El escritor Jean Marie LeClezio ganó el Nobel, pero a quién le importa. El acelere de la mala información sirve para fortalecer el pesimismo y olvidarnos de todas esas joterías culturales que de nada sirven. Ni Og Mandino se sentiría capaz de sonreír ante el tsunami noticioso que cualquiera pudo ver en la semana agonizante. Siguen los ejecutados, los maestros en Morelos topan ahora contra militares, será imposible alcanzar las metas de creación de empleo (ya de por sí rabonas), y, lo más importante, cierra el viernes con la amenaza de una recesión mundial que golpeará con el puño bien cerrado la jeta de los más pobres. La vida es bella.
Pese a las pastillas tranquilizadoras de Calderón, es alarmante lo que pueda ocurrir si se prolonga la crisis. Se entiende que las voces oficiales emitan mensajes sedantes, pero poco se avanza si al mismo tiempo vemos la actuación de algunos funcionarios como Alberto Cárdenas Jiménez, cero a la izquierda encargado de la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa), quien a lo largo del sexenio ha sido el mejor garante de la parálisis que viven la agricultura, la ganadería, el desarrollo rural, la pesca y la alimentación en este país de locos.
Ayer mismo, en su comparecencia frente a los diputados, el titular de la Degrapa (que no Sagarpa) mostró el cobre de su ineptitud. Dio números optimistas (¿qué informante oficial no arroja números optimistas?), habló de mejoría, evadió algunas preguntas, se hizo el ofendido con el nuevo mote que lo hizo pasar de “caballo negro” a “burro pardo”, escuchó algunas acusaciones sobre trato preferencial a empresas como Cargill, Maseca, Minsa y ADM, y al final salió sin que de veras le despeinaran la plateada cabellera. ¿Y la realidad? La realidad, esa cosa que existe fuera del discurso oficial, sigue allí, terca como dinosaurio monterroseano.
Cuando alguien se refiere al campo mexicano y ofrece cifras de color azul pastel, como ayer el secretario de equinos sobrenombres, no dejo de pensar en mis acercamientos y mis visiones al entorno ranchero que nos tocó a los laguneros. Desde que tengo uso de razón, el campo ha estado cerca de mis emociones y su cultura la conozco y la respeto, pues veo en ella una especie de condensación idiosincrática: allí está, borrosamente, todo lo que de bueno y de malo tiene el Ser citadino dominante. No es ninguna revelación deslumbrante afirmar que la expresión verbal de los rancheros laguneros es una forma de la comunicación rica en matices: oír hablar a un par de viejos rancheros de La Laguna es un banquete, pues no faltan en sus diálogos refranes, dichos, formulas, referencias, giros, léxico que ni de broma hallamos ya en la ciudad, una especie de español preciosamente fosilizado. Es casi como oír un dialecto derivado del castellano.
Nomás por esa gracia, que no es poca, tengo permanente contacto con la canción ranchera antigua (digo, Javier Solís, Aceves Mejía, Cuco Sánchez, Tomás Méndez, el Piporro), pues en ese género hallo una literatura emocionalmente aproximada al latido de la rancheriza lagunera. Hoy ya está muy adulterada por los vómitos del pasito duranguense y esas vainas, pero, como aclaré, en nuestros viejos campiranos sigue vivo el México de más antes, como se decía más antes. A ese campo lagunero, y supongo que lo mismo ocurre en todo México, nomás lo he visto en decadencia desde que lo conozco y lo trato. De hecho, como sabemos, muchos ejidos están vacíos de jóvenes, fuerza de trabajo que ha salido a buscar pan hacia otras partes, sobre todo a EUA. ¿Hay esperanzas de que alguna vez el campo cambie su situación y ya no sea más el arsenal donde se surten las maquiladoras y las familias que demandan servicio doméstico? No lo creo. La crisis para ellos sí parece eterna. Su futuro está minado.
Pese a las pastillas tranquilizadoras de Calderón, es alarmante lo que pueda ocurrir si se prolonga la crisis. Se entiende que las voces oficiales emitan mensajes sedantes, pero poco se avanza si al mismo tiempo vemos la actuación de algunos funcionarios como Alberto Cárdenas Jiménez, cero a la izquierda encargado de la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa), quien a lo largo del sexenio ha sido el mejor garante de la parálisis que viven la agricultura, la ganadería, el desarrollo rural, la pesca y la alimentación en este país de locos.
Ayer mismo, en su comparecencia frente a los diputados, el titular de la Degrapa (que no Sagarpa) mostró el cobre de su ineptitud. Dio números optimistas (¿qué informante oficial no arroja números optimistas?), habló de mejoría, evadió algunas preguntas, se hizo el ofendido con el nuevo mote que lo hizo pasar de “caballo negro” a “burro pardo”, escuchó algunas acusaciones sobre trato preferencial a empresas como Cargill, Maseca, Minsa y ADM, y al final salió sin que de veras le despeinaran la plateada cabellera. ¿Y la realidad? La realidad, esa cosa que existe fuera del discurso oficial, sigue allí, terca como dinosaurio monterroseano.
Cuando alguien se refiere al campo mexicano y ofrece cifras de color azul pastel, como ayer el secretario de equinos sobrenombres, no dejo de pensar en mis acercamientos y mis visiones al entorno ranchero que nos tocó a los laguneros. Desde que tengo uso de razón, el campo ha estado cerca de mis emociones y su cultura la conozco y la respeto, pues veo en ella una especie de condensación idiosincrática: allí está, borrosamente, todo lo que de bueno y de malo tiene el Ser citadino dominante. No es ninguna revelación deslumbrante afirmar que la expresión verbal de los rancheros laguneros es una forma de la comunicación rica en matices: oír hablar a un par de viejos rancheros de La Laguna es un banquete, pues no faltan en sus diálogos refranes, dichos, formulas, referencias, giros, léxico que ni de broma hallamos ya en la ciudad, una especie de español preciosamente fosilizado. Es casi como oír un dialecto derivado del castellano.
Nomás por esa gracia, que no es poca, tengo permanente contacto con la canción ranchera antigua (digo, Javier Solís, Aceves Mejía, Cuco Sánchez, Tomás Méndez, el Piporro), pues en ese género hallo una literatura emocionalmente aproximada al latido de la rancheriza lagunera. Hoy ya está muy adulterada por los vómitos del pasito duranguense y esas vainas, pero, como aclaré, en nuestros viejos campiranos sigue vivo el México de más antes, como se decía más antes. A ese campo lagunero, y supongo que lo mismo ocurre en todo México, nomás lo he visto en decadencia desde que lo conozco y lo trato. De hecho, como sabemos, muchos ejidos están vacíos de jóvenes, fuerza de trabajo que ha salido a buscar pan hacia otras partes, sobre todo a EUA. ¿Hay esperanzas de que alguna vez el campo cambie su situación y ya no sea más el arsenal donde se surten las maquiladoras y las familias que demandan servicio doméstico? No lo creo. La crisis para ellos sí parece eterna. Su futuro está minado.