miércoles, julio 22, 2009

Sin noticias y con Sabina



Tenía toda la vida de mis hijas sin darles el enorme lujo del mar. Acá estoy con ellas, con mis pequeñas, hecho un vallartense océano de cariño para las tres. Lo malo es que estas han sido también, de paso, unas obligadas vacacioncitas informativas. Tengo desde el pasado fin de semana sin internet, sin periódicos, sin radio. Lo único que para mí hay es televisor, pero debo resignarme a ver Hannah Montana o Bob Esponja. Ni modo. Todo sea por ellas, para que en el futuro acunen este otro buen recuerdo de su padre, un padre que no será muy bueno, pero que las ama. Ni la compu me traje por eso, para no batallar con la tentación de usarla, para estar todo el tiempo con mis hijas.
Cuando queda un hueco, eso sí, leo a rápidos saltos lo que hallé más a la mano. Tenía Ciento volando de catorce, los sonetos de Sabina. Como de casi todos mis cantantes favoritos de la juventud, de él también me he distanciado. A veces, de casualidad, sin detenerme mucho ya, lo oigo y creo que sí, que me sigue gustando. Valoro su ingenio, su quevediano cinismo. Creo que ése su fuerte. A diferencia de otros compositores que se creen méndigos (Arjona es el mejor ejemplo), a Sabina uno sí termina por creerle todo el desenfado, el humor, la mirada irónica, el chispazo desacralizador, la malditez en todo verso.
Al ir leyendo sin ruta, al azar, sus sonetos, veo que los recursos de las letras son aquí explotados en la misma tesitura mordaz. Pese a la falta de la música, el encanto no lo pierde. Al contrario: dada la rigidez del soneto, Sabina avanza por el desafío sin parecer forzado no con el metro ni con la rima. Su más caro recurso retórico, la acumulación, arma piezas enteras en las que el verso catorce queda guardado para suministrarnos la sorpresa que sugiere el título. Por ejemplo, en el soneto “Que no llevan a Roma”: “La Habana, Londres, Fez, Venecia, Lorca, / Nápoles, Buenos Aires, Sinaloa, / Guanajuato, Madrid, Gijón, Menorca, / Ronda, Donosti, Marrakesh, Lisboa, // Cádiz, Granada, Córdoba, Sevilla, / Úbeda, Vigo, Tánger, Zaragoza, / Cartagena, Vetusta, Melipilla, / Montevideo, Cáceres, Mendoza, // Macondo, Esparta, Nínive, Comala, / Praga, Valparaíso, Guatemala, / Samarcanda, Bagdad, Lima, Sodoma, // Liverpool, Tenerife, Petersburgo, // Nueva Orleáns, Atenas, Edimburgo, / cien caminos que no llevan a Roma”; pese a su monotonía, me parece grato desafiar así al retintín del soneto, hacerle un juego de esa forma, con un puñado de ciudades con una frase hecha.
Algo similar le pasa al que sigue (“Ni con cola”), al que hasta le siento una resonancia a poema del maestro Gelman: “Anochece, deliro, me arrepiento, / desentono, respiro, te apuñalo, / compro tabaco, afirmo, dudo, miento, / exagero, te invento, me acicalo. // Acelero, derrapo, me equivoco, / nado al crowl, hago planes con tu ombligo, / me canso de crecer, me como el coco, / cara o cruz, siete y media, sumo y sigo. // Juego huija, me aprieto las clavijas, / me enfado con el padre de mis hijas, / abuso del derecho al pataleo. // Resbalo, viceverso, carambola, / este verso no pega ni con cola, / me disperso, te olvido, te deseo”. La acumulación aquí, a diferencia del otro, es un buen caso de enumeración caótica, un recurso literario que da idea de un numeroso e infinito desajuste.
“Alrededor no hay nada”, un poema hedonista: “El moño, las pestañas, las pupilas, / el peroné, la tibia, las narices, / la frente, los tobillos, las axilas, / el menisco, la aorta, las varices. // La garganta, los párpados, las cejas, / las plantas de los pies, la comisura, / los cabellos, el coxis, las orejas, / los nervios, la matriz, la dentadura. // Las encías, las nalgas, los tendones, / la rabadilla, el vientre, las costillas, / los húmeros, el pubis, los talones. // La clavícula, el cráneo, la papada, / el clítoris, el alma, las cosquillas, / esa es mi patria, alrededor no hay nada”. Igual, hermoso. Tanto como la líquida llanura frente a la que ahora leo.