No han pasado ni diez minutos y ya escribo esto que no quisiera escribir. Lo escribo consternado, triste por la partida de Melody Villarreal Miranda. Cuido en casa a mis tres hijas mientras Renata, luego de sus actividades de sábado por la mañana, va al Sanatorio Español para ponerse al corriente sobre la salud de nuestra común amiga, quien apenas el miércoles dio a luz a su segunda hija nacida prematuramente, pero bien. El viernes en la noche, tras la operación en la que los médicos le detuvieron una hemorragia después del complicado parto, las noticias sobre Melody eran alentadoras. La madrugada del sábado, sin embargo, los problemas no cesaron. En la mañana de ayer le llamé a Miguel Frías, su esposo, para saber cómo iba todo: él, con varios días sin poder dormir, me dejó entrever que los médicos no se mostraban demasiado optimistas. Unas horas después, al mediodía, su esposa partió.
Borroneo estos párrafos, como digo, con la mala noticia todavía fresca en el corazón. Me siento muy triste, muy apenado y, por qué no decirlo, con una especie de rabia contenida e impotente. Me siento así, lo confieso, no sólo porque Melody era nuestra amiga, la solidaridad encarnada ante cualquier mal momento, sino porque uno siente injusto que se vayan tan tempranamente personas como ella, seres humanos a los que nadie puede señalarlos con el dedo para decirles nada, nada salvo palabras de elogio, cariño y respeto.
Nacida en el seno de una familia trabajadora y muy religiosa, Melody fue alumna de mi esposa en el Iscytac. Estudió diseño gráfico y desde entonces mantenía una relación estrecha con nuestra familia. Por la edad de nuestras hijas, nunca faltó y nunca faltamos a los cumpleaños infantiles mutuos. A mi esposa y a mí nos había dado el bello estatuto de padrinos, de padrinos honorarios, acaso un padrinazgo más auténtico que los oficiales, pues en él no mediaba ninguna ceremonia ni papel. Gracias a su negocio de diseño, durante casi diez años Melody se apuntó para elaborar, con inverosímil generosidad, las etiquetas que todavía lucen los cuadernos de mis hijas, esos rotulitos que indican la propiedad y el colegio donde estudian. Cada inicio de año escolar, pues, mis hijas esperaban con ansia los diseños que Melody les hacía para pegarlos durante la rutina anual de forrar libros y libretas.
Un rasgo definía a Melody: la alegría. Su nombre casi determinó su personalidad. Increíblemente, ella tenía una capacidad innata para el optimismo. Nunca la vi, nunca nadie la vio triste alguna vez, y hasta supe que en la cama del sanatorio, sin habla por el equipo médico y las anestesias, lograba reconocer a los suyos y les sonreía como siempre le sonrió a todo. Esa alegría a prueba de cualquier adversidad tenía, creo, dos bases: su propia naturaleza, por un lado, y, por el otro, la fuerza espiritual que rodea a su familia, a sus padres, a su hermano Jorge, a su esposo, a su pequeña hija mayor y de seguro rodeará también a su recién nacida. La combinación de esos dos factores daban como resultado un ser humano entero, firme, justo, pródigo, honrado, pulcro, cristalino y capaz de trasmitir felicidad con solo estar.
Quizá alguien piense que me rebasa el dolor y que, ante la cercanía de la pena, me excedo en el elogio. Es costumbre, cierto, que hiperbolicemos los rasgos positivos de quien se nos adelanta, pero no es menos cierto también que en ocasiones no es necesario exagerar nada, y éste, el de Melody Villarreal, es el caso. Destaco la limpieza de su personalidad porque era evidente para todos, tanto que en ocasiones parecía desbordante. Estamos tan habituados al estrés, a las malas caras, al exabrupto y al mal trato que aquí y allá encontramos (nosotros mismos solemos caer en acritudes de distinto signo), que nos deslumbra hallar una persona de ésas que nunca están de malas, que siempre se desviven por servir y por comunicar alegría. Melody, insisto, era así, y esto no lo afirmo porque me lo hayan contado, porque me enteré de oídas. Lo vi, sentí varias veces cerca la cordialidad de esta joven lagunera excepcional y dueña de un espíritu de servicio fuera de todo orden, poseedora de un corazón en permanente acto de dar.
Pensar en Melody, por todo, me desgarra hoy, es verdad, pero más me desconcierta. Carezco de bases religiosas que me ayuden a comprender el sentido trascendente de la muerte así, llegada tan de sorpresa. Como siempre en mi caso, traigo a un plano terrenal los hechos que me tocan. Tanto que necesita esta país de gente buena, tanto que requiere de personas inteligentes, generosas, justas, y perdimos aquí la valiosa colaboración de Melody para que este mundo esté un poco mejor. ¿Por qué, por qué se van esos hijos, esos hermanos, esas madres, esos amigos tan necesarios para hacer más respirable la existencia? Sólo meneo la cabeza, desconcertado, abatido por una ausencia que deja a mi familia, a mi mujer y a mis hijas, a mí, sin una ahijada que siempre nos buscó para preguntar, sonriente, en qué ayudar, en qué podía servirnos. Porque nunca habló para pedir. O sí: hablaba para pedir que le pidiéramos, y sé bien que así lo hacía con todas las personas que tenían la inmensa fortuna de toparse con su amistad.
Melody, como su nombre, era una fiesta sin orillas. Frente al negror del mundo, frente a las desgracias que a toda hora nos abaten, ella pintó siempre en su rostro el gesto de la alegría que a su vez era el gesto de su fe en dios manifestándose en ella o desde ella. De veras, qué increíble que se vayan personas con esa madera espiritual, jóvenes que desde muy jóvenes dan ejemplo de sabiduría y de desprendimiento por el otro.
Insisto que no tengo autoridad ninguna para explicar el sentido metafísico de un hecho como éste, pero me atrevo a imaginar que si Melody nos viera tristes, no se acongojaría ni se enojaría, pues para ella esos sentimientos fueron desconocidos. Simplemente sonreiría y nos tendería la mano para ayudarnos a salir del desaliento.
Gracias por todo, Melody. Siempre.
Borroneo estos párrafos, como digo, con la mala noticia todavía fresca en el corazón. Me siento muy triste, muy apenado y, por qué no decirlo, con una especie de rabia contenida e impotente. Me siento así, lo confieso, no sólo porque Melody era nuestra amiga, la solidaridad encarnada ante cualquier mal momento, sino porque uno siente injusto que se vayan tan tempranamente personas como ella, seres humanos a los que nadie puede señalarlos con el dedo para decirles nada, nada salvo palabras de elogio, cariño y respeto.
Nacida en el seno de una familia trabajadora y muy religiosa, Melody fue alumna de mi esposa en el Iscytac. Estudió diseño gráfico y desde entonces mantenía una relación estrecha con nuestra familia. Por la edad de nuestras hijas, nunca faltó y nunca faltamos a los cumpleaños infantiles mutuos. A mi esposa y a mí nos había dado el bello estatuto de padrinos, de padrinos honorarios, acaso un padrinazgo más auténtico que los oficiales, pues en él no mediaba ninguna ceremonia ni papel. Gracias a su negocio de diseño, durante casi diez años Melody se apuntó para elaborar, con inverosímil generosidad, las etiquetas que todavía lucen los cuadernos de mis hijas, esos rotulitos que indican la propiedad y el colegio donde estudian. Cada inicio de año escolar, pues, mis hijas esperaban con ansia los diseños que Melody les hacía para pegarlos durante la rutina anual de forrar libros y libretas.
Un rasgo definía a Melody: la alegría. Su nombre casi determinó su personalidad. Increíblemente, ella tenía una capacidad innata para el optimismo. Nunca la vi, nunca nadie la vio triste alguna vez, y hasta supe que en la cama del sanatorio, sin habla por el equipo médico y las anestesias, lograba reconocer a los suyos y les sonreía como siempre le sonrió a todo. Esa alegría a prueba de cualquier adversidad tenía, creo, dos bases: su propia naturaleza, por un lado, y, por el otro, la fuerza espiritual que rodea a su familia, a sus padres, a su hermano Jorge, a su esposo, a su pequeña hija mayor y de seguro rodeará también a su recién nacida. La combinación de esos dos factores daban como resultado un ser humano entero, firme, justo, pródigo, honrado, pulcro, cristalino y capaz de trasmitir felicidad con solo estar.
Quizá alguien piense que me rebasa el dolor y que, ante la cercanía de la pena, me excedo en el elogio. Es costumbre, cierto, que hiperbolicemos los rasgos positivos de quien se nos adelanta, pero no es menos cierto también que en ocasiones no es necesario exagerar nada, y éste, el de Melody Villarreal, es el caso. Destaco la limpieza de su personalidad porque era evidente para todos, tanto que en ocasiones parecía desbordante. Estamos tan habituados al estrés, a las malas caras, al exabrupto y al mal trato que aquí y allá encontramos (nosotros mismos solemos caer en acritudes de distinto signo), que nos deslumbra hallar una persona de ésas que nunca están de malas, que siempre se desviven por servir y por comunicar alegría. Melody, insisto, era así, y esto no lo afirmo porque me lo hayan contado, porque me enteré de oídas. Lo vi, sentí varias veces cerca la cordialidad de esta joven lagunera excepcional y dueña de un espíritu de servicio fuera de todo orden, poseedora de un corazón en permanente acto de dar.
Pensar en Melody, por todo, me desgarra hoy, es verdad, pero más me desconcierta. Carezco de bases religiosas que me ayuden a comprender el sentido trascendente de la muerte así, llegada tan de sorpresa. Como siempre en mi caso, traigo a un plano terrenal los hechos que me tocan. Tanto que necesita esta país de gente buena, tanto que requiere de personas inteligentes, generosas, justas, y perdimos aquí la valiosa colaboración de Melody para que este mundo esté un poco mejor. ¿Por qué, por qué se van esos hijos, esos hermanos, esas madres, esos amigos tan necesarios para hacer más respirable la existencia? Sólo meneo la cabeza, desconcertado, abatido por una ausencia que deja a mi familia, a mi mujer y a mis hijas, a mí, sin una ahijada que siempre nos buscó para preguntar, sonriente, en qué ayudar, en qué podía servirnos. Porque nunca habló para pedir. O sí: hablaba para pedir que le pidiéramos, y sé bien que así lo hacía con todas las personas que tenían la inmensa fortuna de toparse con su amistad.
Melody, como su nombre, era una fiesta sin orillas. Frente al negror del mundo, frente a las desgracias que a toda hora nos abaten, ella pintó siempre en su rostro el gesto de la alegría que a su vez era el gesto de su fe en dios manifestándose en ella o desde ella. De veras, qué increíble que se vayan personas con esa madera espiritual, jóvenes que desde muy jóvenes dan ejemplo de sabiduría y de desprendimiento por el otro.
Insisto que no tengo autoridad ninguna para explicar el sentido metafísico de un hecho como éste, pero me atrevo a imaginar que si Melody nos viera tristes, no se acongojaría ni se enojaría, pues para ella esos sentimientos fueron desconocidos. Simplemente sonreiría y nos tendería la mano para ayudarnos a salir del desaliento.
Gracias por todo, Melody. Siempre.