Contar la historia de un libro es regresar al misterioso origen de la creación. ¿En qué momento y a propósito de cuál visión, frase o aroma nació la idea que luego habría de generar un puñado más o menos amplio de cuartillas? En general, mi memoria suele conservar intacto aquel instante, sobre todo si se trata de los libros personalmente más apreciados. Juegos de amor y malquerencia, por ejemplo, nació completo, de golpe, cuando vi la foto de quienes luego serían los Tereseros; el embrión de Leyenda Morgan, mi más reciente libro, metáfora de la corrupción y la impunidad a la mexicana, fue engendrado mientras escuchaba una conferencia sobre derechos humanos. Parábola del moribundo tuvo su origen en un momento de desesperación, mientras pensaba cómo hacerle para arrimar más recursos a mi entorno familiar. Pensé en la desgracia de un escritor que, angustiado por la falta de oportunidades en su entorno provinciano, publica un anuncio en el periódico donde ofrece sus servicios de redactor a destajo. Nunca publiqué el anuncio y nunca lo publicaré, pero allí nació Santiago Macías, el poeta cuya historia empieza siendo un cuento sobre la supervivencia de la literatura en La Laguna; pasados algunos meses, aquel relato terminó convertido en una novela. Su borrador lo armé en 1999, así que tuve diez años para, de vez en vez, volver sin mucha convicción a esas cuartillas. Les metí un poco de mano cada dos o tres años, pero siempre terminaba por abandonarlas, por imaginar que en algunas vacaciones rearmaría todo el conjunto hasta dejarlo completamente acicalado.
Lo que pasó fue esto: muy poco después de escribir Parábola del moribundo, en 2000, me pegó una compulsión cuentística que sospecho jamás regresará. En efecto, de 2000 a 2005 escribí Las manos del tahúr, Ojos en la sombra, Polvo somos, Leyenda Morgan y otro libro de cuentos más (por ahora inédito). En suma, más de cuarenta cuentos pensados tal vez con excesivo y necio rigor formal. Eso me puso demasiado lejos el proyecto de Parábola del moribundo, pues frente a la rígida complexión que trataba de imprimirle a mis cuentos, la novela del 99 me parecía un mero ejercicio de vagancia narrativa.
Esto significa que Parábola del moribundo es, o vaya a ser cuando publicado esté, un libro anacrónico en mi producción. Nació cuando yo tenía tres libros publicados, pero estará en circulación, gracias al concurso Rafael Ramírez Heredia, luego de siete u ocho libros escritos y publicados con ulterioridad. Su estilo, sus preocupaciones, su percepción de la realidad y su tema son los de un escritor de treinta y tantos años, y aunque por estas fechas tengo oportunidad de maquillarlo y repeinarlo un poco, su base es inamovible y quedará tal y como fue parida.
Dije que, como todos mis relatos, Parábola… nació con la modesta aspiración de ser un cuento. Empecé, como empieza la novela, con mi personaje narrador contando que es poeta y que, tras pagar un miserable aviso clasificado en el periódico, le caen esporádicos clientes, entre ellos, Vicente Caballero, un setentón lleno de vitalidad, con lana y un apetito insaciable de mujeres. El descubrimiento de ese personaje provocó que el cuento quedara chico; sin premeditarlo, di con una pareja cómica cuyas andanzas me permitieron pespuntear del mundo emproblemado de Santiago al universo etílico-lúbrico-musical de Vicente, de la realidad culterana y pedante de Santiago a la barbarie ágrafa de Vicente, de las carencias de Santiago a los excesos tontos de Vicente. En el camino, Parábola… me permitió trabajar algunos subtemas de mi interés: la picaresca cultural, los límites del realismo en la literatura y la propuesta de una estructura narrativa que posibilitara ensamblar una novela dentro de la novela.
No seré yo el que diga que Parábola… es un libro escrito con flecos humorísticos, pues siempre suena grotesco que alguien declare tener capacidad para hacer reír. En su dictamen, los jurados (Eugenio Aguirre, Hernán Lara Zavala y Óscar de la Borbolla) advirtieron que este libro acusa un “discurso narrativo interesante y ameno que fluye sin tropiezos y que demuestra talento, ingenio y una dosis de humor y malicia por parte del autor”. Si es así, sospecho que no fue tan deliberado como parece; en todo caso, el humor, si lo hay, surgió de la conjunción de la pareja dispareja que habita todo el libro, del contraste marcado entre el joven lleno de libros y encierro y carencias y el viejo lleno de ingenuidad y vida y holgura de recursos. Todo fue dejarlos hacer, permitir que se movieran con libertad por la comarca lagunera, dejarlos entrar y salir sobre todo de aquellos sitios en los cuales Vicente Caballero está permanentemente al acecho de mujeres. La risa, si surge, se debe al hecho obvio de que ambos actúan movidos por resortes muy distintos, y al amargor de Santiago, quien narra las peripecias.
Cuando recién me anunciaron el premio, Karla Lobato, reportera cultural de La Opinión Milenio, me pidió un resumen. Mi respuesta es hoy la misma; para visualizar completo, de un jalón, todo Parábola..., sintetizo que la historia es, pues, muy sencilla: trata sobre un poeta de 33 años (la edad que más o menos tenía yo cuando la escribí) que vive en La Laguna y, por ello, hace alardes de ingenio para sobrevivir y mantener su vocación: corrige libros, imparte talleres, escribe reseñas e incluso desea escribir una novela, para ver si de allí sí obtiene algo. Ese poeta es pobretón, misántropo, resentido, culto y medio depresivo, y desde el primer capítulo traba amistad con un viejo de setenta años que jamás ha leído un libro pero tiene una enorme fuerza vital, pese a sus años, y es muy bueno para el trago y las mujeres, además de que tiene bastante plata. Narro sus andanzas por la noche lagunera, el disparate de su amistad, casi como si fueran el Quijote y Sancho al revés: el Quijote es el joven poeta y Sancho el viejo lúbrico, todo en un ambiente que me atrevo a considerar deudor de la novela picaresca española, que siempre ha sido una de mis principales pasiones como lector. Ahora bien, en medio de esas peripecias, como aderezo, la novela describe la odisea de ser escritor en La Laguna, el mundillo literario-periodístico local, las pequeñas mezquindades y ridiculeces que se dan por nuestro todavía evidente provincianismo.
Lo que pasó fue esto: muy poco después de escribir Parábola del moribundo, en 2000, me pegó una compulsión cuentística que sospecho jamás regresará. En efecto, de 2000 a 2005 escribí Las manos del tahúr, Ojos en la sombra, Polvo somos, Leyenda Morgan y otro libro de cuentos más (por ahora inédito). En suma, más de cuarenta cuentos pensados tal vez con excesivo y necio rigor formal. Eso me puso demasiado lejos el proyecto de Parábola del moribundo, pues frente a la rígida complexión que trataba de imprimirle a mis cuentos, la novela del 99 me parecía un mero ejercicio de vagancia narrativa.
Esto significa que Parábola del moribundo es, o vaya a ser cuando publicado esté, un libro anacrónico en mi producción. Nació cuando yo tenía tres libros publicados, pero estará en circulación, gracias al concurso Rafael Ramírez Heredia, luego de siete u ocho libros escritos y publicados con ulterioridad. Su estilo, sus preocupaciones, su percepción de la realidad y su tema son los de un escritor de treinta y tantos años, y aunque por estas fechas tengo oportunidad de maquillarlo y repeinarlo un poco, su base es inamovible y quedará tal y como fue parida.
Dije que, como todos mis relatos, Parábola… nació con la modesta aspiración de ser un cuento. Empecé, como empieza la novela, con mi personaje narrador contando que es poeta y que, tras pagar un miserable aviso clasificado en el periódico, le caen esporádicos clientes, entre ellos, Vicente Caballero, un setentón lleno de vitalidad, con lana y un apetito insaciable de mujeres. El descubrimiento de ese personaje provocó que el cuento quedara chico; sin premeditarlo, di con una pareja cómica cuyas andanzas me permitieron pespuntear del mundo emproblemado de Santiago al universo etílico-lúbrico-musical de Vicente, de la realidad culterana y pedante de Santiago a la barbarie ágrafa de Vicente, de las carencias de Santiago a los excesos tontos de Vicente. En el camino, Parábola… me permitió trabajar algunos subtemas de mi interés: la picaresca cultural, los límites del realismo en la literatura y la propuesta de una estructura narrativa que posibilitara ensamblar una novela dentro de la novela.
No seré yo el que diga que Parábola… es un libro escrito con flecos humorísticos, pues siempre suena grotesco que alguien declare tener capacidad para hacer reír. En su dictamen, los jurados (Eugenio Aguirre, Hernán Lara Zavala y Óscar de la Borbolla) advirtieron que este libro acusa un “discurso narrativo interesante y ameno que fluye sin tropiezos y que demuestra talento, ingenio y una dosis de humor y malicia por parte del autor”. Si es así, sospecho que no fue tan deliberado como parece; en todo caso, el humor, si lo hay, surgió de la conjunción de la pareja dispareja que habita todo el libro, del contraste marcado entre el joven lleno de libros y encierro y carencias y el viejo lleno de ingenuidad y vida y holgura de recursos. Todo fue dejarlos hacer, permitir que se movieran con libertad por la comarca lagunera, dejarlos entrar y salir sobre todo de aquellos sitios en los cuales Vicente Caballero está permanentemente al acecho de mujeres. La risa, si surge, se debe al hecho obvio de que ambos actúan movidos por resortes muy distintos, y al amargor de Santiago, quien narra las peripecias.
Cuando recién me anunciaron el premio, Karla Lobato, reportera cultural de La Opinión Milenio, me pidió un resumen. Mi respuesta es hoy la misma; para visualizar completo, de un jalón, todo Parábola..., sintetizo que la historia es, pues, muy sencilla: trata sobre un poeta de 33 años (la edad que más o menos tenía yo cuando la escribí) que vive en La Laguna y, por ello, hace alardes de ingenio para sobrevivir y mantener su vocación: corrige libros, imparte talleres, escribe reseñas e incluso desea escribir una novela, para ver si de allí sí obtiene algo. Ese poeta es pobretón, misántropo, resentido, culto y medio depresivo, y desde el primer capítulo traba amistad con un viejo de setenta años que jamás ha leído un libro pero tiene una enorme fuerza vital, pese a sus años, y es muy bueno para el trago y las mujeres, además de que tiene bastante plata. Narro sus andanzas por la noche lagunera, el disparate de su amistad, casi como si fueran el Quijote y Sancho al revés: el Quijote es el joven poeta y Sancho el viejo lúbrico, todo en un ambiente que me atrevo a considerar deudor de la novela picaresca española, que siempre ha sido una de mis principales pasiones como lector. Ahora bien, en medio de esas peripecias, como aderezo, la novela describe la odisea de ser escritor en La Laguna, el mundillo literario-periodístico local, las pequeñas mezquindades y ridiculeces que se dan por nuestro todavía evidente provincianismo.
o
Texto leído ayer en el teatro Ricardo Castro de Durango capital dentro del marco de la Feria Nacional del Libro Durango 2009.