Si exigen pago de honorarios, a un asesor, a un mercadólogo o a un técnico de inmediato le llueven perlas del presupuesto. Si pide pago por chamba realizada, un plomero, un pediatra, una cocinera, un mecánico, un dentista, un mariachi, una abogada, con y sin regateos de por medio su labor es liquidada sin regateo. Bien o mal, su jale recibe pago. Pero que no se les ocurra a los putos escritores cobrar por lo que hacen; que no se les ocurra ni siquiera insinuar una solicitud de pago, porque de inmediato se levantarán contra ellos las furias del escepticismo. ¿Escribir es un trabajo? ¿Qué no se trata de apiñar simples palabras y ya? ¿Pero si ahora hasta la más chafa computadora corrige ortografía? Además, los escritores son bohemios, drogos, artistas, maricas, y como nacieron con la facilidad para escribir a ellos les resulta fácil redactar lo que sea, presentar lo que sea, conferenciar lo que sea. Darles pago, por ello, es absurdo, además de que sólo les hacemos daño, pues con dinero se alocan, compran más mota y alcohol. No, el escritor que cobra es un desviado, un ambicioso, un hombre que prostituye su pluma, casi casi la degeneración encarnada.
Parece que todavía priva la idea de que el escritor no es, como cualquiera, un animal lleno de necesidades básicas. Así entonces, si sus capacidades se vinculan al conocimiento de la palabra, justo es que se gane la vida con tal destreza. ¿Cómo? Pues como se pueda. Escribiendo para periódicos, revistas, libros, páginas de internet, publicidad, manuales, informes, boletines, cartas, discursos; o dictaminando o corrigiendo obras literarias, tesis, informes, textos periodísticos, manuales; o editando libros, revistas, periódicos o páginas virtuales de lo que sea, a destajo; o dando clases, cursos, conferencias de lo que sabe, porque si escribe es muy probable que haya pasado algún tiempo entre libros, aprendiendo a escribir, que es como aprender a aprender.
¿Pero qué ocurre? Que, salvo contadísimas excepciones, un escritor no goza de prestigio social como trabajador. Es, más bien, una especie de loco ornamental, alguien que vive en el éter, que se aparta de la sociedad y que forzosamente necesita la penuria como combustible de su inspiración. Por eso hay que mantenerlo a raya, no contaminarlo con la vulgaridad de un sueldo o pago de honorarios. Además, recordemos, es bohemio, así le gusta estar, habitando siempre en la divina jodidencia.
Muy pocos políticos y muy pocos publicistas saben lo que un buen escritor puede hacer por sus mensajes. Si lo supieran, seguramente lo contratarían para evitar dislates incluso en frases simples, en lemas o eslóganes. Ni eso pueden acuñar como se debe quienes no tienen la práctica de la escritura, así que son todavía menos capaces de urdir discursos de una, dos o tres cuartillas que parezcan lógicos. Como por lo general no pueden, asombra la severa crítica que ha hecho la síndica Claudia González Díaz para censurar que un discurso de cinco minutos haya sido pagado por la presidencia de Torreón a la monstruosa cantidad de mil pesos. Le asiste en parte la razón cuando crítica al alcalde por no tener cerca a alguien competente para redactar palabras bien peinadas, pero es lamentable el señalamiento que muestra asombro por el pago tan “alto” derivado de un trabajo escrito que servirá para ser leído en cinco minutos. ¿Tendrá idea la síndica de lo que significa escribir? ¿Sabe de qué vive un escritor? Lo que sí debe saber es que mil pesos es menos de lo que un funcionario puede engullir, por sentada, en un bistró.
Parece que todavía priva la idea de que el escritor no es, como cualquiera, un animal lleno de necesidades básicas. Así entonces, si sus capacidades se vinculan al conocimiento de la palabra, justo es que se gane la vida con tal destreza. ¿Cómo? Pues como se pueda. Escribiendo para periódicos, revistas, libros, páginas de internet, publicidad, manuales, informes, boletines, cartas, discursos; o dictaminando o corrigiendo obras literarias, tesis, informes, textos periodísticos, manuales; o editando libros, revistas, periódicos o páginas virtuales de lo que sea, a destajo; o dando clases, cursos, conferencias de lo que sabe, porque si escribe es muy probable que haya pasado algún tiempo entre libros, aprendiendo a escribir, que es como aprender a aprender.
¿Pero qué ocurre? Que, salvo contadísimas excepciones, un escritor no goza de prestigio social como trabajador. Es, más bien, una especie de loco ornamental, alguien que vive en el éter, que se aparta de la sociedad y que forzosamente necesita la penuria como combustible de su inspiración. Por eso hay que mantenerlo a raya, no contaminarlo con la vulgaridad de un sueldo o pago de honorarios. Además, recordemos, es bohemio, así le gusta estar, habitando siempre en la divina jodidencia.
Muy pocos políticos y muy pocos publicistas saben lo que un buen escritor puede hacer por sus mensajes. Si lo supieran, seguramente lo contratarían para evitar dislates incluso en frases simples, en lemas o eslóganes. Ni eso pueden acuñar como se debe quienes no tienen la práctica de la escritura, así que son todavía menos capaces de urdir discursos de una, dos o tres cuartillas que parezcan lógicos. Como por lo general no pueden, asombra la severa crítica que ha hecho la síndica Claudia González Díaz para censurar que un discurso de cinco minutos haya sido pagado por la presidencia de Torreón a la monstruosa cantidad de mil pesos. Le asiste en parte la razón cuando crítica al alcalde por no tener cerca a alguien competente para redactar palabras bien peinadas, pero es lamentable el señalamiento que muestra asombro por el pago tan “alto” derivado de un trabajo escrito que servirá para ser leído en cinco minutos. ¿Tendrá idea la síndica de lo que significa escribir? ¿Sabe de qué vive un escritor? Lo que sí debe saber es que mil pesos es menos de lo que un funcionario puede engullir, por sentada, en un bistró.
Terminal
En nuestra gustada sección “Neologismos lujosos”, va: El superlativo de pulcra no es pulcrísima, sino pulquérrima. Así, el superlativo de ninfómana no es ninfomanísima, sino pulguérrima.
En nuestra gustada sección “Neologismos lujosos”, va: El superlativo de pulcra no es pulcrísima, sino pulquérrima. Así, el superlativo de ninfómana no es ninfomanísima, sino pulguérrima.