Apenas había imaginado que detrás del trabajo actoral hay una respetable felpa, un trabajal de galeotes cuando de verdad se buscan resultados óptimos. Pero me he mantenido lejos, lejísimos de ese mundo, pues desde joven descubrí que mis capacidades histrónicas no dan ni para fungir de arbusto en una obra para niños. Lo mío, he dicho siempre, no es el ambiente del teatro, aunque cada vez que veo montajes me llama el gusanito de intentarlo aunque sea nomás como escritor de algo, lo que caiga. Por ese desconocimiento del medio actoral vi con inquietud la invitación que me hicieron para ayudar en un asunto nimio dentro de la presentación torreonense de Íntimamente Rosario de Chiapas, con Ofelia Medina. Dudé un poco en aceptar, pues me querían dos horas antes de la presentación. ¿Cómo, para que dé las llamadas debo ir a las seis cuando la función es a las ocho?, pregunté. Así lo quiere la señora Ofelia, me dijeron. Bueno, sin remedio. Llegué y me presentaron. Ella ensayaba junto a su asistente de dirección y a la cellista Gimena Jiménez Cacho. Ofelia me detuvo cuando quise saludarla en el escenario, ignoro si por cábala o para que mis zapatos no insultaran con polvo el lustroso piso. Me recibió atenta, y de inmediato procedió a darme indicaciones. Antes le recordé que ya nos conocíamos, que hace poco, de casualidad, viajamos al DF junto a More Barret, directora del Teatro Nazas. “Ah, claro”, afirmó sonriente. “Mira, Jaime, necesito que des las llamadas en esta orden: la primera a las ocho, y en ella dirás sólo que apaguen los celulares; en la segunda, otra vez que apaguen los celulares y los agradecimientos institucionales; en la tercera, presentas la obra con voz dulce”. Allí me dio el calambrón: “No sé si me salga esa voz, señora Ofelia, yo no sé de esto”. Y ella, concluyente: “N’hombre, tienes la voz dulce, sólo debes suavizarla un poco más, modularla”.
Subí nervioso a la cabina, pues iba a tener que vérmelas con una primera actriz. Yo, sin experiencia ninguna en ese rollo, debía leer con estilacho, bien acá. Llegué al cuarto de controles y me recibió Begoña Lecumberri, asistente de Ofelia Medina. Desde allí vi algo que jamás había visto: los preparativos inmediatamente anteriores a una presentación teatral. Por Gerardo Moscoso y Jorge Méndez, mis dos referentes más cercanos al mundo del teatro lagunero, sabía que el ensayo es una reverenda pela, pero no imaginaba que debían ajustarse tantos detalles. La señora Ofelia iba y venía, gritaba, corregía, indicaba; con palabras duras enmendaba la colocación de un reflector, por ejemplo, pero siempre agradecía el acatamiento de los técnicos. Yo leí tres veces mi breve discursito ensayístico de la tercera llamada; lo hice como si ya fuera la versión definitiva, con cierto aire actoral, echándole crema a las garnachas. Sin sentirlo, en un instante ya estaba metido en el mundo de Ofelia Medina, en sus estrictas órdenes, hasta que comenzó la obra y dije mis palabras en el micrófono de cabina, ya con el público expectante.
Nadie se fijó, obvio, en mi trabajo, y tuve menos éxito que una butaca dentro del teatro. No me importó, pues en esas dos horas hice mía a salto de mata una experiencia inédita e incanjeable: ver, grosso modo, en qué se basa el profesionalismo teatral. Ofelia Medina me enseñó sin querer que el cimiento de un montaje dramático está en el desempeño colectivo riguroso, implacable. Íntimamente Rosario de Chiapas fue un éxito en Torreón.
Subí nervioso a la cabina, pues iba a tener que vérmelas con una primera actriz. Yo, sin experiencia ninguna en ese rollo, debía leer con estilacho, bien acá. Llegué al cuarto de controles y me recibió Begoña Lecumberri, asistente de Ofelia Medina. Desde allí vi algo que jamás había visto: los preparativos inmediatamente anteriores a una presentación teatral. Por Gerardo Moscoso y Jorge Méndez, mis dos referentes más cercanos al mundo del teatro lagunero, sabía que el ensayo es una reverenda pela, pero no imaginaba que debían ajustarse tantos detalles. La señora Ofelia iba y venía, gritaba, corregía, indicaba; con palabras duras enmendaba la colocación de un reflector, por ejemplo, pero siempre agradecía el acatamiento de los técnicos. Yo leí tres veces mi breve discursito ensayístico de la tercera llamada; lo hice como si ya fuera la versión definitiva, con cierto aire actoral, echándole crema a las garnachas. Sin sentirlo, en un instante ya estaba metido en el mundo de Ofelia Medina, en sus estrictas órdenes, hasta que comenzó la obra y dije mis palabras en el micrófono de cabina, ya con el público expectante.
Nadie se fijó, obvio, en mi trabajo, y tuve menos éxito que una butaca dentro del teatro. No me importó, pues en esas dos horas hice mía a salto de mata una experiencia inédita e incanjeable: ver, grosso modo, en qué se basa el profesionalismo teatral. Ofelia Medina me enseñó sin querer que el cimiento de un montaje dramático está en el desempeño colectivo riguroso, implacable. Íntimamente Rosario de Chiapas fue un éxito en Torreón.
Terminal
En nuestra gustada sección “Descubrimientos asombrosos sobre los cuates”, va: recién advertí que dos de mis mejores amigos escritores, Saúl Rosales y Gilberto Prado, tienen algo más en común: ambos nacieron el mismo año y casi el mismo mes, respectivamente, que los dos más grandes futbolistas de la historia: Pelé, como Saúl, nació en octubre de 1940; Gilberto el 20 de septiembre de 1960 y Maradona el 30 de octubre de ese mismo año.
En nuestra gustada sección “Descubrimientos asombrosos sobre los cuates”, va: recién advertí que dos de mis mejores amigos escritores, Saúl Rosales y Gilberto Prado, tienen algo más en común: ambos nacieron el mismo año y casi el mismo mes, respectivamente, que los dos más grandes futbolistas de la historia: Pelé, como Saúl, nació en octubre de 1940; Gilberto el 20 de septiembre de 1960 y Maradona el 30 de octubre de ese mismo año.