jueves, enero 13, 2011
Papelón sin nombre
Mis vacaciones reseñeras me tuvieron al margen de temas que quise abordar y no pude por culpa de la exigencia bibliográfica autoimpuesta. Tarde pero con la panza todavía llena de tamales y buñuelos, comento aquí algo sobre el Jefe Diego, el inefable Jefe Diego. Confieso sin eufemismos que me dio una güeva cósmica entrar a la lectura minuciosa de la averiguata provocada por su aparición; como si fuera película de burlesque, con verlo y oírlo unos segundos era suficiente para saber que el show no valía dos cacahuates. El hecho, dígase lo que se diga, era una payasada, una tomadura de pelo que rayaba en la comedia de enredos con un histrión de octava categoría.
Pese a lo grotesco de la situación, la farsa obliga a reflexionar en los grados de vileza a los que hemos llegado para construir realidades a partir de artificiosas noticias bomba. Cuando pensamos que ya habíamos visto los peores montajes, cuando pensamos que la Paca Zetina y su calaverita (Paquita la del cráneo) eran lo máximo, cuando pensamos que los náufragos mexicanos eran los aros de Saturno del embuste, cuando creímos que nada superaría al libreto armado para detener a Florence Casses, aparece el Jefe Diego con su barba santoclosina y en plena época navideña. Caray, ni Mauricio Kleiff, el guionista de Los Polivoces, hubiera aceptado ese performance. Más: una compañía teatral de secundaria juzgaría disparatado emprender la puesta en escena de semejante aberración, pues quien padece lo que supuestamente padeció el reaparecido no se comporta con la gallardía que de inmediato puso en la mesa noticiosa. Tan fácil que hubiera sido recibir un curso exprés de decrepitud por parte de cualquier teporocho de La Merced. Una semana sin comer adecuadamente y algún caso legal en verdad perdido le hubieran dado la catadura necesaria para provocar conmiseración en todo México. Pero no, Fernández de Cevallos sólo se dejó el matorralón de pelos en la cara y con eso creyó que iba a convencer al respetable público ya ducho para captar dramaturgia chespiriana.
Pero el Jefe Diego lo hizo, actuó y no dejó dudas de que como actor es un espléndido litigante. Haiga sido para lo que haiga sido, la pantomima de su aparición fue más chafa que las actuaciones de Sammy Pérez, el abusado actor de Televisa. Tengo en la mente la imagen del barbado queretano y no puedo empatarla con la que vi dos veces en la realidad. Sí, un par de veces en mi vida vi a Diego Fernández de Cevallos y en ambas me pareció un dechado de seguridad. Chaparrín, nada rechoncho, la primera vez que lo tuve cerca fue en el Hotel Mirador, de Chihuahua, allá por el 94. Al entrar en un enorme salón de actos pasó a mi lado y por eso supe que no era alto; yo andaba de reportero y fui a cubrir una mesa redonda, o algo así, en la que el Jefe participó junto a Sergio Sarmiento, Alonso Lujambio y Ernesto Ruffo. No recuerdo ni una palabra de lo que dijo, pero sí la vehemencia semipresidencial que apantallaba incautos.
La segunda vez que lo vi fue aquí, en Torreón. Se trató de un momento fugaz, acaso diez o quince segundos. Fue en el 2005 más o menos. Yo manejaba mi Lamborghini sobre la Diagonal Reforma e iba a la altura del Walmart; sin querer vi que se me emparejó una trocota Expedition o Navigator, algo de ese tamaño, quizá una Suburban. Al mirar al conductor de semejante nave noté que se trataba de Jorge Zermeño, en ese momento candidato a la gubernatura de Coahuila. Pude ver más: a su lado, de copiloto, noté una cabecita redonda, una barba impecable y un enorme puro encajado en los labios: era el Jefe Diego. Detrás de ellos, a modo de custodia o comitiva, no pude saberlo, otra camioneta (de las que ya casi no se usan hoy) los acompañaba. Para evitar cualquier malentendido, aminoré la velocidad y sólo vi que se alejaron.
Esas dos instantáneas del altivo Jefe Diego lo ponían en mi recuerdo como lo que era: un tipo aborrecido, un político al que yo podía malquerer, pero al mismo tiempo al que percibí siempre con la confusa admiración, y hasta el miedo, que nos despiertan ciertos tiranos de la historia. Luego del papelón donde aparece con esa turbia barba (el adjetivo es de Borges para Whitman) más falsa que los nutrientes de un Gansito, se diluyó el respeto y todo quedó convertido en caricatura. No, pensé, no puede ser posible que alguien con la imagen mandona del Jefe Diego se haya prestado para representar semejante sainete de carpero. Junto a él, Francisca Zetina es Merryl Streep. Qué horror.