Entre las películas de la Muestra Internacional que sí pude ver estuvo Génova (2009) y lo que de ella más me dejó helado fue un detalle casi invisible, ajeno incluso a la sencilla trama que sintetizo aquí apretadamente: una familia joven pierde a su madre en un accidente de carretera; tras ese percance, el padre y sus dos hijas (de diez y 16 años, respectiva y aproximadamente) deciden rehacer sus vidas en un lugar completamente ajeno al que tenían; se instalan así en Génova, la ciudad italiana, donde el padre consigue una cátedra en la universidad. La hija pequeña es la más afectada por la pérdida de la madre, por lo que sufre severas pesadillas no ajenas a la incomodidad de la orina. La hija mayor, una belleza precoz, parece no muy tocada ni por la muerte de su madre ni por el cambio de residencia, ya que su urgencia de esos días está más vinculada al descubrimiento de su sexualidad. Mientras recomienzan sus estudios formales, el padre las lleva a continuar con las clases de piano. Poco a poco, mientras la más pequeña avanza en su aprendizaje musical, la otra pide permisos al profesor de piano, sale a las callejuelas de Génova y entabla amoríos fugaces, tórridos y clandestinos con muchachos igualmente impetuosos. Poco a poco, debido a desencuentros y escapadas, las dos chicas se ven obligadas a caminar solas por la ciudad, y he allí lo que más me asombró y me puso tenso: mientras iban de las clases de piano a su casa, las dos pequeñas debían andar por el laberinto genovés, un espacio de calles estrechísimas y edificios altos, lo que da un aspecto sombrío a cada recoveco de aquella añeja ciudad. En el camino, las jóvenes pasaban una y otra vez por esquinas atestadas de tipos sórdidos (traficantes, padrotes, rateros, lo que fueran) y prostitutas. Lo asombroso es que sólo las volteaban a ver sin demasiado interés, casi indiferentes. Por lógica tercermundista, durante un buen rato sentí que en cualquier secuencia las iban a atacar, pues no de otra manera puedo pensar que reaccionan las hordas de vagos ante la presencia de dos chicas indefensas, una de ellas niña y otra ya casi adulta y sumamente bella. Y no, la película no iba por allí, sino por la cadena de alucinaciones que la más pequeña sufría debido a la ausencia de su madre.
Mientras en el film Génova dos frágiles mujeres deambulaban casi como si nada por espacios con atmósferas de aspecto envilecido y no les pasa nada, acá, en varias ciudades de México, soleadas y de calles amplias, hoy es casi imposible que las mujeres y los hombres caminen en paz, confiados. Y no hablo de la noche, sino del día, cuando se supone que todos los gatos son claros. No otra realidad muestra un video que vi hace poco, el de una ciudad tamaulipeca que luego de cierta noche larga y ruidosa amaneció sin gente en las calles, afantasmada, ajena por completo al aire que suelen tener las ciudades cuando su vida transcurre con normalidad.
Hay una metáfora muy usada por los cronistas comodinos cuando el ambiente luce pesado, espeso de tensión: dicen que el miedo “se puede cortar con un cuchillo”. Las imágenes literarias como ésa, por afortunadas, corren con buena suerte y en poco tiempo se queman, se desgastan. Pese a ello, no creo que haya una metáfora más atinada para definir el ambiente de algunas ciudades de México, lo que se siente cuando la autoridad ha desaparecido y con ella también el estado de derecho: se afantasman y el miedo parece algo concreto, una sombra densa que aterra a la mayoría y la retiene en sus casas, sus refugios, sus prisiones.
Mientras en el film Génova dos frágiles mujeres deambulaban casi como si nada por espacios con atmósferas de aspecto envilecido y no les pasa nada, acá, en varias ciudades de México, soleadas y de calles amplias, hoy es casi imposible que las mujeres y los hombres caminen en paz, confiados. Y no hablo de la noche, sino del día, cuando se supone que todos los gatos son claros. No otra realidad muestra un video que vi hace poco, el de una ciudad tamaulipeca que luego de cierta noche larga y ruidosa amaneció sin gente en las calles, afantasmada, ajena por completo al aire que suelen tener las ciudades cuando su vida transcurre con normalidad.
Hay una metáfora muy usada por los cronistas comodinos cuando el ambiente luce pesado, espeso de tensión: dicen que el miedo “se puede cortar con un cuchillo”. Las imágenes literarias como ésa, por afortunadas, corren con buena suerte y en poco tiempo se queman, se desgastan. Pese a ello, no creo que haya una metáfora más atinada para definir el ambiente de algunas ciudades de México, lo que se siente cuando la autoridad ha desaparecido y con ella también el estado de derecho: se afantasman y el miedo parece algo concreto, una sombra densa que aterra a la mayoría y la retiene en sus casas, sus refugios, sus prisiones.