Estamos parados en el fin de la propaganda. Ante el tamaño cósmico del escepticismo, los mensajes políticos han sido tan enanizados que los candidatos no nos resultarían persuasivos ni arrodillados y suplicando por el voto. Platiqué sobre esto, hace poco, con mi cuate Eduardo Holguín. Le comenté, entre otras percepciones, que con frecuencia escucho hablar sobre la “falta de propuestas”, sobre la “carencia de ideas” de los candidatos. Mi respuesta a eso es otra pregunta: ¿y qué pueden proponer que parezca convincente y que la realidad no se encargue de desmentir en automático?
Efectivamente, la cochina realidad aniquila (aniquilar procede del latín annichilare, reducir a nada, y es palabra etimológicamente hermana de nihilista, quien no cree en nada, donde se ve que ambas comparten la raíz nihil, nada) cualquier intento por convencer desde un cartel, un espot, un espectacular o una calcomanía adherida a los coches (que es lo único, por cierto, que adhiere hoy a esas causas). Antes incluso de enunciarlos, los mensajes encaran, per se, una contradicción en los hechos: si alguien ofrece paz, ese día matan a 46 en el país; si alguien ofrece educación, Elgángster Gordillo sigue allí; si alguien propone mejores salarios, mañana mismo botan de sus chambas a otros tres mil trabajadores; si alguien asegura que legislará a favor del medio ambiente, miles de metros cúbicos de agua siguen siendo saqueados o contaminados en el momento en el que leemos esta línea. O sea, la propaganda no puede ya, ni a pujidos, sonar más que a demagogia.
Por eso mi afirmación es contundente: mientras la terca realidad se obstine en evidenciar la galopante jodidización del ciudadano, los eslóganes y los discursos no pasarán de ser lo mismo que la Constitución o la Biblia: letra muerta. Vivimos pues el impasse de la propaganda, así que preguntar por las “propuestas” es ingenuo. ¿Cómo articular una propuesta? ¿Cuáles son las siete, ocho, nueve o diez palabras que, combinadas en lemas de combate, lograrían persuadir al electorado? Por fuerza, entonces, los lemas de batalla serán gaseosidades sin sustento, palabras más huecas que el corazón de un usurero. La propaganda hace presencia, sirve en lo inmediato para crear la ilusión de campaña electoral, pero no creo que predisponga favorablemente a nadie. En todo caso, la estrategia ahora es vender, sin metáfora, la imagen al estilo peñanietil, es decir, convencer al electorado con rostros como sacados de revista Players o Poder y negocios, con Photoshop abusivo (photoshopear es un neologismo que hoy se usa mucho) y diseños tipográficos vistosos.
Muestro un par de casos locales en los que el discurso electoral (la famosa “propuesta”) aterrizó en las mismísimas entrañas de la Nada. El primero, del candidato Luis Gurza, es un mensaje diseminado en viniles y pegotes para coche. Muestra al candidato en big close up, con una sonrisa tanguera, buen trabajo de Photoshop y un mensaje que tiene algo de disparatado: “Contra el secuestro y la violencia”. Me recordó el letrero que alguna vez vi en el interior de un billar: “Prohibido ingerir bebidas embriagantes y cerveza”, o la tarjeta de presentación de un fallido intelectual lagunero: “Poeta y escritor”, como si uno de los términos no comprendiera al otro, como si el secuestro no fuera, y vaya que lo es, violencia.
Otro anuncio, el de Ricardo Rebollo, peca al menos de ambigüedad. Photoshopeado excesivamente, trasformado en lo facial con un doradazo look brunette que envidiarían Paulina Rubio y Galilea Montijo, el ex alcalde gomezpalatino opera con la leyenda “Para hacer más”. ¿Hacer más qué? Es como si el verbo “hacer” sólo implicara la ejecución de buenas obras. Por ello, su simplonería es escandalosa, de una pobreza retórica digna de los tiempos políticos que vivimos: tiempos de descreimiento y ruindad, tiempos de extravío y cinismo, tiempos de propaganda sin vergüenza, tiempos para no despilfarrar el tiempo en esa estéril promoción de naderías.
Efectivamente, la cochina realidad aniquila (aniquilar procede del latín annichilare, reducir a nada, y es palabra etimológicamente hermana de nihilista, quien no cree en nada, donde se ve que ambas comparten la raíz nihil, nada) cualquier intento por convencer desde un cartel, un espot, un espectacular o una calcomanía adherida a los coches (que es lo único, por cierto, que adhiere hoy a esas causas). Antes incluso de enunciarlos, los mensajes encaran, per se, una contradicción en los hechos: si alguien ofrece paz, ese día matan a 46 en el país; si alguien ofrece educación, Elgángster Gordillo sigue allí; si alguien propone mejores salarios, mañana mismo botan de sus chambas a otros tres mil trabajadores; si alguien asegura que legislará a favor del medio ambiente, miles de metros cúbicos de agua siguen siendo saqueados o contaminados en el momento en el que leemos esta línea. O sea, la propaganda no puede ya, ni a pujidos, sonar más que a demagogia.
Por eso mi afirmación es contundente: mientras la terca realidad se obstine en evidenciar la galopante jodidización del ciudadano, los eslóganes y los discursos no pasarán de ser lo mismo que la Constitución o la Biblia: letra muerta. Vivimos pues el impasse de la propaganda, así que preguntar por las “propuestas” es ingenuo. ¿Cómo articular una propuesta? ¿Cuáles son las siete, ocho, nueve o diez palabras que, combinadas en lemas de combate, lograrían persuadir al electorado? Por fuerza, entonces, los lemas de batalla serán gaseosidades sin sustento, palabras más huecas que el corazón de un usurero. La propaganda hace presencia, sirve en lo inmediato para crear la ilusión de campaña electoral, pero no creo que predisponga favorablemente a nadie. En todo caso, la estrategia ahora es vender, sin metáfora, la imagen al estilo peñanietil, es decir, convencer al electorado con rostros como sacados de revista Players o Poder y negocios, con Photoshop abusivo (photoshopear es un neologismo que hoy se usa mucho) y diseños tipográficos vistosos.
Muestro un par de casos locales en los que el discurso electoral (la famosa “propuesta”) aterrizó en las mismísimas entrañas de la Nada. El primero, del candidato Luis Gurza, es un mensaje diseminado en viniles y pegotes para coche. Muestra al candidato en big close up, con una sonrisa tanguera, buen trabajo de Photoshop y un mensaje que tiene algo de disparatado: “Contra el secuestro y la violencia”. Me recordó el letrero que alguna vez vi en el interior de un billar: “Prohibido ingerir bebidas embriagantes y cerveza”, o la tarjeta de presentación de un fallido intelectual lagunero: “Poeta y escritor”, como si uno de los términos no comprendiera al otro, como si el secuestro no fuera, y vaya que lo es, violencia.
Otro anuncio, el de Ricardo Rebollo, peca al menos de ambigüedad. Photoshopeado excesivamente, trasformado en lo facial con un doradazo look brunette que envidiarían Paulina Rubio y Galilea Montijo, el ex alcalde gomezpalatino opera con la leyenda “Para hacer más”. ¿Hacer más qué? Es como si el verbo “hacer” sólo implicara la ejecución de buenas obras. Por ello, su simplonería es escandalosa, de una pobreza retórica digna de los tiempos políticos que vivimos: tiempos de descreimiento y ruindad, tiempos de extravío y cinismo, tiempos de propaganda sin vergüenza, tiempos para no despilfarrar el tiempo en esa estéril promoción de naderías.