Pienso en voz alta. El proselitismo no me interesa, y menos en este país atestado de escépticos e indiferentes. Sólo pienso en voz alta (o en letra impresa), más para ponerme en claro el escenario que para llevar agua a molinos ajenos a mi competencia. Por todas partes se ha desparramado, espontánea o artificialmente, no sé, la idea de anular el voto. Es una etapa más desarrollada, digamos, del abstencionismo que ha sido por tradición el medio de protesta electoral ante el pobre empaque de los candidatos. Soy de los que, con reservas si se quiere, no estoy de acuerdo ni con la abstención ni con la anulación del voto, pues creo que en ambos casos el único que gana es el mismo que ha hundido a México. Esto no significa, por supuesto, que votar por una opción diferente garantice que saldremos, ahora sí, del barranco, pero al menos abre la posibilidad, remota si se quiere, de un gobierno más honrado y con una visión más nacionalista. Estas son las cuatro direcciones que puede tomar el voto. Sólo una, creo, nos garantiza la apertura de una microscópica expectativa hacia el optimismo. Las otras tres sólo son sinónimo de continuismo, es decir, de paso consistente hacia el desastre.
1) El voto duro. Hay, legítimamente, electores que con o sin propaganda, que con o sin escándalos, que con o sin acusaciones y demás ya tienen, y siempre han tenido, decidido su voto por alguna opción política. Cada partido tiene su cuota de votantes duros, ciudadanos a los que no les importa la coyuntura ni el nombre de los candidatos, pues votan casi mecánicamente, movidos por una convicción granítica. Ante ellos, no hay argumento opositor que valga, pues votarán como votan siempre, por su partido y por sus gallos. En orden descendente, la mayor cantidad de votos duros la tienen el PRI, el PAN y el PRD.
2) El abstencionista. Por ignorancia, por decepción, por miedo, por flojera o por todo eso junto, muchos ciudadanos no asisten a las urnas. A ellos no los mueve ni los conmueve nada. Ven pasar las elecciones como quien ve pasar el viento: sin inmutarse. Vale apuntar que una parte significativa de esta enorme masa no vota a conciencia, es decir, declina participar porque ninguna de las opciones es de su gusto. Desde hace años, el abstencionista es mayoría, tanto que si hubiera un Partido Abstencionista, estaría en Los Pinos. Su no voto es, se sabe, un voto a favor de quienes lo han desalentado, de ahí que al sistema no le venga tan mal el auge de los que se quedan en casa.
3) Los anulantes. Es una especie nueva. Convencidos de que todo está mal, de que todos los políticos “son iguales”, de que no tiene caso apoyar a nadie, pero también concientes de que deben mostrar un modo de protesta, han decidido anular la boleta, cruzarla toda. Es, claro, una legítima manifestación de inconformidad, pero en términos reales resulta inoperante por desarticulada, invisible y efímera. Las mafias del sistema se frotan las manos y se relamen los bigotes por el eventual éxito de esta iniciativa.
4) El voto “volado”. Lo llamo así porque es como un volado, un águila o sello. En el panorama político mexicano no hay muchos signos alentadores: todos los actores parecen desgastados, manchados, desahuciados. Elegir es, casi casi, jugar a la ruleta rusa con seis balas en el tambor, y no por nada han cobrado tanta fuerza la abstención y la anulación. Creo, sin embargo, que la ruleta rusa puede contener una bala de salva. Yo sé cuál puede ser (nótese que el “puede” enfatiza lo hipotético del argumento), pero sólo lo pienso y no lo digo. Es la opción que, por sus errores y por la hostilidad que históricamente ha padecido, no ha podido nunca colocarse en un plano de decisión realmente importante, salvo en un caso. Esa opción no garantiza nada, pero creo que merece al menos un voto de confianza por no haber sucumbido ante los hachazos del poder. Nomás por eso conjeturo que no ha de ser la peor opción, y votaré por ella.
1) El voto duro. Hay, legítimamente, electores que con o sin propaganda, que con o sin escándalos, que con o sin acusaciones y demás ya tienen, y siempre han tenido, decidido su voto por alguna opción política. Cada partido tiene su cuota de votantes duros, ciudadanos a los que no les importa la coyuntura ni el nombre de los candidatos, pues votan casi mecánicamente, movidos por una convicción granítica. Ante ellos, no hay argumento opositor que valga, pues votarán como votan siempre, por su partido y por sus gallos. En orden descendente, la mayor cantidad de votos duros la tienen el PRI, el PAN y el PRD.
2) El abstencionista. Por ignorancia, por decepción, por miedo, por flojera o por todo eso junto, muchos ciudadanos no asisten a las urnas. A ellos no los mueve ni los conmueve nada. Ven pasar las elecciones como quien ve pasar el viento: sin inmutarse. Vale apuntar que una parte significativa de esta enorme masa no vota a conciencia, es decir, declina participar porque ninguna de las opciones es de su gusto. Desde hace años, el abstencionista es mayoría, tanto que si hubiera un Partido Abstencionista, estaría en Los Pinos. Su no voto es, se sabe, un voto a favor de quienes lo han desalentado, de ahí que al sistema no le venga tan mal el auge de los que se quedan en casa.
3) Los anulantes. Es una especie nueva. Convencidos de que todo está mal, de que todos los políticos “son iguales”, de que no tiene caso apoyar a nadie, pero también concientes de que deben mostrar un modo de protesta, han decidido anular la boleta, cruzarla toda. Es, claro, una legítima manifestación de inconformidad, pero en términos reales resulta inoperante por desarticulada, invisible y efímera. Las mafias del sistema se frotan las manos y se relamen los bigotes por el eventual éxito de esta iniciativa.
4) El voto “volado”. Lo llamo así porque es como un volado, un águila o sello. En el panorama político mexicano no hay muchos signos alentadores: todos los actores parecen desgastados, manchados, desahuciados. Elegir es, casi casi, jugar a la ruleta rusa con seis balas en el tambor, y no por nada han cobrado tanta fuerza la abstención y la anulación. Creo, sin embargo, que la ruleta rusa puede contener una bala de salva. Yo sé cuál puede ser (nótese que el “puede” enfatiza lo hipotético del argumento), pero sólo lo pienso y no lo digo. Es la opción que, por sus errores y por la hostilidad que históricamente ha padecido, no ha podido nunca colocarse en un plano de decisión realmente importante, salvo en un caso. Esa opción no garantiza nada, pero creo que merece al menos un voto de confianza por no haber sucumbido ante los hachazos del poder. Nomás por eso conjeturo que no ha de ser la peor opción, y votaré por ella.