viernes, julio 17, 2009

Lloviendo lumbre



Cuando calienta el sol aquí en la estepa siento mi cuerpo sudar dentro de mí. En efecto, con los calores que nos estamos cargando en estos días uno siente que el calor es algo casi metafísico, íntimo, tan profundo que no se quita ni a mentadas. Un sondeo informal entre los amigos y los compañeros de trabajo me deja ver que, contra lo que había comenzado a sospechar acaso alucinado ya por los calores, no estoy loco: la torridez de este julio le ha partido toda su abuela a los aparatos de aire lavado y a los rehiletes de techo. Algo ha pasado que, sin piedad ninguna, con una fiereza de Perro Aguayo y Cavernario Galindo juntos, el calor nos está golpeando y no ofrece minuto de reposo.
Tan grave es que a mi hora de escribir esta columna, las cinco de la tarde más o menos, no hallo en dónde diablos ponerme para que la cabeza piense. Si en condiciones normales gimo y lloro para que salga alguna idea más o menos bien peinada, en el infierno de este julio lo único que deseo es aventar el arpa y soñar con una cascada de comercial. Es tan incómodo este clima que miren, me está obligando a escribirle unas palabras para que sepa lo mucho que nos joroba la existencia. Un amigo muy cercano, a propósito, maldice con abundantes insultos y de manera contumaz al primer hombre que tuvo la nefasta idea de colocar aquí el primer techo para comenzar la civilización del Nazas. Creo que exagera, que hay lugares peores, pero es cierto que vivir aquí está gacho y que mucho influye el clima en la determinación de la poco exquisita personalidad lagunera. Luego de sobrevivir aquí, es cierto, los laguneros quedamos preparados para aventarnos un reality en condiciones extremas, un Fear factor cualquiera.
Creo que los científicos nos pueden informar qué tanto ha cambiado (hemos cambiado) el clima local. Ignoro si, por ejemplo, el calor que siento hoy más agresivo sólo se basa en mi actual percepción de ruco o si en verdad ha empeorado, y cuánto. De niño (¿uno percibe distinto cuando es niño?) sentía calor en buena parte del año, pero no era lo que ocurre ahora. Hacía calor, mucho calor, pero bajo una sombra, dentro de casa y con un ventilador de aspas era suficiente para mitigarlo. Ahora puedo comprobar que de madrugada, digamos a las tres de la noche, el aire lavado y el rehilete juntos no ahuyentan el calor, de suerte que si no lo logran a esas horas mucho menos pueden hacerlo durante el día, principalmente en las tardes, cuando La Laguna es un comal que permitiría tatemar elotes y guisar huevos en el pavimento.
Lo que digo sobre el calor lo afirmo desde mi posición de trabajador oficinesco y sedentario. Si allí, en esos espacios seguros y confortables no hallo para dónde hacerme, no quiero pensar en los jales que demandan trabajar al tú por tú contra el sol, chambear cuando el calor pega como ácido en la piel. Pienso que, aunque parezca no venir al caso, es meritorio, heroico casi, desempeñarse en ocupaciones en las que el calor y el sol son inevitables. Nadie, creo, repara en el esfuerzo doble y hasta triple de taxistas, albañiles, constructores de carreteras, vendedores ambulantes, repartidores, jardineros y demás hombres de acero que para llevar el sustento a sus hogares se parten el lomo por bajos salarios y un trabajo cuya rudeza consiste en resistir los 45 grados o más que vomita el sol con todo encono.
Luego de comentar lo comentado ya estoy escuchando las brillantes soluciones de algunos claridosos. “Ya inventaron los ‘climas’”. Sí, ya los inventaron, pero no sé si todos estamos pensando en lo mismo y qué pasaría si multiplicamos exponencialmente el número de esos aparatos. ¿Nos iría peor con el gasto de energía? ¿Modificaríamos más aceleradamente el ya de por sí deteriorado ambiente que hemos ayudado a devastar? ¿Qué solución queda ante el eventual arribo de los temibles 50 grados? Miren nomás en lo que estoy pensando por culpa del cabrón calor.