viernes, junio 05, 2009

Peluche justiciero



Cualquiera sabe que Alejo Carpentier, monstruo de la narrativa cubana, adhirió al movimiento surrealista durante su primera estada, joven él, en París. Hacia 1933, en pleno auge de la estética defendida por Bretón, Miró y demás secuaces, el narrador y musicólogo habanero publicó su primer libro, ¡Écue-Yamba-O!, texto de tema afrocubano y sobrepoblado por guiños surrealistas. Pasado el tiempo, Carpentier renunció voluntariamente al onirismo a la Bretón pues halló en la realidad latinoamericana, redescubierta tras su regreso de Europa, el caldo cultural que le serviría para fraguar su noción de lo real-maravilloso, noción que es, se supone, una etapa superior del surrealismo o, al menos, su versión criolla, no voluntaria, tan real como asombrosa.
He escrito ya que la revelación carpenteriana fue para mí determinante. Luego de conocerla, de leerla en ese prólogo-diatriba contra el surrealismo contenido en El reino de este mundo, la realidad de mi pequeño mundo lagunero se me dejó venir con otra consistencia, y el asombro no cesa. De hecho, siento que son idénticos, en lo básico, los grandes desastres de nuestro continente espiritual, Latinoamérica, sus líderes de pacotilla, sus pavorosas franjas de miseria aledañas a los paradójicos guetos del privilegio, la corrupción forjada por décadas, el caos, el lameculismo de una clase media que desea subir y no puede lograrlo por su asustadiza catadura política.
Esto significa que, además del idioma, nos unen rasgos que en muchos casos hacen que parezca idéntica una situación salvadoreña a una colombiana, o una uruguaya a una ecuatoriana, o una peruana a una mexicana: es el común denominador de la improvisación, la corrupción, la anarquía y el cinismo lo que a puños genera acontecimientos que escapan a la lógica para instalarse en el teatro del absurdo sin necesidad de escenografías efectistas. Cuento uno que leí ayer en un cable informativo. Ocurrió en Bahía Blanca, ciudad situada casi mil kilómetros al sur de Buenos Aires. Es el puerto donde nacieron, entre otros, los escritores Héctor Libertella, Eduardo Mallea y Jorge Boccanera, pero ahora es más famoso porque de allí es Emanuel Ginóbili, el basquetbolista de los Spurs de San Antonio.
Bueno, en aquella ciudad un hombre que usaba una botarga de pollo para promocionar un restaurante en la vía pública vio que un tipo intentaba abrir, sospechosamente, un coche. Era un ladrón en pleno acto. De inmediato, el pollo humano, en vez de no decir (literalmente) ni pío, gritó para que el caco (palabra ésta que era venerada por la antigua crónica policial) dejara de hacer su diablura. Al verse sorprendido, y al notar que el emputado pollo se aproximaba con cara de muchos amigos, el delincuente salió juido. No había tiempo para transformase en Supermán, así que el pollo emprendió la corretiza por el centro bahíense (tal es el gentilicio de Bahía Blanca). La escena, descrita así, con esta simplicidad, parece normal, pero debemos imaginar bien, como en un film postbuñuelesco, a ese enorme pollo antropomorfo que va detrás, en verdadera y nada peluche chinga, de un tipo que, más ligero, sin un estorboso disfraz naive, elude coches y transeúntes. Bien imaginada, toda la situación parece epítome de lo que somos: tragicómicos, real-maravillosos.
La conclusión fue, obvio, ideal para cerrar con broche de etcétera el desaguisado. Cuatro cuadras después de perseguir, el pollo demostró asimismo que, contra lo afirmado por la avicultura, algunas aves de esta especie sí vuelan, pues logró alcanzar al presunto ladrón hasta que llegaron las autoridades competentes (el adjetivo “competentes” es sólo eso, un adjetivo, pues bien se sabe que en casi toda América Latina las autoridades son incompetentes). La hazaña no sólo generó una nota internacional, sino el aumento en las ventas del restaurante y, para la intrépida botarga, un apodo que en este momento ya le da la vuelta al mundo: “El pollo justiciero”.