En su ensayo “Método de composición”, Poe levanta una pequeña pero genial teoría sobre la escritura guiada a conciencia por su autor. Es lo contrario, totalmente lo contrario, a la llamada “escritura automática” que promovieron los surrealistas, pues mientras en éstos la razón es expulsada, en la que propuso el bostoniano, al contrario, el pensamiento es férreo rector, guía todopoderoso de su criatura artística tanto como lo fue de otras disciplinas dentro del científico y optimista siglo XIX. Hoy sabemos que la escritura es, o debe ser, una mezcla más o menos equitativa de impulso —de intuición— y de raciocinio. Depende del género: que yo sepa, los ensayistas no reniegan de la falta de inspiración, como a veces sucede a los poetas, de donde colegimos que un género es más cabeza y, otro, más corazón, por decirlo de una forma elemental. El punto medio es el de la narrativa: por experiencia personal y porque he indagado en opiniones de otros, sé que un cuento y una novela hacen participar casi por igual un impulso alucinado, primero, y, luego, un ánimo racional que pone orden principalmente al momento de revisar.
Poe pensó que todo en la escritura debía ser vigilado, que nada podía quedar librado al azar. Le deja poca, más bien nula, cancha al unicornio azul, a la inspiración que suele comportarse como la loca de la casa. Para darse a entender, explicó su método y tomó como conejillo de indias su poema “El Cuervo”. Plantea esto, para empezar: “He pensado a menudo cuán interesante sería un artículo escrito por un autor que quisiera y que pudiera describir, paso a paso, la marcha progresiva seguida en cualquiera de sus obras hasta llegar al término definitivo de su realización”.
Según él, otros han declinado ese proyecto por lo siguiente: “Me sería imposible explicar por qué no se ha ofrecido nunca al público un trabajo semejante; pero quizá la vanidad de los autores haya sido la causa más poderosa que justifique esa laguna literaria. Muchos escritores, especialmente los poetas, prefieren dejar creer a la gente que escriben gracias a una especie de sutil frenesí o de intuición extática; experimentarían verdaderos escalofríos si tuvieran que permitir al público echar una ojeada tras el telón, para contemplar los trabajosos y vacilantes embriones de pensamientos”.
Se deja ver entonces que la genialidad no existe para Poe, al menos no aquella que imaginamos los lectores: la que escribe enardecida y no mira a ningún lado ni repara más que en el hecho vertiginoso, imparable, de unir palabra tras palabra. Lo que para él existe es una vaga iluminación confusa, la idea, y luego el trabajo, la planeación, las horas/nalga en las que el artista reflexiona sobre el acomodo que dará a las palabras sobre el papel. Afirma sobre la hechura de “El Cuervo”: “En cuanto a mí, no comparto la repugnancia de que acabo de hablar, ni encuentro la menor dificultad en recordar la marcha progresiva de todas mis composiciones. (…) Consiste mi propósito en demostrar que ningún punto de la composición puede atribuirse a la intuición ni al azar; y que aquélla avanzó hacia su terminación, paso a paso, con la misma exactitud y la lógica rigurosa propias de un problema matemático”.
Así, el inventor del cuento policial nos convida a pensar que la idea romántica del creador arrebatado, volcánico y visceral es un mito, pues la mejor obra es aquella que nace con un propósito dirigido y permanentemente fiscalizado por su autor para crear un efecto determinado. Esto que parece una conclusión sin mayor densidad, es poderoso porque, entre otras razones, contradice la creencia de que el escritor sólo se sienta, pica el interruptor y las musas hacen lo que sigue. Pues no, declara Poe, no hay musas, o si las hay, son perezosas y erráticas. Lo que hay es un autor que debe esforzarse por cuadrar eficazmente un rompecabezas: su obra.