No es infrecuente, más bien es común, que el lector tenga por el autor una especie de curiosidad biográfica. ¿En qué medida el autor ha vivido lo que narra? ¿Qué tanto es ficción y qué tanto es realidad? ¿Puede un autor desprenderse de su experiencia y construir ficciones completamente ajenas a su vida? Sobre esta inquietud tenemos muy al alcance de los ojos un puñado de esclarecedoras páginas escritas por Alfonso Reyes; se trata de “La biografía oculta” y “Detrás de los libros”, breves ensayos avecindados en La experiencia literaria (1942). El regiomontano desmenuza allí, con sucinta eficacia, los errores y hasta los disparates en los que podemos incurrir si nos dedicamos a la cacería indiscriminada de rasgos autobiográficos en las obras de ficción. No voy a traer aquí todo lo que dice Reyes al respecto; baste la afirmación de entrada al tema para darnos una idea de su posición: “El tomar al pie de la letra cierta declaración en primera persona puede conducir a los peores extremos. El ‘yo’ es muchas veces un mero recurso retórico. Los recuerdos de la propia vida, al transfundirse en la creación poética, se transfiguran en forma que es difícil seguir la huella. En ocasiones, los testimonios más directos se esconden detrás de un párrafo que sólo contiene, en apariencia, ideas y conceptos abstractos. En ocasiones, lo que se ofrece como una evocación de hechos reales puede ser un mero efecto de inventiva literaria”.
No confundamos ligeramente, pues. Aunque pueda haber puentes tendidos, una es la realidad del escritor y otra la del narrador (enmascarado en la primera, la segunda o la tercera personas) que nos cuenta la historia. Por “experiencia literaria” propia sé lo que significa escribir ficciones que son leídas como retacería autobiográfica. Ese peligro crece, por supuesto, cuando uno narra en primera persona y ubica lo relatado en el tiempo presente; en ese caso, la mayoría de los lectores hace en automático la asociación: el texto cuenta, tal cual, lo vivido por el autor, sin duda, casi como si fuera una crónica de sus andanzas, un plagio de sus vivencias, casi como si todo escritor tuviera manía exhibicionista o impudicia confesional.
Con variaciones de grado, claro, supongo que los creadores de ficciones no vigilamos qué tanto es real y qué tanto es falso en una narración de cosecha propia. Simplemente, nos dejamos ir, nos vencemos ante la imaginación y la reminiscencia de lo sí vivido. Sólo al final sabemos si tal o cual pasaje de un cuento o una novela corresponden a algo que nos pasó o a algo que sólo imaginamos y que quizá, hay que decirlo de paso, es evocación nacida en el útero del subconciente. Además, el grado de fantasía y realidad varía de relato a relato. Vuelvo a mi caso: tengo cuentos en los que, por así decirlo, para que se entienda mejor, un 10% de lo relatado es fantasía y el resto es casi crónica de hechos reales; también, he escrito historias con el porcentaje contrario: 90% es fabulación y lo sobrante, realidad. El problema para distinguir esto se agrava cuando el escritor trabaja en el amplísimo cuadrante del realismo; si alguien narra que voló en una alfombra mágica, es muy difícil que otro le pregunte si fue cierto; pero si alguien cuenta que voló en AirFrance y en el avión saludó a un político mexicano famoso por su corrupta trayectoria, no faltarán curiosos que pregunten si eso realmente ocurrió.
Como ya dije, creo que los inventores de ficciones generalmente no nos cuidamos de medir las dosis de mentira y verdad que puede contener un relato. Reitero, sin embargo, que al menos en mi caso es así. Al narrar voy siguiendo un guión mental, y a veces escrito, de la historia, y en el camino invento rasgos de los personajes y peripecias que sirvan como palanca motriz de la historia. En ese trance me da lo mismo si viví o no lo contado, pues al final lo que se necesita es que sea verosímil, no que me haya pasado o sea producto de mi capacidad para mentir. Esta elástica posibilidad de narrar con ingredientes creados en puridad o recordados por vividos, es una de las pocas formas de poder que tiene un narrador. Gracias a eso, su imaginación se tiende sobre la cuartilla y su memoria de lo real da cuenta de lo bueno o lo malo que le haya acontecido. Sólo yo sé, por ello, cuántos agradecimientos para muchas personas se han imbricado con mis ficciones y cuántos gratos desquites he trabajado para poner en su sitio (al menos ante el solitario tribunal de mi conciencia) a los malnacidos que he tenido la desgracia de tratar.
Lo que menos le importa a un narrador es ser tenido como documentalista, salvo, por supuesto, en la llamada novela de “no ficción” escrita a la manera de Operación Masacre, de Rodolfo Walsh; A sangre fría, de Truman Capote o Los periodistas y Asesinato, de Vicente Leñero. Con ser verosímil, creíble, persuasivo, el narrador se da por satisfecho, pues a la hora del juicio final, el del lector, lo fundamental es haber creado un microcosmos bello y autónomo, tenga o no, en su mecanismo, engranes tomados de la realidad o de la infinita bodega de la imaginación que es, acaso, la forma democrática de la omnipotencia, nuestra pequeña cancha para jugar a ser dioses.
No confundamos ligeramente, pues. Aunque pueda haber puentes tendidos, una es la realidad del escritor y otra la del narrador (enmascarado en la primera, la segunda o la tercera personas) que nos cuenta la historia. Por “experiencia literaria” propia sé lo que significa escribir ficciones que son leídas como retacería autobiográfica. Ese peligro crece, por supuesto, cuando uno narra en primera persona y ubica lo relatado en el tiempo presente; en ese caso, la mayoría de los lectores hace en automático la asociación: el texto cuenta, tal cual, lo vivido por el autor, sin duda, casi como si fuera una crónica de sus andanzas, un plagio de sus vivencias, casi como si todo escritor tuviera manía exhibicionista o impudicia confesional.
Con variaciones de grado, claro, supongo que los creadores de ficciones no vigilamos qué tanto es real y qué tanto es falso en una narración de cosecha propia. Simplemente, nos dejamos ir, nos vencemos ante la imaginación y la reminiscencia de lo sí vivido. Sólo al final sabemos si tal o cual pasaje de un cuento o una novela corresponden a algo que nos pasó o a algo que sólo imaginamos y que quizá, hay que decirlo de paso, es evocación nacida en el útero del subconciente. Además, el grado de fantasía y realidad varía de relato a relato. Vuelvo a mi caso: tengo cuentos en los que, por así decirlo, para que se entienda mejor, un 10% de lo relatado es fantasía y el resto es casi crónica de hechos reales; también, he escrito historias con el porcentaje contrario: 90% es fabulación y lo sobrante, realidad. El problema para distinguir esto se agrava cuando el escritor trabaja en el amplísimo cuadrante del realismo; si alguien narra que voló en una alfombra mágica, es muy difícil que otro le pregunte si fue cierto; pero si alguien cuenta que voló en AirFrance y en el avión saludó a un político mexicano famoso por su corrupta trayectoria, no faltarán curiosos que pregunten si eso realmente ocurrió.
Como ya dije, creo que los inventores de ficciones generalmente no nos cuidamos de medir las dosis de mentira y verdad que puede contener un relato. Reitero, sin embargo, que al menos en mi caso es así. Al narrar voy siguiendo un guión mental, y a veces escrito, de la historia, y en el camino invento rasgos de los personajes y peripecias que sirvan como palanca motriz de la historia. En ese trance me da lo mismo si viví o no lo contado, pues al final lo que se necesita es que sea verosímil, no que me haya pasado o sea producto de mi capacidad para mentir. Esta elástica posibilidad de narrar con ingredientes creados en puridad o recordados por vividos, es una de las pocas formas de poder que tiene un narrador. Gracias a eso, su imaginación se tiende sobre la cuartilla y su memoria de lo real da cuenta de lo bueno o lo malo que le haya acontecido. Sólo yo sé, por ello, cuántos agradecimientos para muchas personas se han imbricado con mis ficciones y cuántos gratos desquites he trabajado para poner en su sitio (al menos ante el solitario tribunal de mi conciencia) a los malnacidos que he tenido la desgracia de tratar.
Lo que menos le importa a un narrador es ser tenido como documentalista, salvo, por supuesto, en la llamada novela de “no ficción” escrita a la manera de Operación Masacre, de Rodolfo Walsh; A sangre fría, de Truman Capote o Los periodistas y Asesinato, de Vicente Leñero. Con ser verosímil, creíble, persuasivo, el narrador se da por satisfecho, pues a la hora del juicio final, el del lector, lo fundamental es haber creado un microcosmos bello y autónomo, tenga o no, en su mecanismo, engranes tomados de la realidad o de la infinita bodega de la imaginación que es, acaso, la forma democrática de la omnipotencia, nuestra pequeña cancha para jugar a ser dioses.