No es Donceles, pero hurgar en nuestras pocas y pequeñas librerías de viejo me ha regalado algunas ediciones estimables. Hace escasos meses, por ejemplo, entre los montoncitos de El Libro Usado, en la Galeana , me topé con El Desván, obra casi desconocida del sampetrino Francisco L. Urquizo. La compré por varias razones: por su precio, por su rareza, por su excelente estado, porque es de un lagunero y porque esta primera edición (y seguramente única) tiene mi edad exacta, es del 64. La publicó Costa-Amic en el DF, tiene 177 amarillentas páginas y contiene “recuerdos de su niñez de estudiante; de sus andanzas en la Revolución cuando fue joven; cuentos nuevos; recuerdos de sus viajes por el extranjero y meditaciones filosóficas de cuando se pasa ya a la edad madura (…) El contenido es como la exhibición de una gigantesca película cinematográfica, como la explosión de un cerebro pensante que rebosa ideas, temas, recuerdos y filosofías. Resumen arbitrario de una vida llena de actividad, de sinsabores y de bienandanzas. Letras plasmadas en frases que forman ideas, que dichas por el autor en el estilo ameno que le caracteriza, llevarán al lector, sin duda alguna, enseñanza y algún motivo de meditación”. Eso dice el editor al ofrecer su producto, y está en lo cierto.
Una digresión: hace algunas semanas estuve en San Pedro y hallé de nuevo a unos amigos que hacía mucho no había visto: los escritores Concha Luna y Alfredo Hernández. Cordialísimos, me pusieron al tanto de un proyecto de revista que con inteligencia, entusiasmo e imaginación sostienen por allá. Les pregunté si en San Pedro la imprimían, pues noté que en esas páginas traían buen manejo del color. Alfredo me respondió que no, que en San Pedro todavía no contaban con una imprenta que hiciera tales trabajos. “Aquí nomás se ha impreso un libro —acotó Alfredo—: La sucesión presidencial”. Y concluí: “¡Caray, nomás uno, pero qué libro!”. La digresión no lo es tanto si transfiero el caso del aislado pero decisivo y famoso análisis político de Madero al de la narrativa lagunera: en nuestra comarca no hemos tenido grandes narradores, y es hora que ninguno logra colocarse en un lugar definitivo dentro de las letras nacionales. Ninguno, digo mañosamente, salvo Francisco L. Urquizo, sin duda el narrador lagunero más importante de la historia regional, él único al que veremos aparecer en las historias de la literatura mexicana como militante en el colectivo de la que fue denominada novelística de la Revolución Mexicana.
Ante tal vacío, quizá no sea impertinente que las autoridades de San Pedro vitaminen las jornadas culturales que dedican a la memoria de su ilustre coterráneo, de tal manera que hagan llegar el mérito de su obra a más lectores. Una posibilidad es buscar que sus novelas y sus apuntes periodísticos circulen entre los laguneros en ediciones económicas o de plano gratuitas, pues insisto que se trata del narrador más señalado de la comarca, pero apenas conocido entre nosotros.
Dado el tono confesional de El Desván, Urquizo podría ser conocido desde un ángulo literario más amable. ¿No se puede pensar desde ahora en reimprimir dichas páginas? El 6 de abril de 2009 se cumplirá su cuarenta aniversario luctuoso, y espero que en San Pedro desenvainen la cartera para homenajearlo como es debido. De hecho, no estaría mal pensar en un concurso literario sobre su obra y en unas jornadas que nos recordaran a todos que en la narrativa nacional hay, inequívocamente, un representante lagunero.
El Desván tiene, como digo, el tono de un libro de memorias, aunque no lo sean. Sus primeras páginas las dedica íntegras a recordar vivencias que se desarrollaron, sobre todo, en España y en Austria. Luego, en las siguientes, sazona su recuerdo con andanzas laguneras: “El Ejército Constitucionalista iniciaba su avance incontenible hacia la capital de la República. Había caído Torreón de una manera ya definitiva. / Un colega de las fuerzas de Calixto Contreras y yo veíamos una película en el Cine Pathé de don Isauro Martínez, el único cine entonces que había en Torreón y que funcionaba en una amplia carpa instalada frente a la Plaza de Armas. No había mucha concurrencia”.
En otro lugar, una pincelada sobre el vigor de la vida ferroviaria que miró en su infancia: “Yo recuerdo de allá, de cuando era joven, en mis tierras de Coahuila, en mi estación de Benavides, al principio de la Laguna de Mayrán, cómo distraía mi soledad conversando con el jefe de la Estación instalada en un viejo furgón que había sido de carga y que ya sin ruedas era el recinto ferrocarrilero que servía de habitación y oficina al empleado que expedía los documentos, vendía los boletos y especialmente atendía al grillero constante del aparato telegráfico. La línea férrea era una recta que parecía no tener fin, pasaba la Laguna de Mayrán de cinco leguas de ancho que comenzaba en Benavides y terminaba en Thalía para proseguir en rectitud, kilómetros y kilómetros hacia Paredón, camino a Saltillo y Monterrey”. Y ésta, para cerrar el vistazo a El Desván, donde narra en tercera persona una experiencia propia: “El muchacho aquel, apenas mayor de edad, regresaba a su pueblo después de dos años de ausencia. De allí de Torreón había salido con los maderistas cuando la primera toma de Torreón, en 1911, y regresaba con Villa tres años después. Iba tras de ese lapso a poder ver, volver a ver a su madre viuda y a sus hermanos pequeños. Tanto batallar para tener al fin un remanso. Volvía bueno de salud pero tan pobre, quizás más que cuando había salido”.