La mente apenas puede digerir las imágenes creadas por la palabra cuando las descripciones son así de espeluznantes: me refiero a la crónica “Tenían plástico derretido en la piel”, de Shaila Rosagel (El Universal), quien narra, a partir de lo que le cuenta Francisco Manuel López, los minutos de horror en los que la guardería ABC era devorada por las llamas. Y no es que otras tragedias de ese tipo duelan menos, como la del News Divine: todas son igualmente lamentables, pero el hecho de saber que el siniestro de Hermosillo tuvo como escenario una estancia para bebés torna pavorosamente aguda la sensación de desgracia.
La crónica de Rosangel se apoya, como dije, en la experiencia que le cuenta Francisco Manuel López, de 23 años. Empleado de un taller de laminados cercano a la guardería, el joven supo del incendio por su padre. De inmediato, López se apersonó en el sitio donde ocurría la tragedia. Vio que el lugar sólo tenía una puerta y que ese acceso no podía ser usado por culpa de las intensas llamas y la saturación de humo. Eran minutos, segundos decisivos, por eso varios ciudadanos usaban un zapapico para tratar de abrir un boquete y poder ingresar por otro punto al local. Tal fue la razón por la que, sin dudarlo, Francisco Manuel arremetió con la parte trasera de su troca contra el muro; no fue fácil fracturarlo, e incluso se quedó atorado por un instante. La desesperación por ayudar fue tanta que, tras ocho golpes, abrió el primer hoyo; luego haría otros dos, por donde pudieron entrar, al fin, los rescatistas.
Todo eso pasó en unos segundos, los suficientes para provocar la mayúscula desgracia que ya conocemos. Sin embargo, gracias a las agallas de un muchacho muchos niños fueron rescatados de la que es, acaso, una de las muertes más dramáticas que pueda padecer el ser humano. La heroica voluntad de Francisco Manuel no terminó con la peligrosa demolición provocada con su camioneta; cuando terminó esa obra, ya de por sí valiosa, ingresó a la guardería para ver qué tanto podía hacer entre la lumbre y la espesez del humo.
Lo que sus ojos vieron son tal vez las escenas más desgarradoras que unos ojos puedan ver: “La gente entraba y salía. El primer policía que entró no tardó ni cinco minutos para salir gateando y ahogado por el humo. Yo levanté pedazos de hielo seco ardiendo y vi niños con plástico derretido pegado en la piel”, declaró. Ahí el dolor es inimaginable y rebasa lo que un ser humano sensato puede tolerar siquiera en el plano de la fantasía. Eran niños, bebitos que de golpe sentían en sus cuerpos desvalidos un dolor infernalmente cruel.
Francisco Manuel quedó lastimado de la columna debido a los golpazos de su camioneta contra las paredes de la guardería. Ante los hechos, no le importó nada y procedió con una conciencia más que ciudadana, humanitarísima, lo que demuestra que en cualquier persona puede haber gestos de valentía que por lo general quedan oscurecidos por lo contrario: por la ruindad de las sociedades que hemos construido, una ruindad que opera a imagen y semejanza de autoridades envilecidas en el negocio con lo público.
No es, quizá, buen momento para hablar de lo que está saliendo a la luz tras el horrible acontecimiento de Hermosillo: que las guarderías son también parte, como tantas otras cosas en este país, de un tráfico de intereses multifamiliares en las cúpulas del poder. No es una calamidad menor, sino una desgracia inconmensurable, que las guarderías manejadas bajo el sistema de subrogación sean parte de una red de amarres decididos en la esfera política. No es la primera vez, entonces, que tras un siniestro como el de Sonora sale a relucir lo peor del sistema, sus enjuagues y trastadas. Eso, en lo inmediato, no debe sofocar, sin embargo, el elogio bien merecido para muchas personas que arriesgaron su vida por decenas de niños. Francisco Manuel López y otros sonorenses son buen ejemplo de que en México aún hay ímpetus heroicos.
La crónica de Rosangel se apoya, como dije, en la experiencia que le cuenta Francisco Manuel López, de 23 años. Empleado de un taller de laminados cercano a la guardería, el joven supo del incendio por su padre. De inmediato, López se apersonó en el sitio donde ocurría la tragedia. Vio que el lugar sólo tenía una puerta y que ese acceso no podía ser usado por culpa de las intensas llamas y la saturación de humo. Eran minutos, segundos decisivos, por eso varios ciudadanos usaban un zapapico para tratar de abrir un boquete y poder ingresar por otro punto al local. Tal fue la razón por la que, sin dudarlo, Francisco Manuel arremetió con la parte trasera de su troca contra el muro; no fue fácil fracturarlo, e incluso se quedó atorado por un instante. La desesperación por ayudar fue tanta que, tras ocho golpes, abrió el primer hoyo; luego haría otros dos, por donde pudieron entrar, al fin, los rescatistas.
Todo eso pasó en unos segundos, los suficientes para provocar la mayúscula desgracia que ya conocemos. Sin embargo, gracias a las agallas de un muchacho muchos niños fueron rescatados de la que es, acaso, una de las muertes más dramáticas que pueda padecer el ser humano. La heroica voluntad de Francisco Manuel no terminó con la peligrosa demolición provocada con su camioneta; cuando terminó esa obra, ya de por sí valiosa, ingresó a la guardería para ver qué tanto podía hacer entre la lumbre y la espesez del humo.
Lo que sus ojos vieron son tal vez las escenas más desgarradoras que unos ojos puedan ver: “La gente entraba y salía. El primer policía que entró no tardó ni cinco minutos para salir gateando y ahogado por el humo. Yo levanté pedazos de hielo seco ardiendo y vi niños con plástico derretido pegado en la piel”, declaró. Ahí el dolor es inimaginable y rebasa lo que un ser humano sensato puede tolerar siquiera en el plano de la fantasía. Eran niños, bebitos que de golpe sentían en sus cuerpos desvalidos un dolor infernalmente cruel.
Francisco Manuel quedó lastimado de la columna debido a los golpazos de su camioneta contra las paredes de la guardería. Ante los hechos, no le importó nada y procedió con una conciencia más que ciudadana, humanitarísima, lo que demuestra que en cualquier persona puede haber gestos de valentía que por lo general quedan oscurecidos por lo contrario: por la ruindad de las sociedades que hemos construido, una ruindad que opera a imagen y semejanza de autoridades envilecidas en el negocio con lo público.
No es, quizá, buen momento para hablar de lo que está saliendo a la luz tras el horrible acontecimiento de Hermosillo: que las guarderías son también parte, como tantas otras cosas en este país, de un tráfico de intereses multifamiliares en las cúpulas del poder. No es una calamidad menor, sino una desgracia inconmensurable, que las guarderías manejadas bajo el sistema de subrogación sean parte de una red de amarres decididos en la esfera política. No es la primera vez, entonces, que tras un siniestro como el de Sonora sale a relucir lo peor del sistema, sus enjuagues y trastadas. Eso, en lo inmediato, no debe sofocar, sin embargo, el elogio bien merecido para muchas personas que arriesgaron su vida por decenas de niños. Francisco Manuel López y otros sonorenses son buen ejemplo de que en México aún hay ímpetus heroicos.