En una semana, o menos, recibí tres cartas y una visita directa con la misma inquietud: dos de mis interlocutores deseaban saber si sus cuentos eran cuentos, y los otros dos estaban ansiosos por entender la diferencia entre narración, cuento y relato, pues vieron convocatorias de concursos literarios en las que tales palabras son manejadas indistintamente y debido a eso querían precisarlas. En todos los casos es necesaria una pizca de teoría, pero lo fundamental está en la lectura de buenas obras narrativas, les comenté a todos. “En literatura no hay nada escrito”, dice Monterroso en un aforismo genial. Cierto. Sobre el arte de contar se ha dicho todo, pero lo sustancial consiste en saber que ningún relato sobrevivirá a la indulgencia del lector si pierde interés, si se enreda en naderías y no narra acciones que apunten a construir una expectativa desenlazada luego con inteligencia, es decir, sorpresivamente, de acuerdo a la lógica de lo ya contado. En fin. Las estrategias son muchas, infinitas, pero el arte es el mismo: contar con interés, tomar al lector de las solapas y jalarlo hacia los párrafos, meterlo a la acción.
Esa vena narrativa, como tantas habilidades humanas, se trae o no se trae. Si ocurre lo segundo, con mucho esfuerzo alguien puede desarrollar la pericia de contar. Como en el dibujo, como en la música, hay gente que trae el tesoro de nacimiento, y los que no, debemos batallar el doble o el triple para, apenas, dominar las nociones básicas. Por eso a mis interlocutores les señalé, vistos sus casos, que no iba a ser yo el que los desalentaría o el que les daría luz verde, pero con sinceridad les dije si en sus textos se percibía una (yo la llamo así) voluntad narrativa, ese impulso contador que puede insinuar hasta el relato de un principiante dotado. Pese a ello es muy difícil saber, en los primeros relatos de un aspirante a narrador, si saldrá algo bueno de allí. Narrar combina varios factores, pero todo empieza, creo, por esa voluntad narrativa de la que hablo. No es suficiente, pues, el puro instinto, o tener anécdotas, experiencia en la vida, vivencias dramáticas. Tampoco bastan un vocabulario lujoso y una sintaxis limpia. Igual, de poco ayuda un profundo conocimiento teórico. Menos, buen oído para saber cómo deben hablar los personajes. Aislados, todos esos ingredientes no hacen a un narrador, pero su combinación adecuada puede generar historias atractivas. Narrar parece simple, pero demanda, como se puede ver, la consideración de rasgos que atañen tanto a lo que ya se trae como a lo aprendido. En todos los casos, el trabajo y la paciencia (una paciencia de buey) son las dos mayores virtudes de quien elige la carrera de narrador.
Una inquietud que con frecuencia encuentro en muchos se relaciona con el valor de su experiencia. ¿Sirve lo que he vivido, oído, soñado, leído para hacer narraciones? Respondo con la carta abierta: sirve, aunque no es necesario que en lo narrado se sienta con toda su gravitación el peso autobiográfico. De hecho, los narradores profesionales, y sus lectores, no advierten que las creaturas que deambulan en la página son una extensión del autor, alter ego múltiple o embozamientos del artífice. El autor y el lector aceptan tácitamente que los personajes literarios viven su propia vida, son “autónomos”, por mucho que el autor, al crearlos, les preste sus rasgos o “experiencias”. No hay nada más necio, por ello, que obsesionarse por ver al autor en los personajes, por imaginar que es mujeriego, tacaño, borracho, fraudulento, cruel, ruin sólo porque sus personajes lo son. El autor está en su derecho de ser, si lo es, mujeriego, tacaño, borracho, fraudulento, cruel, ruin, pero no es la justicia literaria la que lo juzgará por ello, sino la social, la humana. Lo importante de quien narra, para decirlo con llaneza, es lo que narra y cómo lo narra. Lo demás, a la literatura, le importa un reverendo pepino.