domingo, julio 12, 2009

Mi ahuizote en Nomádica



Por estos días deambula en los puestos de periódicos el número más reciente de Nomádica, el 42, cuya llamada principal avisa sobre “El fuego de la vida”, texto sobre la producción rural de carbón en Viesca. Por mi lado colaboré con un artículo que espero tenga algún interés para el lector. Lo titulé “El jijo del ahuizote” y obviamente trata sobre una de las alimañas emblemáticas de la cultura mesoamericana. Viene:
De todos los animales descritos por fray Bernardino de Sahagún (León, España, circa 1499-México, 1590) en su Historia general de las cosas de Nueva España el que siempre me ha causado más horror es el jijo del ahizote. Ya desde el puro nombre impone miedo, pues no es lo mismo llamarse toro o león o tigre que ahuizote, palabra que suena a cosa fea, a golpe dado con un látigo, a azote. Fue esa palabra, como sabemos, la que hizo legendario al periódico opositor más virulento del Porfiriato, publicación que en años recientes tuvo una descendencia que siguió los fustigadores pasos de El Ahuizote primigenio.
Ignoro si hay otras descripciones de aquel animalejo, pero estoy seguro que, si las hay, son escasas. Ese fue y seguirá siendo el valor de la obra sahaguniana: dejar a la posteridad una pintura pormenorizada de todo cuanto había en el altiplano de México durante la primera época de la conquista. Sin Sahagún, pues, sabríamos mucho menos de la compleja realidad azteca, una complejidad que fue escrupulosamente observada por aquel franciscano al que anacrónicamente se le atribuyen dotes de antropólogo, etnólogo, historiador y lingüista.
La Historia general… es, pues, una obra monstruo, tanto que allí cupo todo lo que un hombre (Sahagún) y sus informantes juzgaron importante para comprender en el futuro lo que estaba siendo demolido por la cultura occidental. De no ser por esa recolección, innumerables datos, nombres, hábitos y palabras se habrían perdido para siempre tras el apagamiento de la cultura aborigen.
Sobre el abominable engendro de la naturaleza el padre Sahagún anota que el ahuizote era eso, un engendro de la naturaleza. El Libro XI, Capítulo IV, refiere en su inciso 2, titulado “De un animalejo llamado ahuítzotl, notablemente monstruoso en su cuerpo y en sus obras, que habita en los manantiales o venas de las fuentes”, que “Hay un animal que vive en el agua, nunca oído, el cual se llama ahuítzotl; es tamaño como un perrillo, tiene el pelo muy lezne y pequeño, tiene las orejitas pequeñas y puntiagudas, tiene el cuerpo negro y muy liso, tiene la cola larga y en el cabo de la cola una como mano de persona; tiene pies y manos, y los pies y manos como de mona; habita este animal en los profundos manantiales de las aguas, y si alguna persona llega a la orilla del agua donde él habita, luego le arrebata con la mano de la cola…”. Atrapada la víctima, dice Sahagún que el agua se enturbia y hay gran y espumoso escándalo hasta que todo se calma. Luego de algunos días, el muertito sale a la superficie sin ojos, sin uñas y sin dientes, aunque el cuerpo no muestra llagas o cortaduras, sino sólo “cardenales”, o sea, moretones.
Había, según Sahagún, un ritual luego de que las aguas escupían el muerto. Sólo podían tocarlo los sacerdotes, no la gente común. Luego veneraban el cuerpo con ceremonia musical y florida, pues se pensaba que el alma del victimado se iba sin aduanas al paraíso.
Comenta el franciscano que el ahuizote se las ingeniaba de otra forma para hacer sus travesuras: “para cazar alguno hacía juntar muchos peces y ranas por allí”, de tal manera que los codiciosos quisieran atraparlos sin saber que ellos iba a ser los cautivos. Pero eso no es nada. Cuando el ahuizote de plano pasaba una larga temporada sin merienda, su hambre lo hacía apelar al ingenioso Plan C, que consistía en lo siguiente: “salíase a la orilla del agua y comenzaba a llorar como niño, y el que oía aquel lloro iba pensando que era algún niño”, de tal manera que, al tratar de salvarlo, caía retenido por el competente bicho, tan competente que era hasta capaz de ventriloquía.
Tal vez Sahagún ayudó a fijar el mito del ahuizote como bestia espeluznante. Ahora sabemos por qué un periódico con ese nombre necesariamente debía manejar como política editorial tres rasgos indefectibles: la inteligencia, la elusividad y la fiereza. La fealdad no; ésta ya es asunto de pasquines.