Vi en febrero y a saltos la entrega de los Óscares; algunos meses después vi Quisiera ser millonario, cinta que obtuvo el galardón como mejor película de 2008; durante todo el trayecto de la historia pensé en un libro que leí recientemente: La existencia sitiada (Fineo, 2006) del español Eduardo Subirats. Esas páginas son un arduo bucear en las claves de la maquinaria/mundo que vivimos: la violencia, el mercado, la construcción de realidades vicarias con los medios, la fragmentación y banalización informativas, el aniquilamiento de la memoria histórica y la anulación de las diferencias culturales. Todo eso pensé mientras pasaba frente a mí el choro de Quisiera ser millonario, film que no hace más que montar un viejo dispositivo de dominación: crear en la masa sometida la ilusión de éxito y libertad. Es, claramente, un producto hecho ex profeso por y para la academia hollywoodense y deja sin tocar un pelo a los causantes pasados y actuales de la miseria, en este caso, hindú.
Se trata pues de un film exculpatorio, uno más: qué importan los millones y millones (esta no es una hipérbole, pues en verdad son millones, más de mil, por lo que la India es el segundo país más poblado del planeta) de parias que viven en la tierra de los mahatmas y en el mundo entero, si al final un afortunado hijo de la miseria llega a millonario. Qué importa el latrocinio mundial de los países neocoloniales, de las trasnacionales, de las mafias político-económicas internacionales, si hay un concurso televisivo que nos permite soñar en la pachocha, que es sinónimo de salvación. Es el “sí se puede” ogmandinesco que alimenta bobas fantasías y desactiva enconos.
En Quisiera ser millonario la realidad aparece edulcorada, por más que veamos dos o tres imágenes tremendistas (joder los ojos de un pequeño para enceguecerlo y convertirlo en mendigo, o que el protagonista, cuando niño, caiga desde la letrina en un lago de mierda). El mafioso de Bombay, por ejemplo, es un malvavisco comparado con lo que podría ser un fayuquero de Neza. La chica del basurero, en vez de terminar convertida en un andrajo por culpa de la indigencia extremísima, termina por parecer una Bratz de lo más sexi, no pierde sus “valores” y se convierte en fundita de gángster.
El final no tiene abuela. Lo que debería ser una película estremecedora, casi automáticamente crítica de la miseria más miserable que en el mundo hay, termina con una postsurrealista coreografía de High School Musical donde de plano se descara el afán de complacer a los culpígenos y distantes espectadores de Beberly Hills, quienes con ese clímax no deberán sentirse tan mal por haber visto al niño ojetemente enceguecido o al pequeño que nada en excremento; al final, todo Bombay, la India toda bailará llena de júbilo por la belleza de la vida, por la suerte de tener una oportunidad (una sola, la del concurso) de redención, y no agitará sus juanetes en una danza tradicional, sino en una muy coordinada pieza que envidiaría Michael Jackson en Thriller.
Los caminos de la depravación mercantil llegan al límite en películas como Quisiera ser millonario. Un país con tan pavorosa miseria no merece que Hollywood le sancione como espléndida una película que termina por ser testimonio indoloro y hasta aséptico, pese a sus dos o tres escenas truculentas. Por ello, traigo a Subirats: “Uno de los daños colaterales de la aceleración y fragmentación informativas es la descontextualización de los signos. Se construyen y diseminan ‘paquetes de realidad’ programadamente ilegibles. En la pantalla, desaparecen técnica y estéticamente los marcos sociales, políticos o culturales de lo que resulta enteramente imposible comprender el signo de un conflicto social”. Un fraude, en suma, y fue Óscar a la mejor película de 2008. Así nos imaginan los grandes mercenarios del entretenimiento: jodidos pero contentos, felices y soñando ser millonarios.
Se trata pues de un film exculpatorio, uno más: qué importan los millones y millones (esta no es una hipérbole, pues en verdad son millones, más de mil, por lo que la India es el segundo país más poblado del planeta) de parias que viven en la tierra de los mahatmas y en el mundo entero, si al final un afortunado hijo de la miseria llega a millonario. Qué importa el latrocinio mundial de los países neocoloniales, de las trasnacionales, de las mafias político-económicas internacionales, si hay un concurso televisivo que nos permite soñar en la pachocha, que es sinónimo de salvación. Es el “sí se puede” ogmandinesco que alimenta bobas fantasías y desactiva enconos.
En Quisiera ser millonario la realidad aparece edulcorada, por más que veamos dos o tres imágenes tremendistas (joder los ojos de un pequeño para enceguecerlo y convertirlo en mendigo, o que el protagonista, cuando niño, caiga desde la letrina en un lago de mierda). El mafioso de Bombay, por ejemplo, es un malvavisco comparado con lo que podría ser un fayuquero de Neza. La chica del basurero, en vez de terminar convertida en un andrajo por culpa de la indigencia extremísima, termina por parecer una Bratz de lo más sexi, no pierde sus “valores” y se convierte en fundita de gángster.
El final no tiene abuela. Lo que debería ser una película estremecedora, casi automáticamente crítica de la miseria más miserable que en el mundo hay, termina con una postsurrealista coreografía de High School Musical donde de plano se descara el afán de complacer a los culpígenos y distantes espectadores de Beberly Hills, quienes con ese clímax no deberán sentirse tan mal por haber visto al niño ojetemente enceguecido o al pequeño que nada en excremento; al final, todo Bombay, la India toda bailará llena de júbilo por la belleza de la vida, por la suerte de tener una oportunidad (una sola, la del concurso) de redención, y no agitará sus juanetes en una danza tradicional, sino en una muy coordinada pieza que envidiaría Michael Jackson en Thriller.
Los caminos de la depravación mercantil llegan al límite en películas como Quisiera ser millonario. Un país con tan pavorosa miseria no merece que Hollywood le sancione como espléndida una película que termina por ser testimonio indoloro y hasta aséptico, pese a sus dos o tres escenas truculentas. Por ello, traigo a Subirats: “Uno de los daños colaterales de la aceleración y fragmentación informativas es la descontextualización de los signos. Se construyen y diseminan ‘paquetes de realidad’ programadamente ilegibles. En la pantalla, desaparecen técnica y estéticamente los marcos sociales, políticos o culturales de lo que resulta enteramente imposible comprender el signo de un conflicto social”. Un fraude, en suma, y fue Óscar a la mejor película de 2008. Así nos imaginan los grandes mercenarios del entretenimiento: jodidos pero contentos, felices y soñando ser millonarios.