En animada mesa radiofónica platicamos ayer Roberto López Franco, Mario Gálvez Narro, Eduardo Holguín y quien balbucea estas líneas. Conversamos sobre el proceso electoral de hoy en Coahuila, y, aunque no concluimos en el desaliento, sí derivamos en algunas grises experiencias dejadas por las campañas que este 19 de octubre tienen conclusión en las urnas. Espigo aquí, de lo que dije, dos o tres ideas que tal vez y pese a todo puedan servir para animar a los desanimados, a esos muchos que ni a rastras quisieran ir a su casilla.
En principio, la figura del diputado sigue siendo un enigma para el ciudadano. ¿Qué es, qué hace? En el mejor de los casos, la idea generalizada que se tiene del legislador lo ubica en el Congreso, discutiendo asuntos vinculados a la elaboración de leyes; en el peor, que son viejos holgazanes dedicados a cobrar por dormir en sus curules y levantar de vez en cuando la corrupta mano. Dado que es borrosa (o maniquea, o simplista) la función que el ciudadano le atribuye al diputado, las campañas recién terminadas fueron una oportunidad inmejorable para afinar esa noción, para explicar al electorado qué hace en realidad un diputado y cuál es su importancia en la configuración del Estado. La oportunidad, enfatizo, fue excelente porque en esta ocasión los candidatos no padecían la pesada sombra de otras candidaturas, ésas que los opacaban y/o favorecían con votos en pasadas campañas; si antes hacían proselitismo de bajo perfil y en función, como rémoras, de los aspirantes a alcaldes, a gobernadores o, incluso, a presidentes de la república, ahora tuvieron que rascarse solos, sin más compañía espiritual que la de sus homólogos de otros distritos. Tal vez a esa soledad, a esa sensación de aislamiento se haya debido la formulación de campañas que trataban de dar la idea de “equipo”, de “unidad”. La oportunidad, sospecho, no fue aprovechada, pues los candidatos no distrajeron su propaganda en la valoración del trabajo legislativo, sino en mensajes breves y, por ello, epidérmicos y fácilmente asociables a lo que en términos laxos puede ofrecer, por ejemplo, un aspirante a cualquier alcaldía. Cierto que en algún momento quedó en el aire, apenas sobrevolada, la idea de legislar, pero en todos los casos de una manera harto tenue, como periférica a la esencia del trabajo legislativo.
La explicación de esa tibieza puede relacionarse con la lectura que los partidos hacen del interés ciudadano mayoritario. ¿Importan, en realidad, las leyes? ¿Alguien sabe bien a bien con qué se tragan en este país acostumbrado a ignorarlas y/o a transgredirlas? ¿Qué no son cosa de abogados, de especialistas? Ante algo tan abstracto como “la ley” o “la legislación”, se impone lo concreto del día a día, el agua, el pavimento, el alumbrado público, las áreas verdes, las patrullas, el drenaje, el alimento, la salud, el transporte público. Por eso los candidatos a diputados y sus asesores preparan un coctel de ofertas donde, cierto, aparece la voluntad de legislar por esto o por aquello, pero a eso le suman, con presencia protagónica, ingredientes que no cascan con las tareas de un legislador. Todo sirve con tal de atraer votos. Sirve hasta lo inaudito, sirve, o creen que sirve, llamar la atención con eslóganes jalados de los pelos y hasta medio cómicos, como uno que circuló en estas campañas e hizo las delicias del ciudadano sarcástico: “Por tu derecho a la felicidad”. Ni Og Mandino luego de ganar el Melate hubiera sido más rosa y optimista.
Una queja recurrente del mundillo intelectual subraya que los candidatos “no tuvieron propuesta”, que no hicieron campaña de ideas, sino de simplismos y folclor propagandístico. Suena crudo, pero una campaña elaborada para impactar el ánimo de los intelectuales, saturada de referencias técnicas, densamente congestionada de ideología suele generar bostezos del electorado. Por la razón que queramos, la franja más ancha de potenciales votantes no está ni capacitada ni dispuesta a escuchar rollos, sino ofertas contundentes y con alguna mínima garantía de cumplimiento inmediato. Si un candidato (a diputado, a senador, a alcalde, a lo que sea) no mete a su canasta básica de promesas lo que espera la gente de a pie, si ese candidato no se apersona en el lugar, si “el partido” no se hace ver por medio de líderes populares que gestionen descuentos por el pago de agua o por la consecución de varilla y cemento, el grueso empobrecido de la población sencillamente ni se entera de los procesos electorales. El primitivismo de las campañas obedece pues al primitivismo del electorado, o, como en el eterno dilema del huevo y la gallina, el primitivismo del electorado obedece al primitivismo de nuestra política.
Sea lo que fuere, el caso inédito de esta campaña electoral con candidatos a diputados locales como únicos actores se convierte en un laboratorio de jornadas venideras, acaso más disputadas que la de hoy. Del resultado que este domingo se dé dependerá gran parte del discurso que alimentará las expectativas de, primero, las elecciones federales de 2009 y, segundo, las que habrán de perfilar el rumbo del nuevo ayuntamiento en Torreón y la gubernatura en Coahuila. Faltan meses para que esas campañas comiencen oficialmente, pero en los hechos el PAN y el PRI coahuilenses se verán por primera vez las caras en el escenario ya montado: con un gobierno federal claramente inclinado por el primero y un gobierno estatal visiblemente identificado con el segundo. Más que diputados locales, lo que se juega hoy es la conquista de posiciones con los ojos puestos en el porvenir.
En principio, la figura del diputado sigue siendo un enigma para el ciudadano. ¿Qué es, qué hace? En el mejor de los casos, la idea generalizada que se tiene del legislador lo ubica en el Congreso, discutiendo asuntos vinculados a la elaboración de leyes; en el peor, que son viejos holgazanes dedicados a cobrar por dormir en sus curules y levantar de vez en cuando la corrupta mano. Dado que es borrosa (o maniquea, o simplista) la función que el ciudadano le atribuye al diputado, las campañas recién terminadas fueron una oportunidad inmejorable para afinar esa noción, para explicar al electorado qué hace en realidad un diputado y cuál es su importancia en la configuración del Estado. La oportunidad, enfatizo, fue excelente porque en esta ocasión los candidatos no padecían la pesada sombra de otras candidaturas, ésas que los opacaban y/o favorecían con votos en pasadas campañas; si antes hacían proselitismo de bajo perfil y en función, como rémoras, de los aspirantes a alcaldes, a gobernadores o, incluso, a presidentes de la república, ahora tuvieron que rascarse solos, sin más compañía espiritual que la de sus homólogos de otros distritos. Tal vez a esa soledad, a esa sensación de aislamiento se haya debido la formulación de campañas que trataban de dar la idea de “equipo”, de “unidad”. La oportunidad, sospecho, no fue aprovechada, pues los candidatos no distrajeron su propaganda en la valoración del trabajo legislativo, sino en mensajes breves y, por ello, epidérmicos y fácilmente asociables a lo que en términos laxos puede ofrecer, por ejemplo, un aspirante a cualquier alcaldía. Cierto que en algún momento quedó en el aire, apenas sobrevolada, la idea de legislar, pero en todos los casos de una manera harto tenue, como periférica a la esencia del trabajo legislativo.
La explicación de esa tibieza puede relacionarse con la lectura que los partidos hacen del interés ciudadano mayoritario. ¿Importan, en realidad, las leyes? ¿Alguien sabe bien a bien con qué se tragan en este país acostumbrado a ignorarlas y/o a transgredirlas? ¿Qué no son cosa de abogados, de especialistas? Ante algo tan abstracto como “la ley” o “la legislación”, se impone lo concreto del día a día, el agua, el pavimento, el alumbrado público, las áreas verdes, las patrullas, el drenaje, el alimento, la salud, el transporte público. Por eso los candidatos a diputados y sus asesores preparan un coctel de ofertas donde, cierto, aparece la voluntad de legislar por esto o por aquello, pero a eso le suman, con presencia protagónica, ingredientes que no cascan con las tareas de un legislador. Todo sirve con tal de atraer votos. Sirve hasta lo inaudito, sirve, o creen que sirve, llamar la atención con eslóganes jalados de los pelos y hasta medio cómicos, como uno que circuló en estas campañas e hizo las delicias del ciudadano sarcástico: “Por tu derecho a la felicidad”. Ni Og Mandino luego de ganar el Melate hubiera sido más rosa y optimista.
Una queja recurrente del mundillo intelectual subraya que los candidatos “no tuvieron propuesta”, que no hicieron campaña de ideas, sino de simplismos y folclor propagandístico. Suena crudo, pero una campaña elaborada para impactar el ánimo de los intelectuales, saturada de referencias técnicas, densamente congestionada de ideología suele generar bostezos del electorado. Por la razón que queramos, la franja más ancha de potenciales votantes no está ni capacitada ni dispuesta a escuchar rollos, sino ofertas contundentes y con alguna mínima garantía de cumplimiento inmediato. Si un candidato (a diputado, a senador, a alcalde, a lo que sea) no mete a su canasta básica de promesas lo que espera la gente de a pie, si ese candidato no se apersona en el lugar, si “el partido” no se hace ver por medio de líderes populares que gestionen descuentos por el pago de agua o por la consecución de varilla y cemento, el grueso empobrecido de la población sencillamente ni se entera de los procesos electorales. El primitivismo de las campañas obedece pues al primitivismo del electorado, o, como en el eterno dilema del huevo y la gallina, el primitivismo del electorado obedece al primitivismo de nuestra política.
Sea lo que fuere, el caso inédito de esta campaña electoral con candidatos a diputados locales como únicos actores se convierte en un laboratorio de jornadas venideras, acaso más disputadas que la de hoy. Del resultado que este domingo se dé dependerá gran parte del discurso que alimentará las expectativas de, primero, las elecciones federales de 2009 y, segundo, las que habrán de perfilar el rumbo del nuevo ayuntamiento en Torreón y la gubernatura en Coahuila. Faltan meses para que esas campañas comiencen oficialmente, pero en los hechos el PAN y el PRI coahuilenses se verán por primera vez las caras en el escenario ya montado: con un gobierno federal claramente inclinado por el primero y un gobierno estatal visiblemente identificado con el segundo. Más que diputados locales, lo que se juega hoy es la conquista de posiciones con los ojos puestos en el porvenir.