Esto leí ayer en Durango capital: Tengo pocos, pero todos los que he recibido son ya parte importante de mi modesta carrera literaria. Me refiero, por supuesto, a los premios. Ellos son, sin duda, espaldarazos que además de socorrer en lo económico ayudan a tomar confianza en lo que uno hace, a creer en la obra propia, esa obra que nace siempre entre la soledad y el escepticismo, entre las pequeñas y grandes complicaciones de la vida y la permanente angustia por no escribir lo que uno quiere, sino lo que uno puede, que por lo general es poco y de muy cuestionable calidad.
Los premios, es cierto, no garantizan nada, pero en el plano estrictamente literario son al menos garantía de que a uno lo han leído muy buenos lectores. Con esto quiero decir que lo más valioso de los premios es haber pasado frente a los ojos de colegas con obra demostradamente sólida. En mi caso, he recibido alguna vez el voto favorable de José Agustín, de Evodio Escalante, de Guillermo Samperio, de Daniel Sada, de Elmer Mendoza y otros escritores más igualmente reconocidos, como los que dictaminaron el premio que esta noche nos convoca: Eugenio Aguirre, Óscar de la Borbolla y Hernán Lara Zavala. A todos ellos los he leído con admiración, y cuando me enteré de que juzgaron positivamente mi Parábola del moribundo no puedo dejar, por dentro, de enorgullecerme y, por fuera, de morder el rebozo, dado mi irremediable provincianismo lopezvelardeano.
De todos los reconocimientos y de todos los jurados no es éste, ciertamente, el más importante. Esto que parece una afirmación políticamente incorrecta no lo es tanto, ya verán por qué. Hace un cuarto de siglo yo sumaba veinte años, iba a la mitad de mi carrera y no tenía en las manos más que dedos. Ya escribía un poco, ya quería dedicarme a la literatura, pero nada me permitía asegurar que podía hacerlo. Estaba en Torreón, no había escuelas de letras, no teníamos un movimiento literario alentador ni contaba con la más elemental biblioteca para bucear por la libre. Eso no fue obstáculo, sin embargo, para borronear con timidez algunos mecanuscritos en mi Letera Olivetti color cremita. Por esas fechas sancoché mis primeros cuentos, unos relatos de cuyos contenidos no quiero acordarme pues sistemáticamente me dejaban la impresión de que no servían ni para envolver tomates.
A ciegas, con el puro lazarillo de la intuición y con algunas lecturas hechas con la brújula del azar, en 1984 vi una convocatoria y me atreví a mandar un relato. Era el primer concurso de cuento Magdalena Mondragón convocado por la Universidad Autónoma de Coahuila Unidad Torreón. Se trataba de un certamen regional, y otorgaba módicos premios al primero, segundo y tercer lugares. Cuando los resultados aparecieron en el periódico, vi que mi cuento no ganó nada, pero en un parrafito final decía que el jurado decidió otorgar dos menciones honoríficas, una de ellas para mí. Aquella bicoca fue, sin embargo, el mejor regalo que he recibido en mi vida, y me estimuló tanto que lo considero desde entonces mi mejor permio literario.
Fue tan grande mi alegría que tuve la ocurrencia de asistir a la premiación, y allí me dieron un diploma. No había nada más, pero me alegré al escuchar que me nombraron y pasé a tomar el reconocimiento, que recibí de manos del único jurado: Rafael Ramírez Heredia. 25 años después, tengo la fortuna de ganar la primera convocatoria del concurso que con toda justicia homenajea al Rayo Macoy gracias a la iniciativa de la Fundación Guadalupe y Pereyra, la revista La Otra, el Instituto Politécnico Nacional y el Instituto de Cultura del Estado de Durango, instancias a las que agradezco sinceramente. Este premio cierra para mí una especie de ciclo; es, por ello, como un paréntesis que en sus extremos lleva el entrañable nombre del narrador tamaulipeco. Ignoro qué sigue para mí, pero estos primeros 25 años han sido, creo, rounds de estudio, la dura etapa del inagotable y titubeante aprendizaje.
En cierta forma, ese es el tema de la novela, la vida un tanto picaresca de un escritor perdido en la estepa lagunera, es decir, un creador ajeno al ambiente cultural que abre oportunidades a granel y permite al menos asegurar los bienes de consumo básico. En Parábola del moribundo, el personaje narrador se las ve literalmente negras para sobrevivir; es poeta y no quiere dejar de serlo, así que se inventa una forma lateral para arrimar recursos: escribir, editar, corregir a destajo en un ambiente, como ya dije, en el que esos oficios son menos importantes que la poesía en una junta de la Coparmex.
No digo más; sólo concluyo con mi más enfático agradecimiento a Juan Ángel Chávez Ramírez, presidente de la Fundación Guadalupe y Pereyra; a José Ángel Leyva y a María Luisa Martínez Passarge, responsables de la revista La Otra; a Enrique Villa Rivera, director general del IPN y a nuestro anfitrión, Juan Antonio de la Riva, director del Instituto de Cultura del Estado de Durango. A todos, muchísimas gracias por colocar este importante pedestal en memoria del maestro Rafael Ramírez Heredia.
Los premios, es cierto, no garantizan nada, pero en el plano estrictamente literario son al menos garantía de que a uno lo han leído muy buenos lectores. Con esto quiero decir que lo más valioso de los premios es haber pasado frente a los ojos de colegas con obra demostradamente sólida. En mi caso, he recibido alguna vez el voto favorable de José Agustín, de Evodio Escalante, de Guillermo Samperio, de Daniel Sada, de Elmer Mendoza y otros escritores más igualmente reconocidos, como los que dictaminaron el premio que esta noche nos convoca: Eugenio Aguirre, Óscar de la Borbolla y Hernán Lara Zavala. A todos ellos los he leído con admiración, y cuando me enteré de que juzgaron positivamente mi Parábola del moribundo no puedo dejar, por dentro, de enorgullecerme y, por fuera, de morder el rebozo, dado mi irremediable provincianismo lopezvelardeano.
De todos los reconocimientos y de todos los jurados no es éste, ciertamente, el más importante. Esto que parece una afirmación políticamente incorrecta no lo es tanto, ya verán por qué. Hace un cuarto de siglo yo sumaba veinte años, iba a la mitad de mi carrera y no tenía en las manos más que dedos. Ya escribía un poco, ya quería dedicarme a la literatura, pero nada me permitía asegurar que podía hacerlo. Estaba en Torreón, no había escuelas de letras, no teníamos un movimiento literario alentador ni contaba con la más elemental biblioteca para bucear por la libre. Eso no fue obstáculo, sin embargo, para borronear con timidez algunos mecanuscritos en mi Letera Olivetti color cremita. Por esas fechas sancoché mis primeros cuentos, unos relatos de cuyos contenidos no quiero acordarme pues sistemáticamente me dejaban la impresión de que no servían ni para envolver tomates.
A ciegas, con el puro lazarillo de la intuición y con algunas lecturas hechas con la brújula del azar, en 1984 vi una convocatoria y me atreví a mandar un relato. Era el primer concurso de cuento Magdalena Mondragón convocado por la Universidad Autónoma de Coahuila Unidad Torreón. Se trataba de un certamen regional, y otorgaba módicos premios al primero, segundo y tercer lugares. Cuando los resultados aparecieron en el periódico, vi que mi cuento no ganó nada, pero en un parrafito final decía que el jurado decidió otorgar dos menciones honoríficas, una de ellas para mí. Aquella bicoca fue, sin embargo, el mejor regalo que he recibido en mi vida, y me estimuló tanto que lo considero desde entonces mi mejor permio literario.
Fue tan grande mi alegría que tuve la ocurrencia de asistir a la premiación, y allí me dieron un diploma. No había nada más, pero me alegré al escuchar que me nombraron y pasé a tomar el reconocimiento, que recibí de manos del único jurado: Rafael Ramírez Heredia. 25 años después, tengo la fortuna de ganar la primera convocatoria del concurso que con toda justicia homenajea al Rayo Macoy gracias a la iniciativa de la Fundación Guadalupe y Pereyra, la revista La Otra, el Instituto Politécnico Nacional y el Instituto de Cultura del Estado de Durango, instancias a las que agradezco sinceramente. Este premio cierra para mí una especie de ciclo; es, por ello, como un paréntesis que en sus extremos lleva el entrañable nombre del narrador tamaulipeco. Ignoro qué sigue para mí, pero estos primeros 25 años han sido, creo, rounds de estudio, la dura etapa del inagotable y titubeante aprendizaje.
En cierta forma, ese es el tema de la novela, la vida un tanto picaresca de un escritor perdido en la estepa lagunera, es decir, un creador ajeno al ambiente cultural que abre oportunidades a granel y permite al menos asegurar los bienes de consumo básico. En Parábola del moribundo, el personaje narrador se las ve literalmente negras para sobrevivir; es poeta y no quiere dejar de serlo, así que se inventa una forma lateral para arrimar recursos: escribir, editar, corregir a destajo en un ambiente, como ya dije, en el que esos oficios son menos importantes que la poesía en una junta de la Coparmex.
No digo más; sólo concluyo con mi más enfático agradecimiento a Juan Ángel Chávez Ramírez, presidente de la Fundación Guadalupe y Pereyra; a José Ángel Leyva y a María Luisa Martínez Passarge, responsables de la revista La Otra; a Enrique Villa Rivera, director general del IPN y a nuestro anfitrión, Juan Antonio de la Riva, director del Instituto de Cultura del Estado de Durango. A todos, muchísimas gracias por colocar este importante pedestal en memoria del maestro Rafael Ramírez Heredia.
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Durango, Durango, 17, junio y 2009
Durango, Durango, 17, junio y 2009