de otro modo. Es en contra de su vida económica e intelectual. Es en contra de sus medios de subsistencia espirituales y físicos. Porque aunque parezca increíble ellos viven espiritual y físicamente. Viven porque nuestro actual organismo social propicia su desarrollo. ¿Qué hay de extraño, pues, en que bendigan y sirvan a un régimen que les permite vivir y desarrollar sus más íntimas convicciones en contra de lo justo y verdadero?
El artista, para ser verdaderamente fuerte, requiere en la actualidad no sólo talento, técnica, ímpetu creador, sino también velar cuidadosamente porque estas cualidades estén al servicio exclusivo de una causa social justa; la única: la de la liberación proletaria y su cultura. Cualquiera otra actitud del artista es estéril. Podrá producirle ganancias, podrá serle de utilidad personal, podrá satisfacer ampliamente su vanidad, pero ser hueca y socialmente improductiva. No ser la labor de un hombre de su tiempo, ni de ningún tiempo; no lo ser, a pesar de todos los subterfugios inventados para defenderla. La actitud y la obra del artista no tienen más defensa que la defensa que de ellas hagan sus respectivas posiciones: una, defensa de la falsa cultura burguesa; otra, defensa de la cultura proletaria: lo que no tiene honradez y lo que es honrado.
El artista de su tiempo, de su hora, está con el anhelo y la lucha de los trabajadores, franca, decididamente, sin concesiones utilitarias para los explotadores. El artista del pasado, de la hora que agoniza, está con el odio y la destrucción que los explotadores representan, sin que valgan para nada las concesiones interesadas que por conveniencia haga a los trabajadores.
La crítica de arte no comprende —porque no quiere o no sabe comprender— estas diferenciaciones. Su juicio, desprovisto de todo concepto revolucionario, no distingue matices ideológicos y sólo acude al placer intelectual que le proporciona tal o cual obra arte o artista. Su mentalidad, anegada en el prejuicio del arte por el arte, no concibe que la obra de arte tenga un definido sentido de clase, por lo menos de la clase que no pertenece porque en realidad de situación no pertenezca, sino porque no puede pertenecer a una clase que trabaja sin explotar quien, trabajando, trabaja al servicio del que explota. Claro que decir esto a quienes ejercen el oficio de no escribir sino lo que le conviene a sus necesidades económicas es decirlo al viento. Pero no es inútil que un artista que sólo se interesa por lo verdadero y justo diga su sentir y el de quienes como él siguen un sendero recto, a quienes teniendo todas las fuerzas materiales carecen de la única fuerza que construye: la fuerza creadora.
(Marzo de 1937)
Nota del editor: he corregido las erratas evidentes; eran al menos tres. Fuera de eso, el texto respeta el original publicado en Escritos, Silvestre Revueltas, Gobierno del Estado de Durango, Durango, 1995, pp. 13-19.
En todos los tiempos, el artista ha manifestado cierto desdén, casi siempre justificado, hacia los individuos que por diferentes circunstancias ejercen profesionalmente la crítica de arte y que, en la mayoría de los casos, si no en todos, son ajenos a toda función creadora del arte. Trataré de analizar, hasta donde se me sea posible, este sentimiento y las causas que lo motivan.
No sé si para hacer crítica de arte sea preciso tener conocimientos de la materia que se critica; me inclino a creer que no, pues los ejemplos de casa me no me permiten, a pesar de mi cortés deseo, tener un mejor concepto. Creo que el juicio basado en una reacción sentimental o intelectual, personalísimo, ante la obra de arte, sólo tiene valor constructivo o educativo en relación con la capacidad intelectual, con la honradez y probada competencia artística de quien lo expresa. Esta capacidad, esta honradez y competencia difícilmente pueden ser juzgadas por quienes no están, o no estuvieron, en directo contacto —que son la mayoría— con la manifestación artística; para ellos, el juicio impreso, y precisamente por serlo, ya en diarios o libros, es un valor autorizado. Ahora bien, la capacidad intelectual, la honradez y la competencia de quienes sobre asuntos de arte opinan —y principalmente sobre cuestiones musicales, por ser éstas de índole abstracta— se prestan a discusiones interminables guiadas únicamente por la predilección personal hacia tal o cual autor de crítica, o hacia tal o cual artista, intérprete o creador. Discusiones estériles por su carácter individualista y crítica sin base sólida que jamás tendrá ningún valor positivo de cultura colectiva, y mucho menos de efectiva cultura popular.
El mundo del arte es una perpetua pugna partidista, y no por ideas que sería loable, sino por personas. Los ejercitantes de la crítica de arte, provocadores de estas pugnas, escriben por inspiración divina —no quiero decir todavía, generosamente, por vanidad, por ignorancia, por ciega pasión o por medro— y divinamente eluden toda seria responsabilidad. Sería difícil que escribieran por otros motivos que su celestial inspiración, pero por si un milagro obraran por conocimiento de causa, por conocimiento técnico profundo, fundamentado, por estudio sólido de la materia que tratan, por afán de verdad desinteresada, su crítica tendría lo que es forzoso para que sea trascendente y benéfica; constructiva, en fin: claridad, honradez, conocimiento y justeza.
En cambio de esto, sólo tiene, fortalecida por el apoyo de una prensa comercial y sin escrúpulos —mucho menos artísticos—, la apariencia honrada y recta de una labor cultural que es sólo una mentira oculta con una habilidad de traficante. ¡Magnífica posición la de estos oficiantes de la crítica tras los reductos inexpugnables de la prensa reaccionaria! ¡Qué seguridad en la acción! ¡Qué fuerza y qué impunidad! (Y no quiero referirme aquí la crítica con embozo, a la crítica seudónima, eso no hay que menearlo.) ¿Es posible que una crítica así sea útil? ¿Es posible que no dañe, que no desoriente, que no sea perniciosa? ¿Cómo es posible alardear de orientadores si el criterio se encauza por torcidos senderos y, lo que es peor, a sabiendas de que son torcidos? A sabiendas, sí, pues ellos saben que obran mal, pero no les conviene hacerlo de otro modo. A sabiendas —¿o no lo saben?— de su ignorancia e impreparación, que ocultan sus ojos de la mayoría —que naturalmente no profundiza en cuestiones de arte por falta de tiempo o real interés— tras una erudición confeccionada con opiniones y juicios ajenos, cómodamente seleccionados de revistas y diarios extranjeros. Es natural —y hasta se puede ser generosamente tolerante— que quien no posee un conocimiento, por lo menos superficial, de una materia, tenga dificultad para pensar por sí mismo y opinar sobre ella; no hay nada pues de extraño en que recurran a opiniones ajenas que les allanen el camino.
Hay algo, sin embargo, entre los ejercitantes de esta profesión —tan mal comprendida— de la crítica que es digno de elogio, que solicita la admiración y esa conmovedora fraternidad que une los intereses comunes de estos paladines del arte; esa heroica defensa —¡tan necesaria!— de sus mutuas opiniones y posiciones. Se consultan unos a otros a cada paso, para no errar o para errar de acuerdo convenientemente. Se les ve caminar, necesidad con necesidad, buscándose angustiadamente en todo lugar donde hay alguna manifestación de arte, con la mirada, con el pensamiento, con toda la fuerza de su desamparo. ¡Admirable ejemplo de solidaridad! Lástima que su gesto sea estéril, que su gesto sea nocivo. Estéril y nocivo por mal encaminado; y mal encaminado por ignorancia y vanidad. Pero esto, ¿qué puede importarles a ellos? ¿No están forjándose un prestigio útil a sus intereses personales? ¿No están encauzando a su manera —¡y qué manera!— la opinión pública? Para ellos su labor es la meritoria; ¿y cómo no, si está basada en sus defectos personales, que es lo más meritorio que hay en ellos? Son capaces hasta de ser sinceros. ¡Qué admirables momentos de ingenuidad! Sería preciso buscar entre millones y millones de hombres para encontrar especímenes de una sencillez de espíritu tan extraordinaria. ¡Tan admirables y tan pocos! Porque a veces son sinceros, ellos tienen la adorable audacia de decirlo —¿de creerlo?— y se duelen de ser malentendidos, de ser calumniados, de ser hostilizados. ¡Y qué magnífica actitud entonces la de ellos! ¡Cuán solos! ¡Qué fuertes en su soledad! ¡Qué románticamente aislados! Pues sí, aislados; pero sin romanticismo. Aislados, pero sin gloria. Aislados, pero con el peor de los aislamientos: el aislamiento de los improductivos. Peor aún: de los que creyendo producir —¡qué clarividente mala fe!— sólo logran desvirtuar, sólo pretenden destruir todo nuevo impulso generoso y creador que no está sancionado por quienes ellos acatan y admiran: sus mecenas despreciativos pero solventes; sus colegas del extranjero, no mejores que ellos, pero más sólidamente prestigiados por organizaciones capitalistas, absurdas, malévolas y reaccionarias.
¿Cómo podrán ellos perdonar el crimen de esa [muy probablemente haya aquí una errata; tal vez lo correcto es “crimen de lesa civilización”] civilización de quienes se alzan contra lo establecido en arte por las luminarias de la crítica mundial y de la propia, que ven claro en sus designios, que hacen luz sobre la ineptitud que tan celosamente tratan de ocultar? Creo que es antihumano pedirles que obren de otro modo. Es en contra de su vida económica e intelectual. Es en contra de sus medios de subsistencia espirituales y físicos. Porque aunque parezca increíble ellos viven espiritual y físicamente. Viven porque nuestro actual organismo social propicia su desarrollo. ¿Qué hay de extraño, pues, en que bendigan y sirvan a un régimen que les permite vivir y desarrollar sus más íntimas convicciones en contra de lo justo y verdadero?
El artista, para ser verdaderamente fuerte, requiere en la actualidad no sólo talento, técnica, ímpetu creador, sino también velar cuidadosamente porque estas cualidades estén al servicio exclusivo de una causa social justa; la única: la de la liberación proletaria y su cultura. Cualquiera otra actitud del artista es estéril. Podrá producirle ganancias, podrá serle de utilidad personal, podrá satisfacer ampliamente su vanidad, pero ser hueca y socialmente improductiva. No ser la labor de un hombre de su tiempo, ni de ningún tiempo; no lo ser, a pesar de todos los subterfugios inventados para defenderla. La actitud y la obra del artista no tienen más defensa que la defensa que de ellas hagan sus respectivas posiciones: una, defensa de la falsa cultura burguesa; otra, defensa de la cultura proletaria: lo que no tiene honradez y lo que es honrado.
El artista de su tiempo, de su hora, está con el anhelo y la lucha de los trabajadores, franca, decididamente, sin concesiones utilitarias para los explotadores. El artista del pasado, de la hora que agoniza, está con el odio y la destrucción que los explotadores representan, sin que valgan para nada las concesiones interesadas que por conveniencia haga a los trabajadores.
La crítica de arte no comprende —porque no quiere o no sabe comprender— estas diferenciaciones. Su juicio, desprovisto de todo concepto revolucionario, no distingue matices ideológicos y sólo acude al placer intelectual que le proporciona tal o cual obra arte o artista. Su mentalidad, anegada en el prejuicio del arte por el arte, no concibe que la obra de arte tenga un definido sentido de clase, por lo menos de la clase que no pertenece porque en realidad de situación no pertenezca, sino porque no puede pertenecer a una clase que trabaja sin explotar quien, trabajando, trabaja al servicio del que explota. Claro que decir esto a quienes ejercen el oficio de no escribir sino lo que le conviene a sus necesidades económicas es decirlo al viento. Pero no es inútil que un artista que sólo se interesa por lo verdadero y justo diga su sentir y el de quienes como él siguen un sendero recto, a quienes teniendo todas las fuerzas materiales carecen de la única fuerza que construye: la fuerza creadora.
(Marzo de 1937)
Nota del editor: he corregido las erratas evidentes; eran al menos tres. Fuera de eso, el texto respeta el original publicado en Escritos, Silvestre Revueltas, Gobierno del Estado de Durango, Durango, 1995, pp. 13-19.