Águeda Herrera, quien vio de cerca el ambiente espiritual que rodeó los acontecimientos del 68 en el DF, me llamó hace algunos días para pedirme un texto celebratorio del centenario que este año cumple Salvador Allende. Le respondí que precisamente en este 2008 presenté Ojos en la sombra, libro de cuentos que contiene “Las grandes alamedas”, relato cuyo protagonista tutelar es, sin duda, el doctor Allende. Si interesa, el libro pueden encontrarlo en las librerías del Teatro Martínez y en Punto y aparte (en Morelos y Colón). Este es el arranque de aquel cuento; creo que sirve hoy, 2 de octubre:
Era 1973, noviembre. Aprendí de memoria unas partes del discurso porque Antar Lynch no dejaba de leerlo y me lo obsequió en una parda fotostática que treinta años después aún conservo. Yo estaba en secundaria y la política me interesaba menos que un pepino; eso le daba risa al amigo Antar porque en Chile no era posible abstraerse ni tantito de lo que ocurría en la Patria. "Menos ahora, tan cerca del crimen", decía como adulto de trece años. Era hijo único. Su padre, un sociólogo tempranamente calvo, y su madre, una hermosa maestra de español, habían salido en estampida a finales de septiembre. Llegaron a México sin nada, y el azar los trajo a Torreón, casi a mi casa, pues ocuparon un jonuco vecino que durante meses había lucido el letrero se renta clavado en la fachada. Antar nació en Santiago. A sus trece no había jugado nunca futbol ni canicas ni trompo, pero leía mucho gracias a la influencia de sus padres. Ninguno de los niños en la colonia gustaba de los libros, ninguno de los niños en la colonia tenía —teníamos— libros, así que Antar batalló para integrarse al clan. Recuerdo que lo conocí en la tienda de la esquina. Él iba por leche, yo por una telera de pan Bimbo. Teníamos la misma estatura, y él un pelo lacio y delgado que le caía en la frente, de cazuela, de príncipe valeroso, y la piel como de papel, muy blanca. Parecía sobreducado. Se comía las eses al hablar, y la peculiaridad de su acento fue lo que me animó a sacarle plática. "¿Te acabas de cambiar al número 22, no?". Antar me miró con sorpresa, pero afirmó y repitió varias veces que sí. "Antar Lynch, mucho gusto", dijo después. "Pepe Rojas, soy tu vecino del 26". A partir de esa presentación precozmente solemne comenzamos a vernos y a conversar. Estuvo en Torreón tres años, casi toda la secundaria, y nos dejamos de ver más o menos en junio del 76. Su padre consiguió un trabajo en Veracruz y adiós Antar: ya nunca supe de él ni de su relación con Betina, tal vez hasta hoy.
Lo presenté con los amigos y a su espalda se rieron por el acento y porque no sabía patear un balón ni volar un papalote ni nada de eso, lo que nosotros sí sabíamos. Además, con ese pelo lacio, de Ringo Star en sus mejores tiempos, Antar daba la impresión de vivir en una burbuja de sobreprotección. Al chilenito poco le importó, pues con dificultades y todo se mezcló en nuestras actividades y al poco rato Antar aquí y allá, en las canicas, en el fut, en el llano cazando lagartijas y ardillas pelonas y en el canal de agua puerca bañándose con riesgo de su vida, feliz. A sus padres apenas los veíamos, pues para sostenerse tuvieron que empeñar, como maestros, todas las horas disponibles en dos escuelas diferentes. Pero Antar era más, mucho más que juego. Por él supe que la política era una cosa generalmente abominable, pero a veces también una actividad culpable de dar al mundo las mejores almas, las más abnegadas, las más altas, como la de Allende. Antar me enseñó eso apenas a los catorce años y puedo decir que él fue quien me salvó de la indiferencia.
Terminados los juegos, sobre todo en vacaciones, Antar y yo solíamos platicar en la bibliotequita de su padre. No eran muchos libros, tal vez cien, tal vez un poco más, pero a mí me parecían miles…
Era 1973, noviembre. Aprendí de memoria unas partes del discurso porque Antar Lynch no dejaba de leerlo y me lo obsequió en una parda fotostática que treinta años después aún conservo. Yo estaba en secundaria y la política me interesaba menos que un pepino; eso le daba risa al amigo Antar porque en Chile no era posible abstraerse ni tantito de lo que ocurría en la Patria. "Menos ahora, tan cerca del crimen", decía como adulto de trece años. Era hijo único. Su padre, un sociólogo tempranamente calvo, y su madre, una hermosa maestra de español, habían salido en estampida a finales de septiembre. Llegaron a México sin nada, y el azar los trajo a Torreón, casi a mi casa, pues ocuparon un jonuco vecino que durante meses había lucido el letrero se renta clavado en la fachada. Antar nació en Santiago. A sus trece no había jugado nunca futbol ni canicas ni trompo, pero leía mucho gracias a la influencia de sus padres. Ninguno de los niños en la colonia gustaba de los libros, ninguno de los niños en la colonia tenía —teníamos— libros, así que Antar batalló para integrarse al clan. Recuerdo que lo conocí en la tienda de la esquina. Él iba por leche, yo por una telera de pan Bimbo. Teníamos la misma estatura, y él un pelo lacio y delgado que le caía en la frente, de cazuela, de príncipe valeroso, y la piel como de papel, muy blanca. Parecía sobreducado. Se comía las eses al hablar, y la peculiaridad de su acento fue lo que me animó a sacarle plática. "¿Te acabas de cambiar al número 22, no?". Antar me miró con sorpresa, pero afirmó y repitió varias veces que sí. "Antar Lynch, mucho gusto", dijo después. "Pepe Rojas, soy tu vecino del 26". A partir de esa presentación precozmente solemne comenzamos a vernos y a conversar. Estuvo en Torreón tres años, casi toda la secundaria, y nos dejamos de ver más o menos en junio del 76. Su padre consiguió un trabajo en Veracruz y adiós Antar: ya nunca supe de él ni de su relación con Betina, tal vez hasta hoy.
Lo presenté con los amigos y a su espalda se rieron por el acento y porque no sabía patear un balón ni volar un papalote ni nada de eso, lo que nosotros sí sabíamos. Además, con ese pelo lacio, de Ringo Star en sus mejores tiempos, Antar daba la impresión de vivir en una burbuja de sobreprotección. Al chilenito poco le importó, pues con dificultades y todo se mezcló en nuestras actividades y al poco rato Antar aquí y allá, en las canicas, en el fut, en el llano cazando lagartijas y ardillas pelonas y en el canal de agua puerca bañándose con riesgo de su vida, feliz. A sus padres apenas los veíamos, pues para sostenerse tuvieron que empeñar, como maestros, todas las horas disponibles en dos escuelas diferentes. Pero Antar era más, mucho más que juego. Por él supe que la política era una cosa generalmente abominable, pero a veces también una actividad culpable de dar al mundo las mejores almas, las más abnegadas, las más altas, como la de Allende. Antar me enseñó eso apenas a los catorce años y puedo decir que él fue quien me salvó de la indiferencia.
Terminados los juegos, sobre todo en vacaciones, Antar y yo solíamos platicar en la bibliotequita de su padre. No eran muchos libros, tal vez cien, tal vez un poco más, pero a mí me parecían miles…