Dirán algunos que la conclusión es descabellada y no pasa de ser una broma. Sea lo que fuere, hay algo de verdad en ella: lo único bueno que deja el clima viscoso vivido por nuestra región en los meses recientes es una caída significativa de la prepotencia. Dado que vivimos en una zona (hay muchas así en México, o más bien todo México es así) donde nos gusta lucir el estatus y nos fascina aplastar al prójimo con la sola mención de apellidos, títulos y propiedades, se nota cualquier barrera que detenga/contenga esa manifestación de poder real o ilusorio.
Pero frente a los facinerosos que no se andan con payasadas, cualquier genuino prepotente se frunce como sobaco de tortuga. Ya no es tan fácil, por ejemplo, que los camionetones marca diablo quemen llanta o hagan sonar el claxon nomás para que los admire la perrada que anda a pie, en bicla o en Atos. Ahora, esas trocas apantalladoras no inspiran admiración en los semáforos, sino miedo, recelo, desconfianza, tanto que miente quien diga que no suda cuando observa en el retrovisor la trompa nada tierna de una Lobo. La prepotencia de los coches lujosos está en pausa, y hasta lástima da ver una Escalade polarizada, pues ese abuso de lujosa lámina, como la canción, huele a peligro y es leído hoy como sinónimo de riesgo latente.
En el mismo tenor de la prepotencia rodante, toda la gente ha notado que cada vez que se agudizan los gritos y los sombrerazos hay una sensible disminución de la ferocidad policiaca contra el ciudadano. Aunque tienen su razón de ser en un robo, las placas (o la falta de) alienta en los agentes de tránsito, sobre todo en los higaditos que andan en moto, esos Poncharelos barrigones y asoleados, un ánimo persecutorio implacable pero no para luchar por “la justicia”, es decir, para que los conductores morosos e “irresponsables” se pongan a mano con el gandalla diezmo de la tenencia, sino para ver qué le ruñen al bolsillo ajeno por concepto de mordida. Cuando baja la oleada de desaguisados criminales los motociclistas hacen su agosto, su septiembre y su octubre para recuperar el tiempo en el que no podían, con su habitual prepotencia, detener coches por temor a cometer errores fatales. Nunca olvidaré al amigo que fue detenido hace algunos meses: discutía con el agente sobre el caso de la persecución al ciudadano sin placas cuando él, mi cuate, le dijo: “Mire, señor oficial, allá va una Hummer sin placas y sin permiso. ¿Por qué no la detiene?” El azul, convencido de su mañosa discrecionalidad, perdió de golpe la prepotencia y perdonó en ese caso la mordida.
Hay algo placentero, creo, en la prepotencia. Nuestra cultura la favorece, nos gusta o nos gustaría ser prepotentes, y gozamos cuando nos cuentan que fulano, con su sola presencia, impuso su ley y todos se quedaron quietos frente a él. Como el placer, que según Freud se basa en el principio de obtención-repetición, la prepotencia no se ejerce sin que de inmediato genere un deseo de repetirla. Son especulaciones, lo sé, pero se basan en las caras de satisfacción orgásmica que he visto cuando un prepotente sale triunfador de tal o cual faena, la emoción con la que son contadas las hazañas de alguien que supuestamente se las come ardiendo.
La prepotencia es, además, hereditaria. Cuento una anécdota; hace unas semanas supe que mi sobrinita de cinco años comparte aula de kínder con la hija de un sujeto que fue candidato a diputado local en las recién pasadas elecciones. Mucho antes de la jornada electoral, la pequeña hija del político ya estaba usufructuando en el salón de clases los beneficios de una diputación: ante cualquier situación que la incomodara amenazaba a sus compañeritos con una frase de emperador romano: “Si sigues así, le diré a mi papá que hable con la directora para que te corra de la escuela”. Cinco añitos, apenas. Imaginemos esa prepotencia no en estado larvario, sino adulto.
Pero frente a los facinerosos que no se andan con payasadas, cualquier genuino prepotente se frunce como sobaco de tortuga. Ya no es tan fácil, por ejemplo, que los camionetones marca diablo quemen llanta o hagan sonar el claxon nomás para que los admire la perrada que anda a pie, en bicla o en Atos. Ahora, esas trocas apantalladoras no inspiran admiración en los semáforos, sino miedo, recelo, desconfianza, tanto que miente quien diga que no suda cuando observa en el retrovisor la trompa nada tierna de una Lobo. La prepotencia de los coches lujosos está en pausa, y hasta lástima da ver una Escalade polarizada, pues ese abuso de lujosa lámina, como la canción, huele a peligro y es leído hoy como sinónimo de riesgo latente.
En el mismo tenor de la prepotencia rodante, toda la gente ha notado que cada vez que se agudizan los gritos y los sombrerazos hay una sensible disminución de la ferocidad policiaca contra el ciudadano. Aunque tienen su razón de ser en un robo, las placas (o la falta de) alienta en los agentes de tránsito, sobre todo en los higaditos que andan en moto, esos Poncharelos barrigones y asoleados, un ánimo persecutorio implacable pero no para luchar por “la justicia”, es decir, para que los conductores morosos e “irresponsables” se pongan a mano con el gandalla diezmo de la tenencia, sino para ver qué le ruñen al bolsillo ajeno por concepto de mordida. Cuando baja la oleada de desaguisados criminales los motociclistas hacen su agosto, su septiembre y su octubre para recuperar el tiempo en el que no podían, con su habitual prepotencia, detener coches por temor a cometer errores fatales. Nunca olvidaré al amigo que fue detenido hace algunos meses: discutía con el agente sobre el caso de la persecución al ciudadano sin placas cuando él, mi cuate, le dijo: “Mire, señor oficial, allá va una Hummer sin placas y sin permiso. ¿Por qué no la detiene?” El azul, convencido de su mañosa discrecionalidad, perdió de golpe la prepotencia y perdonó en ese caso la mordida.
Hay algo placentero, creo, en la prepotencia. Nuestra cultura la favorece, nos gusta o nos gustaría ser prepotentes, y gozamos cuando nos cuentan que fulano, con su sola presencia, impuso su ley y todos se quedaron quietos frente a él. Como el placer, que según Freud se basa en el principio de obtención-repetición, la prepotencia no se ejerce sin que de inmediato genere un deseo de repetirla. Son especulaciones, lo sé, pero se basan en las caras de satisfacción orgásmica que he visto cuando un prepotente sale triunfador de tal o cual faena, la emoción con la que son contadas las hazañas de alguien que supuestamente se las come ardiendo.
La prepotencia es, además, hereditaria. Cuento una anécdota; hace unas semanas supe que mi sobrinita de cinco años comparte aula de kínder con la hija de un sujeto que fue candidato a diputado local en las recién pasadas elecciones. Mucho antes de la jornada electoral, la pequeña hija del político ya estaba usufructuando en el salón de clases los beneficios de una diputación: ante cualquier situación que la incomodara amenazaba a sus compañeritos con una frase de emperador romano: “Si sigues así, le diré a mi papá que hable con la directora para que te corra de la escuela”. Cinco añitos, apenas. Imaginemos esa prepotencia no en estado larvario, sino adulto.