sábado, marzo 20, 2010

Durango de cuerpo entero



Una taxonomía elemental de la historia bien planteada nos ofrece muy esquemáticamente dos grandes territorios. Por un lado, la historia digamos académica, especializada, apta para dialogar con la comunidad científica dedicada al oficio de historiar; por el otro, la historia con carácter divulgativo, creada con el propósito de informar al heterogéneo lector sobre un espacio-tiempo determinado. La primera, como podemos imaginar, tiende a ser más densa, a recargar lo que conocemos como “aparato erudito”, ese conjunto de notas, apéndices, gráficas y bibliografías que son parte de la metodología exigida entre la comunidad que produce conocimiento científicamente válido. La segunda, apoyada en la anterior, alija el aparato erudito y pone al alcance del lector de a pie los datos generados por la historia académica.
Como se verá, no soy de los que creen en el divorcio entre esos dos espacios de la escritura histórica. Me parece que, lejos de vivir separados, se complementan y se ayudan. La historia doctoral descubre, revela, explora caminos nuevos y mantiene el estatus de ciencia social, no exacta, para la historia. Su equipaje de aparato erudito no es, como algunos creen, oramento, ropaje para fastidiar al lector, sino anclaje sin el cual la presentación de resultados luciría inútil para la comunidad de especialistas. Imaginemos, por ejemplo, a un historiador que quisiera leer directamente los documentos que otro ha citado en un trabajo. Sin la consignación de la fuente eso sería imposible, de ahí que los historiadores son, como todos los obreros de la investigación académica, especialistas en declarar de dónde diablos sacaron los ladrillos que les han servido para edificar sus textos.
Distinta en sus presupuestos metodológicos, la historia divulgativa se sirve de la anterior para llegar precisamente a lo que insinúa la etimología del verbo divulgar: llevar al vulgo, en el sentido no minusvalorativo de la palabra, acercar al pueblo de una manera amigable los conocimientos que con rigor han sido obtenidos en la investigación histórica. ¿Y en qué ayuda la segunda a la primera? Respondo a esta pregunta con una imagen. La divulgación es como una redada en términos náuticos: se lanza la red a todo el cardumen social y la pesca puede ser el joven que luego, por vocación o simple curiosidad, profundizará en los estudios históricos hasta sumarse a una comunidad de homólogos. Es tal el sentido de mi sospecha: la historia cejijunta de los académicos da algo a la historia más relajada de los divulgadores y recibe de ellos más interesados en profundizar.
Hay casos, por supuesto, de historiadores que deambulan por igual en ambos predios, como ocurre con el trabajo de Miguel Vallebueno Garcinava y Rubén Durazo Álvarez. Conocido por trabajos de subido octanaje historiográfico, en Arte e historia. Por los caminos de Durango Vallebueno Garcinava, junto a Durazo Álvarez, nos regala con un trabajo que participa equitativamente del conocimiento y del placer. Se trata, en efecto, de un documento en clave divulgativa, ameno e informado sobre una de las entidades norteñas más grandes, ricas y complicadas desde el punto de vista orográfico: Durango. Como es frecuente en este tipo de trabajos, Por los caminos de Durango tiene en mente a varios “lectores modelo”; pueden interesarse en estas páginas, desde luego, los meros curiosos, pero también los empresarios, los promotores turísticos, los antropólogos, los políticos, los propios historiadores y, sin duda, los artistas que apetezcan disfrutar de espléndidas “vistas”, como antes les llamaban sobre todo a las fotos panorámicas.
Editado, como suele decirse, con toda la mano, se trata de un libro con mucho peso no sólo desde el punto de vista metafórico, sino real. Es prácticamente un recorrido con lupa por los espacios de Durango, un periplo tan minucioso que no dejó rincón significativo de la geografía estatal sin ser escudriñado. Con imágenes y palabras justamente administradas, Por los caminos de Durango se ofrece entonces como una especie de Aleph borgesiano sobre nuestro estado, el libro en el que convergen todos los puntos de esta entidad, lamentablemente, poco conocida dentro y fuera del mismo estado. Creo que tal ha sido el propósito de Vallebueno y Durazo: condensar en un solo racimo de páginas todo lo que de bueno y hermoso nos ofrece Durango.
Aprovecho mis palabras para hacer una breve digresión. Ni antes ni ahora he tenido la suerte de recorrer físicamente la entidad del que soy oriundo. Nací en Gómez Palacio (prometo que ya no lo vuelvo a hacer) y a no ser por esa ciudad, Lerdo, Mapimí y la capital, Durango, poco sé de mi estado. Una vez, cuando adolescente, hice un viaje como explorador a la sierra, a unos parajes relativamente cercanos a El Salto. Aquello ocurrió, si poco, en 1978, hace más de treinta años. Pues bien, es hora que no olvido las imágenes portentosas de la sierra, esas piedras gigantes montadas con equilibrio de cirquero en piedras más pequeñas, los árboles infinitos, la sensación de que allí todo era nuevo, tal y como el creador lo echó al mundo. Pasaron los años y mis viajes a Durango y por Durango nunca se dieron. Ahora es tarde para iniciar la aventura de conocer en persona el mapa portentoso de mi estado. Por ello, un libro como el que esta noche nos convoca me enorgullece y me saca del apuro y la pena de no conocer a Durango. Sé que muchos pensarán lo mismo que yo, así que en nombre de ellos agradezco a los historiadores, a los fotógrafos y a los auspiciadores de este noble y aleccionador emprendimiento.
Dije hace nos párrafos que Por los caminos de Durango es un libro de peso completo. Así es, y no se anda con reticencias a la hora de mostrarnos, a permanente full color, al Durango que muchos sospechábamos sin conocerlo. Para una labor así de poderosa, obvio es que los autores han segmentado el espacio para su mayor comprensión, y se han ayudado de mapas fidelísimos para que el lector se ubique con claridad en el espacio. Seccionado en diez estancias, Por los caminos de Durango traza una ruta de lectura con inmejorable brújula: apela al criterio de región que a su vez toma en cuenta la cercanía de ciudades y pueblos, pero también su orografía, sus recursos hídricos, su clima y hasta su cultura.
Todo es, porque así es en realidad, majestuoso, inmenso, a veces hasta apabullante. En orden, los apartados son 1. La sierra y las quebradas; 2. La sierra tepehuana; 3. Alto Nazas; 4. La cuenca del río Florido; 5. El distrito minero de San Juan del Río; 6. La industria textil de Peñón Blanco; 7. Los valles centrales; 8. Las llanuras norteñas; 9. Cuencamé y el semidesierto y 10. El desarrollo de la región lagunera. En esa decena de regiones cabe la observación escrupulosa, el apunte histórico oportuno, el dato rico en sugerencias, de este libro que sin duda será de consulta obligada para todos.
He señalado que en sus páginas conjuga la palabra con la imagen de una manera armónica. Por esto, no sería justo olvidar a dos participantes claves en la configuración de Por los caminos de Durango: uno, los fotógrafos encabezados por Balam de Lot Gálvez Luque, quien ha capturado con su cámara, acaso como nadie hasta ahora, el cuerpo entero de Durango. Balam y varios fotógrafos más han sabido darnos lo que se requiere para apreciar la fisonomía de un gigante, y lo han hecho con criterio documental sin detrimento del estético; el otro buen culpable de las abundantes imágenes que aderezan este libro es, por supuesto, el patrocinador, la Cámara Mexicana de la Industria de la Construcción Delegación Durango, pues sin su aporte hubiera sido imposible publicar un libro que exigía una inversión fuerte de recursos. A esa misma Cámara, por cierto, me atrevería a sugerirle una edición idéntica en el contenido, pero en rústica, esto para muchos más lectores tengan en el futuro acceso a tan rico material.
En suma, a Miguel Vallebueno, Rubén Durazo, Balam de Lot Gálvez y los demás fotógrafos, además de la CMIC, mi felicitación más cálida y el deseo de que este tributo a la belleza de Durango se convierta en la mejor puerta para acceder a nuestra entidad.