Hace 35 años murió José Alfredo Jiménez. Desde hace rato le traía ganas a la narración de tres anécdotas en las que José Alfredo está, frontal u oblicuamente, cerca. La primera tiene que ver precisamente con la fecha de su muerte. En los escondrijos de mi memoria todavía revolotean las imágenes de aquellos días. Yo tenía nueve años. En la casa de la calle Madero, en Gómez Palacio, Luis Rogelio y yo, los mayores entre seis hermanos, esperábamos que papá cumpliera la promesa de llevarnos a la Plaza de Toros Torreón. Nos había dicho que sí, que el domingo iríamos a la lucha libre para ver a Blue Demon. El “Manotas” ya salía en muchas películas y, a falta de mejores entretenimientos, los filmes sobre lucha eran la pasión de todos los niños jodidos y no jodidos del país. Blue Demon era un ídolo, y queríamos verlo en vivo. El domingo esperado llegó y mi padre desapareció de casa muy temprano, pues su madre, mi abuela Toña, agonizaba en un hospitalito cercano al Seguro Social de Gómez. Varios días pasó la abuela en cama, muriendo. Yo acompañé a mi padre una vez y recuerdo que estuve junto a tíos y amigos que charlaban afuera del hospital. No entendí mucho la situación, ni me afectó gran cosa, pues la idea de la muerte era entonces, para mí, algo vago, algo remoto. Como todos los niños, yo vivía en la eternidad, fuera del tiempo, como los animales. El caso es que el domingo llegó y las horas fueron pasando. La función iniciaba como a las seis. Luis Rogelio y yo veíamos el reloj: las dos, las tres, las cuatro, las cinco, las cinco y media, y mi padre no aparecía. Fue entonces cuando tuve una ocurrencia maravillosa: ir por él. Le dije a mi hermano: “Yo sé dónde está el hospital. Voy corriendo y tú esperas aquí; si llega a casa, le dices que me vaya a buscar; si no, venimos los dos por ti”. Calculo que eran como quince cuadras, de la avenida Madero a la colonia Bellavista, en Gómez. Quedaba poco tiempo, como diez minutos para las seis. Si bien la ciudad era mucho más segura, el trote no dejaba de ser riesgoso. Salí de casa, a paso veloz. Avancé, avancé. No bajé el ritmo. Cuando al fin vi el hospital, busqué a mi padre. Y sí, allí estaba él, platicando con mis tíos y sus amigos. Mi abuela agonizaba, y ellos hacían guardia. En eso aparecí y, al verme, todos se inquietaron. Recuerdo que mi padre se agachó, para mirarme de frente; doblado por un repentino “dolor de caballo”, no pude hablar. Mi padre y sus acompañantes imaginaron que yo, sin aliento, traía una noticia trágica, pues no de otro modo podían explicarse mi agitación, mi cara de apuro. Cuando al fin pude decir dos palabras, con el aliento entrecortado expulsé las sílabas fundamentales: “La lucha, la lucha, la lucha”. Recuerdo que, pese al escenario triste del hospital, todos sonrieron cuando mi papá les explicó que había prometido llevarnos a la lucha para ver a Blue Demon. Sin dudarlo, él y yo tomamos su coche, fuimos a casa por mi hermano y luego a Torreón, a la Plaza de Toros. Ese día conocí al Manotas. Mi padre nos llevó mientras su madre agonizaba. ¿Y qué relación tiene la anécdota con José Alfredo? Ninguna, sólo el proustiano vínculo que siempre establece mi memoria entre el año de muerte de mi abuela y el de José Alfredo: 1973.
Otra anécdota: fui a recoger mi premio nacional de narrativa Gerardo Cornejo 2005 a Ciudad Obregón, Sonora. Allá, en la misma ceremonia, el poeta, ensayista y novelista colimense Rogelio Guedea, doctor en letras por la Universidad de Córdoba, España, y maestro de la Universidad de Dunedin, en Nueva Zelanda, iba por el suyo, pero de poesía. En un par de días hicimos amistad, pues Guedea es el escritor más enfáticamente alegre y dicharachero que he conocido en mi vida. Una castañuela, un sujeto capaz de hacer química con quien sea. Erudito, sonriente, amable siempre, me impresionó además por sus gestos de solidaridad: un tipo que escucha, que deja hablar y que comprende. No un tipo: un tipazo. Luego de la ceremonia de premiación hubo una cena y luego de la cena ambos estábamos libres. No sé cómo, Rogelio enganchó una invitación para que nos coláramos a una especie de “peña” o bar al aire libre en una casona obregonense de estilo campirano. Allí, mientras bebíamos cerveza y charlábamos, un joven cantante interpretaba lánguidos temas de nueva trova; no lo hacía mal, pero tampoco muy bien. En una de ésas, Rogelio dijo que iba al baño pero no, se encaminó hacia el cantante y le pidió la guitarra. La concurrencia veía la escena, y sentí un escalofrío de horror ante un posible papelazo. Lo que pasó después fue que Rogelio, con gran dominio de la lira y una voz espectacular, echó al aire el mejor huapango que he oído en mi vida: “Cuando sale la luna”, de José Alfredo, aquel que en cierta parte de la letra dice algo tan cursi como hermoso: “Cuando estoy entre tus brazos / siempre me pregunto yo / ¿cuánto me debía el destino / que contigo me pagó?”. Hasta le fecha creo que no hay una mejor forma para decir eso, exactamente eso.
La última anécdota. Es agosto de 2007. Luego de comer, en una sobremesa de las Primeras Jornadas sobre Minificción celebradas en Tucumán, Argentina, el crítico literario rosarino Alberto Julián Pérez, maestro en ese momento del Texas Tech University, conversó conmigo sobre música popular mexicana. No sé cómo, llevé también el tema a la música popular argentina. Defendí a Yupanqui, lo puse como el mejor compositor de aire rural en América Latina; Pérez reparó en que no le parecía tan fácil el asunto, pues ahí estaba la obra de José Alfredo. Le dije que Yupanqui era hasta filosófico en ciertos trazos, y además siempre estuvo politizado sin caer necesariamente en el panfleto. Pérez, con gran cortesía, consideró cierto lo que comenté, pero no dejó de insistir en el rústico y hermoso lirismo de las letras josealfredianas. No todas, pero algunas de sus canciones son de una delicadeza extrema, sencillas y encantadoras, como debe ser la música popular, aseguró mi interlocutor. Yo, admirador del 90% de las piezas que le debemos al guanajuatense, lo revaloré y cada vez que escucho, por ejemplo, “El jinete”, “Alma de acero” o “Un mundo raro”, hallo el rústico lirismo de ese tipo genial que escribió a ciegas, movido sólo por la intuición poética en estado virginal.
José Alfredo murió el 23 de noviembre de 1973. En lo suyo ha sido, sin duda, el mejor.
Otra anécdota: fui a recoger mi premio nacional de narrativa Gerardo Cornejo 2005 a Ciudad Obregón, Sonora. Allá, en la misma ceremonia, el poeta, ensayista y novelista colimense Rogelio Guedea, doctor en letras por la Universidad de Córdoba, España, y maestro de la Universidad de Dunedin, en Nueva Zelanda, iba por el suyo, pero de poesía. En un par de días hicimos amistad, pues Guedea es el escritor más enfáticamente alegre y dicharachero que he conocido en mi vida. Una castañuela, un sujeto capaz de hacer química con quien sea. Erudito, sonriente, amable siempre, me impresionó además por sus gestos de solidaridad: un tipo que escucha, que deja hablar y que comprende. No un tipo: un tipazo. Luego de la ceremonia de premiación hubo una cena y luego de la cena ambos estábamos libres. No sé cómo, Rogelio enganchó una invitación para que nos coláramos a una especie de “peña” o bar al aire libre en una casona obregonense de estilo campirano. Allí, mientras bebíamos cerveza y charlábamos, un joven cantante interpretaba lánguidos temas de nueva trova; no lo hacía mal, pero tampoco muy bien. En una de ésas, Rogelio dijo que iba al baño pero no, se encaminó hacia el cantante y le pidió la guitarra. La concurrencia veía la escena, y sentí un escalofrío de horror ante un posible papelazo. Lo que pasó después fue que Rogelio, con gran dominio de la lira y una voz espectacular, echó al aire el mejor huapango que he oído en mi vida: “Cuando sale la luna”, de José Alfredo, aquel que en cierta parte de la letra dice algo tan cursi como hermoso: “Cuando estoy entre tus brazos / siempre me pregunto yo / ¿cuánto me debía el destino / que contigo me pagó?”. Hasta le fecha creo que no hay una mejor forma para decir eso, exactamente eso.
La última anécdota. Es agosto de 2007. Luego de comer, en una sobremesa de las Primeras Jornadas sobre Minificción celebradas en Tucumán, Argentina, el crítico literario rosarino Alberto Julián Pérez, maestro en ese momento del Texas Tech University, conversó conmigo sobre música popular mexicana. No sé cómo, llevé también el tema a la música popular argentina. Defendí a Yupanqui, lo puse como el mejor compositor de aire rural en América Latina; Pérez reparó en que no le parecía tan fácil el asunto, pues ahí estaba la obra de José Alfredo. Le dije que Yupanqui era hasta filosófico en ciertos trazos, y además siempre estuvo politizado sin caer necesariamente en el panfleto. Pérez, con gran cortesía, consideró cierto lo que comenté, pero no dejó de insistir en el rústico y hermoso lirismo de las letras josealfredianas. No todas, pero algunas de sus canciones son de una delicadeza extrema, sencillas y encantadoras, como debe ser la música popular, aseguró mi interlocutor. Yo, admirador del 90% de las piezas que le debemos al guanajuatense, lo revaloré y cada vez que escucho, por ejemplo, “El jinete”, “Alma de acero” o “Un mundo raro”, hallo el rústico lirismo de ese tipo genial que escribió a ciegas, movido sólo por la intuición poética en estado virginal.
José Alfredo murió el 23 de noviembre de 1973. En lo suyo ha sido, sin duda, el mejor.