viernes, marzo 05, 2010

Indicador en vivo del fracaso



Muchas pueden ser las mediciones macro para sacar en claro, o al menos para darnos una idea, de lo que somos como país. Las más comunes son las económicas, todas las que de alguna forma registran el desarrollo de nuestra vida material. Hay otras menos frías y hasta curiosas: cuánto leemos, qué tanto vamos al cine, qué peso tenemos, qué tanto participamos en política, qué sitio futbolero ocupamos, qué tan felices somos. De todo o casi todo se puede obtener una medición, aunque es obvio que ninguna será la realidad, sino apenas un tanteo que nos aproxime a ella. Todas requieren, para ser aceptables, un mecanismo de observación o sondeo que se aparte lo más posible de la subjetividad, ya que hasta la estadística más gélida puede estar atravesada, y de hecho lo está, por la subjetividad de quien elige el objeto de estudio, el espacio, las preguntas y el universo abordado. De ahí el viejo paralelismo entre la estadística y los bikinis: que ambos muestran todo, menos lo esencial.
A propósito, ¿qué pasaría si hoy elaboráramos una medición de la indigencia nacional? ¿Podríamos crear un censo de mendigos? ¿Cuántos limosneros per cápita tenemos en México? (uso el sentido mexicano de limosnero, inverso al original: “Caritativo, inclinado a dar limosna”, RAE). No es imposible medir los grados de mendicidad que lastran a un país, aunque sé de antemano que es difícil. Ahora bien, ¿es necesario medir algo que nos resulta cada vez más visible en todos lados? ¿Servirá para algo?
Insistir en una reflexión, con datos duros o no, sobre la mendicidad, me parece pertinente porque a partir de lo que concluyamos es viable añadir ese dato a todos los que, sumados, crean la imagen de un país instalado alarmantemente en el fracaso. Como no voy a ser yo, por incompetente, el que elabore el índice de mendicidad en México, me conformo con atestiguar, siempre con pena, lo que a diario veo/vemos por todos lados. Más allá de la incomodidad que provocan en quienes no hemos llegado a la solicitud de caridad como forma de supervivencia, los mendigos son una evidencia excelente de que las políticas económicas de nuestro país han puesto entre la mano extendida y la pared a miles de personas, sobre todo niños, mujeres y ancianos, aunque en estos tiempos (otra prueba de la enorme capacidad que tiene nuestro estado para producir miseria) hasta los adultos en edad de trabajar extienden la mano y suplican con rostros demacrados “una ayudita por el amor de dios”.
Aunque nos molesten, o precisamente por eso, no debemos injuriar al mendigo que con genuina o falsa necesidad (la falsedad de las súplicas también es un aprendizaje picaresco de la miseria) nos tiende la mano para pedir, sino a los creadores de esa omnipresente forma de supervivencia. Hay algo mucho más grande y poderoso (un Estado que no funciona, criminal en función de que aniquila el futuro de millones) que no hemos sabido cambiar o rediseñar, de suerte que la multiplicación de los desheredados no se da por generación espontánea, de la nada o por gusto, sino por el cierre total de las expectativas de mejoría, el aborto de cualquier forma digna de vivir. Cada vez veo más, de suerte que es imposible dar abasto, si en la mañana salimos con cincuenta pesos de morralla, a la horda de manos mendicantes que por todos lados salen a nuestro paso. En vez de menospreciarlas, deberíamos agradecerles por recordarnos, en vivo y a todo color, sin discursos ni academiquerías abstractas, que este país está del demonio y que hemos hecho muy poco, casi nada, para mejorarlo.