Sospecho que ya he escrito sobre esto, pero no recuerdo cuándo ni dónde. Me refiero a la chamba periférica, siempre orbital, de presentar libros. No a su rutina en los escenarios o a sus contenidos o formulaciones in situ, sino al hecho en sí de presentar libros. ¿Vale la pena hacer eso? ¿Qué utilidad tiene? ¿Cómo es percibido desde fuera? No soy yo el que va a responder definitivamente a esas tres preguntas; sólo intentaré aclarar la última debido a la coincidencia reciente de comentarios que me suponen, creo que con error e injusticia, avidez por participar en las presentaciones de libros, casi como si en ello me fuera la vida o casi como si en ello viera yo la forja de Mi Prestigio Con Mayúscula, si es que alguno tengo.
Ya el solo hecho de explicar algo que no le hace daño a nadie parece una necedad. Es presentar libros, una actividad que de entrada da la impresión de ser útil. ¿Necesitamos explicarla, justificarla como si fuera tracaleo de contrabando o trata de blancas o venta de plazas federales? En todo caso, la actividad es inocua, a nadie le hace daño. Pero no, por la coincidencia de comentarios noto que hay algunas personas a las que les molesta, incomoda, fastidia o apiada que yo presente libros. Me hacen ver que presento muchos libros y preguntan si no hay otro fulano que despache tal peripecia. Mi respuesta no es agresiva, sino cordialmente explicativa de algo que, insisto, parece útil o, en el peor de los casos, inocuo.
Y explico, digamos, que si presento diez libros en un año esta es la distribución aproximada desde la perspectiva de quien me invitó: dos son presentaciones pagadas; cuatro son presentaciones de mi trabajo formal (como coordinador de literatura en el Icocult Laguna) y cuatro son invitaciones de amigos. Así el reparto, pregunto: ¿a cuál de las diez le puedo decir no? Si alguien tiene una mejor respuesta que la mía, la aceptaré; si no, seguiré presentando libros. A ninguna puedo decirle que no por estas razones: las presentaciones pagadas son un ingreso extra que no puedo declinar (tengo tres hijas; si alguien quiere ayudarme a mantenerlas con la condición de que ya no haga presentaciones pagadas, acepto la oferta); las presentaciones que organizo, igual: son parte de mi ingreso y son inevitables; y, por último, las invitaciones de amigos son eso: de amigos, y al ser así batallo mucho para eludirlas (hay otras consideraciones laterales, pero por ahora las omito).
Sobre este último caso, recuerdo bien, escribí hace tiempo que no tengo alternativa: si presento libros de amigos que me lo piden como favor, se enojan los que creen que ando como loco buscando foros, haciéndole al machín, mendigando rebabas de “prestigio”; si no acepto, paso como creído, como alzado, como poco solidario, como petulante que ya se la creyó y no es capaz de ser cuate con los escritores que convidan a una presentación. ¿Qué camino tengo, pues? Los apiadados de mi pobre circunstancia comentan que rechace las invitaciones, por llamarlas así, altruistas, que ya no pierda más mi valioso tiempo en esas banalidades. Lo malo es que no sé a cuál amigo (¿a cuál banalidad?) decirle que no, si todos, en general, me invitan con la mejor actitud, deseosos de que los “honre” con mi participación, lo cual, debo aclararlo, me honra más a mí que a ellos, por su confianza y el gesto de camaradería que lleva implícito promover esa especie de padrinazgo bibliográfico, si se pudiera definir así a la presentación de un libro.
En resumen, a veces contra mi íntima voluntad y mi visible cansancio, seguiré presentando libros por lo que ya dije, porque no tengo más opción y también porque es uno de los flancos de mi trabajo como promotor de la lectura. Supongo que no hay nada malo en eso y no se requiere por tanto demasiada justificación. Pero ya ven: de vez en cuando hay que desfacer malentendidos, ofrecer disculpas por perpetrar el bien.