La asonada en Honduras parece una mera anécdota en la historia de América Latina, pero no es para tomarse a la ligera o verla de reojo, como si aquella no fuera más que una zarzuela centroamericana de la cual nos podemos desentender así nomás. La historia de nuestro continente cultural fue plagada durante dos siglos casi enteros, el XIX y XX, por la mala suerte de sufrir, sistemáticamente, golpes castrenses que de la noche a la mañana, sin metáfora en este caso, se hacían del poder a punta de bayoneta y sangre. Esa tentación, por lo visto, no ha dejado de estar allí.
Un chiste ilustra la catadura de los militares llegados a la cima de la política por medio de las armas. Por eso aguas. Aquellos milicos, como los cocodrilos, no se andan con mamadas, así que más vale leer esta historia como parábola bíblica. Va pues. Se cuenta que un grupo de generales se reúne en la clandestinidad para acordar un albazo contra el generalote que durante décadas ha controlado las autocráticas riendas de cierto país. Los militares debaten, cuestionan, se animan, se desaniman, se engallan. Luego de varias horas, entre el humo de los cigarrillos y el amargor del café quemado, todos por fin coinciden en sacar a la tropa muy temprano, a las cinco de la mañana (de allí la palabra albazo), para asumir el control de la nación y destituir (si se puede hasta matar) al sátrapa. La reunión se deshace, todos salen con cuidado hacia sus puestos, y uno de ellos, el general Martínez, quien por cierto será el personaje al que seguiremos, va a su casa. Desde el principio, aunque actuó bien para que no se notara su vacilación, pensó que eliminar al comandante supremo iba a estar del maldito carajo, y que, si la operación fallaba, todos los militares insubordinados desfilarían, sin juicio ni nada, frente a gatilleros que gustosos harían fuego en algún descampado de la selva. La duda lo engullía. Eran las once de la noche, la víspera del golpe. Martínez tenía sueño, pero no podía dormir. A las doce con treinta comenzó a resquebrajarse su seguridad; pensó en vestirse de inmediato para ir al palacio del supremo general y delatar a los golpistas. La duda lo detuvo. ¿Y si lograban su propósito? Al final de cuentas, todos habían jurado lealtad al proyecto, por el bien de la patria. Pasó otras dos horas despierto, inquieto, fumando en un patio interior, concentrado en el futuro inmediato. Eran las dos y treinta de la madrugada cuando, decidido, fue a tomar la llave de su coche: iría a palacio para denunciar a los traidores y salvar así su pellejo. Ya en el coche, antes de encenderlo, recordó los rostros de sus colegas: en todos vio el gesto del arrojo, de la certeza, del odio al criminal que se había enquistado en el poder. Martínez permaneció así, quieto, nervioso, sudando, sin encender el coche. Sacó un cigarrillo y comenzó a fumar en la oscuridad de su garage. En ese preciso momento se estaba jugando su futuro, un águila o sol del que dependía su vida y las de todos sus familiares. Seis, siete, tal vez ocho cigarrillos más pasaron volando dentro del coche. Vio su reloj. Faltaban quince minutos para las cinco, y calculó que podía estar en las puertas de palacio en poco menos de diez minutos. Encendió el coche, y aceleró. Frenó frente al enorme enrejado de la entrada central. Unos guardias se aproximaron y, al identificarlo, le permitieron el paso sin mayores trámites. Faltaban cinco minutos para las cinco. Un ama de llaves le permitió llegar sin problemas a la recámara del supremo general, quien aguardaba plácido, fumando y con bata de dormir. De inmediato, Martínez le comunicó la nueva:
—Señor comandante, he asistido como supuesto aliado a reuniones tramadas para derrocarlo hoy a las cinco de la mañana. Yo soy leal a su persona y a la patria, así que vengo a que tome providencias.
—Caray, Martínez. Nada más faltaba usted para venir a denunciar ese asqueroso plan. Ya me estaba decepcionando.
Un chiste ilustra la catadura de los militares llegados a la cima de la política por medio de las armas. Por eso aguas. Aquellos milicos, como los cocodrilos, no se andan con mamadas, así que más vale leer esta historia como parábola bíblica. Va pues. Se cuenta que un grupo de generales se reúne en la clandestinidad para acordar un albazo contra el generalote que durante décadas ha controlado las autocráticas riendas de cierto país. Los militares debaten, cuestionan, se animan, se desaniman, se engallan. Luego de varias horas, entre el humo de los cigarrillos y el amargor del café quemado, todos por fin coinciden en sacar a la tropa muy temprano, a las cinco de la mañana (de allí la palabra albazo), para asumir el control de la nación y destituir (si se puede hasta matar) al sátrapa. La reunión se deshace, todos salen con cuidado hacia sus puestos, y uno de ellos, el general Martínez, quien por cierto será el personaje al que seguiremos, va a su casa. Desde el principio, aunque actuó bien para que no se notara su vacilación, pensó que eliminar al comandante supremo iba a estar del maldito carajo, y que, si la operación fallaba, todos los militares insubordinados desfilarían, sin juicio ni nada, frente a gatilleros que gustosos harían fuego en algún descampado de la selva. La duda lo engullía. Eran las once de la noche, la víspera del golpe. Martínez tenía sueño, pero no podía dormir. A las doce con treinta comenzó a resquebrajarse su seguridad; pensó en vestirse de inmediato para ir al palacio del supremo general y delatar a los golpistas. La duda lo detuvo. ¿Y si lograban su propósito? Al final de cuentas, todos habían jurado lealtad al proyecto, por el bien de la patria. Pasó otras dos horas despierto, inquieto, fumando en un patio interior, concentrado en el futuro inmediato. Eran las dos y treinta de la madrugada cuando, decidido, fue a tomar la llave de su coche: iría a palacio para denunciar a los traidores y salvar así su pellejo. Ya en el coche, antes de encenderlo, recordó los rostros de sus colegas: en todos vio el gesto del arrojo, de la certeza, del odio al criminal que se había enquistado en el poder. Martínez permaneció así, quieto, nervioso, sudando, sin encender el coche. Sacó un cigarrillo y comenzó a fumar en la oscuridad de su garage. En ese preciso momento se estaba jugando su futuro, un águila o sol del que dependía su vida y las de todos sus familiares. Seis, siete, tal vez ocho cigarrillos más pasaron volando dentro del coche. Vio su reloj. Faltaban quince minutos para las cinco, y calculó que podía estar en las puertas de palacio en poco menos de diez minutos. Encendió el coche, y aceleró. Frenó frente al enorme enrejado de la entrada central. Unos guardias se aproximaron y, al identificarlo, le permitieron el paso sin mayores trámites. Faltaban cinco minutos para las cinco. Un ama de llaves le permitió llegar sin problemas a la recámara del supremo general, quien aguardaba plácido, fumando y con bata de dormir. De inmediato, Martínez le comunicó la nueva:
—Señor comandante, he asistido como supuesto aliado a reuniones tramadas para derrocarlo hoy a las cinco de la mañana. Yo soy leal a su persona y a la patria, así que vengo a que tome providencias.
—Caray, Martínez. Nada más faltaba usted para venir a denunciar ese asqueroso plan. Ya me estaba decepcionando.