Pido al lector interesado en nuestra literatura que se ponga en contacto con Édgar Salinas o con Julio César Félix Lerma, director y coordinador editorial, respectivamente, de la revista Acequias de la UIA Laguna. Puede escribirles a acequias@lag.uia.mx, o llamarles al 7051010 extensión 1135. Ofrezco todos esos datos porque el número 45 de ésta que es, sin duda, la mejor revista universitaria de La Laguna, contiene una sección monográfica dedicada a los talleres literarios de nuestra región. Todo comienza con el ensayo panorámico “De La Laguna, pero escritor”, preparado por Salinas y Félix, para luego ceder páginas a varios escritores de la localidad que hacen un amplio aporte sobre el tema. Carlos Reyes (“Lo que no mata te hace más fuerte”), Marco A. Jiménez (“Taller de poesía”), Saúl Rosales Carrillo (“Cenáculo de la autocrítica y la crítica literaria”), Vicente Alfonso (“Andamios”), Daniel Maldonado (“Hojalatería literaria”) y su servilleta, con el texto “Enderezado y pintura para textos”, que a continuación comparto a guisa de aperitivo. Ojalá, de veras, los seguidores de nuestra literatura, si los hay, busquen Acequias 45. No deja de ser iluminador este pase de lista a tantos nombres y a tantos esfuerzos literarios derramados en la comarca lagunera, comunidad más bien indiferente o poco apasionada por las letras. Esto escribí:
Supe que en el mundo había talleres literarios cuando abrí los ojos a la literatura. Con toda mi candorosa juventud a cuestas —bordeaba los 17 o 18 años—, creía que si los talleres de enderezado y pintura eran capaces de sanar coches maltratados por las colisiones, uno literario podía ser útil para enderezar y pintar y dejar reluciente mi incierta obra narrativa. Como ya era asiduo lector de periódicos, cada tanto veía los boletines que anunciaban la reunión del Talitla (Taller Literario de La Laguna) celebrado alternadamente en las Casas de la Cultura de Torreón y Gómez Palacio. Lo coordinaba el poeta zacatecano José de Jesús Sampedro, y alguna vez, ubico borrosamente este recuerdo hacia 1982, me di la vuelta al bulevar Revolución y Prolongación Colón, lugar donde sesionaban los talitlos cuando les tocaba la Casa de la Cultura torreonense. Nadie supo que apenas me asomé a la puerta. La timidez y el miedo no me dejaron entrar al salón donde Sampedro conversaba con sus discípulos, todos mayores que yo. Se reunían allí Jorge Rodríguez, Marco Antonio Jiménez, Paco Amparán, Emanuel Quiñones y Rocío Lazalde, entre otros. A un milímetro estuve de ingresar a ese taller, pero el destino me detuvo y me llevó a otro rumbo.
Varios meses pasé en la rumia de aquel deseo: escribir y llevar mis borradores a-un-taller. Pero no supe cómo hacerle, a dónde ir, a quién preguntar. En 1984 recibí una clase de literatura en el Iscytac, eso dentro de la carrera de comunicación que simulé estudiar. Saúl Rosales era el maestro, y en poco tiempo me enteré de que además él coordinaba el suplemento cultural de La Opinión. Cierto día, apocado por el pavor, le di una cuartillas con “poemas”. Los leyó y me dijo que estaban lo suficientemente buenos para incorporarlos al suplemento. En septiembre del 84 vi pues mi primer texto literario publicado en serio. El shock fue tan grande que conversé con Enrique Lomas, estudiante también del Iscytac, y decidimos plantearle a Saúl la posibilidad de armar un taller extramuros. Saúl nos respondió que sí, y por su cuenta convocó a Gilberto Prado y a Héctor Matouk. Nuestra primera sesión la celebramos a finales del 84 en casa de Lomas (Galeana, entre Juárez e Hidalgo) y a partir de allí no dejamos de reunirnos cada sábado durante al menos cinco o seis años, como quedó bien explicado en el libro Botella al mar, tesis de Gloria Murillo sobre el grupo literario que formamos con Saúl Rosales Carrillo en el timón.
Participar en el Botella al mar me dejó marcado. Desde entonces, el aprendizaje de la literatura fue un juego, más que una obligación. Nuestras sesiones tenían poco de didáctico, pero gracias a la lucidez y al humor de Saúl, Prado, Lomas, Matouk (a los que poco a poco se sumaron otros amigos como Pablo Arredondo y Gerardo García) aquello era un pandemonio rico en experiencias literarias y extraliterarias (políticas y etílicas, sobre todo).
Cuando nos disgregamos me quedé con la idea de que, tras el aprendizaje, yo podía ofrecer un servicio más como incipiente profesor: el de coordinar talleres. Y sí, varios años me gané parte del pan en el taller del Departamento de Difusión de la UA de C Torreón y por un lapso cercano a la década viví mi mejor experiencia como moderador de un taller: el de la UIA Laguna.
Los casi veinte años en convivencia con el mundillo de los talleres literarios laguneros me dejó clara la idea de que no salvan si no hay qué salvar; sin talento, ningún taller es capaz de enderezar a nadie. Con talento, aunque sea escaso, el taller, si crea un buen ambiente de trabajo, puede ser estimulante en lo literario y gratificante en lo amistoso, siempre y cuando lo abandonemos a tiempo. Ahora afirmo, por ello, que mis mejores ratos como maestro los pasé en el aula de un taller; allí me divertía enseñando, o enseñaba divirtiendo, pues fomenté siempre la idea de que a la literatura hay que respetarla menos y disfrutarla más, todo con absoluta libertad. Hoy pienso lo mismo.
Terminal
En nuestra gustada sección “Hágalo usted mismo”, va: los juegos de palabras son infinitos; voy a enseñar un truco para que usted los haga en la tranquilidad de su hogar. Es un juego de sustitución. Se puede lograr el humor si cambiamos alguna palabra en una frase hecha, refrán, nombre, etcétera. Por ejemplo, cuando atraparon a Francisca Zetina, la Paca, Carlos Monsiváis la rebautizó como Paquita la del Cráneo. La risa estaba asegurada, pues todo quedó bien colocado en ese mote. El nombre propio (Francisca-Paquita), la alusión al nombre conocido de antemano (Paquita la del Barrio), y la simetría de la palabra “barrio” con “cráneo” (ambas bisilábicas y graves). Todo eso sin alterar la lógica del acontecimiento, aquello de las osamentas sembradas por Paquita Zetina. Haga el experimento: piense en el refrán “Camarón que se duerme se lo lleva la corriente” y cambie la primera palabra por el apellido Calderón. Notará que suena igual, eso porque la palabra sustituida también es trisilábica y aguda, además de que respeta la lógica de lo que está haciendo el Ejecutivo actual: nada, por eso nos está llevando la corriente.
Supe que en el mundo había talleres literarios cuando abrí los ojos a la literatura. Con toda mi candorosa juventud a cuestas —bordeaba los 17 o 18 años—, creía que si los talleres de enderezado y pintura eran capaces de sanar coches maltratados por las colisiones, uno literario podía ser útil para enderezar y pintar y dejar reluciente mi incierta obra narrativa. Como ya era asiduo lector de periódicos, cada tanto veía los boletines que anunciaban la reunión del Talitla (Taller Literario de La Laguna) celebrado alternadamente en las Casas de la Cultura de Torreón y Gómez Palacio. Lo coordinaba el poeta zacatecano José de Jesús Sampedro, y alguna vez, ubico borrosamente este recuerdo hacia 1982, me di la vuelta al bulevar Revolución y Prolongación Colón, lugar donde sesionaban los talitlos cuando les tocaba la Casa de la Cultura torreonense. Nadie supo que apenas me asomé a la puerta. La timidez y el miedo no me dejaron entrar al salón donde Sampedro conversaba con sus discípulos, todos mayores que yo. Se reunían allí Jorge Rodríguez, Marco Antonio Jiménez, Paco Amparán, Emanuel Quiñones y Rocío Lazalde, entre otros. A un milímetro estuve de ingresar a ese taller, pero el destino me detuvo y me llevó a otro rumbo.
Varios meses pasé en la rumia de aquel deseo: escribir y llevar mis borradores a-un-taller. Pero no supe cómo hacerle, a dónde ir, a quién preguntar. En 1984 recibí una clase de literatura en el Iscytac, eso dentro de la carrera de comunicación que simulé estudiar. Saúl Rosales era el maestro, y en poco tiempo me enteré de que además él coordinaba el suplemento cultural de La Opinión. Cierto día, apocado por el pavor, le di una cuartillas con “poemas”. Los leyó y me dijo que estaban lo suficientemente buenos para incorporarlos al suplemento. En septiembre del 84 vi pues mi primer texto literario publicado en serio. El shock fue tan grande que conversé con Enrique Lomas, estudiante también del Iscytac, y decidimos plantearle a Saúl la posibilidad de armar un taller extramuros. Saúl nos respondió que sí, y por su cuenta convocó a Gilberto Prado y a Héctor Matouk. Nuestra primera sesión la celebramos a finales del 84 en casa de Lomas (Galeana, entre Juárez e Hidalgo) y a partir de allí no dejamos de reunirnos cada sábado durante al menos cinco o seis años, como quedó bien explicado en el libro Botella al mar, tesis de Gloria Murillo sobre el grupo literario que formamos con Saúl Rosales Carrillo en el timón.
Participar en el Botella al mar me dejó marcado. Desde entonces, el aprendizaje de la literatura fue un juego, más que una obligación. Nuestras sesiones tenían poco de didáctico, pero gracias a la lucidez y al humor de Saúl, Prado, Lomas, Matouk (a los que poco a poco se sumaron otros amigos como Pablo Arredondo y Gerardo García) aquello era un pandemonio rico en experiencias literarias y extraliterarias (políticas y etílicas, sobre todo).
Cuando nos disgregamos me quedé con la idea de que, tras el aprendizaje, yo podía ofrecer un servicio más como incipiente profesor: el de coordinar talleres. Y sí, varios años me gané parte del pan en el taller del Departamento de Difusión de la UA de C Torreón y por un lapso cercano a la década viví mi mejor experiencia como moderador de un taller: el de la UIA Laguna.
Los casi veinte años en convivencia con el mundillo de los talleres literarios laguneros me dejó clara la idea de que no salvan si no hay qué salvar; sin talento, ningún taller es capaz de enderezar a nadie. Con talento, aunque sea escaso, el taller, si crea un buen ambiente de trabajo, puede ser estimulante en lo literario y gratificante en lo amistoso, siempre y cuando lo abandonemos a tiempo. Ahora afirmo, por ello, que mis mejores ratos como maestro los pasé en el aula de un taller; allí me divertía enseñando, o enseñaba divirtiendo, pues fomenté siempre la idea de que a la literatura hay que respetarla menos y disfrutarla más, todo con absoluta libertad. Hoy pienso lo mismo.
Terminal
En nuestra gustada sección “Hágalo usted mismo”, va: los juegos de palabras son infinitos; voy a enseñar un truco para que usted los haga en la tranquilidad de su hogar. Es un juego de sustitución. Se puede lograr el humor si cambiamos alguna palabra en una frase hecha, refrán, nombre, etcétera. Por ejemplo, cuando atraparon a Francisca Zetina, la Paca, Carlos Monsiváis la rebautizó como Paquita la del Cráneo. La risa estaba asegurada, pues todo quedó bien colocado en ese mote. El nombre propio (Francisca-Paquita), la alusión al nombre conocido de antemano (Paquita la del Barrio), y la simetría de la palabra “barrio” con “cráneo” (ambas bisilábicas y graves). Todo eso sin alterar la lógica del acontecimiento, aquello de las osamentas sembradas por Paquita Zetina. Haga el experimento: piense en el refrán “Camarón que se duerme se lo lleva la corriente” y cambie la primera palabra por el apellido Calderón. Notará que suena igual, eso porque la palabra sustituida también es trisilábica y aguda, además de que respeta la lógica de lo que está haciendo el Ejecutivo actual: nada, por eso nos está llevando la corriente.