miércoles, julio 30, 2008

Top cien de cerebritos



No salgo de una para entrar a otra. Son los estragos de la mala vida. Por eso digo que me quedan, si mucho, como quince años. Los sesenta me huelen a demasiado tiempo y no creo, disculpen el pesimismo, alcanzarlos. En fin. Atacado por lumbalgia, imposibilitado así para pasar las vacaciones en Marsella, como era mi deseo, aquí me tienen, en la comarca de los balazos y los alcaldes que no dicen ni pío sobre el tema, como si estuvieran estos miserables momentos para vacacionar declarativamente. Leo lo que se puede, pues, dado que el dolor no deja ni leer en paz. Hagan de cuenta entonces que no soy yo el que farfulla lo que farfulla en estos párrafos.
Si nos aplicaran una prueba para calar qué tan informados estamos sobre el palpitante acontecer mundial (nótese que el adjetivo “palpitante”, que me salió naturalito, denota que detrás de él hay un redactor enfermo), de seguro la reprobaríamos. Es tanta la información que nadie en su sano juicio (otro adjetivo de enfermo: “sano”) es capaz de husmear, a diario, en todo lo que está ocurriendo aquí y allá. De veras: qué tanto sabemos sobre, por ejemplo, la liberación de Ingrid Betancourt, el fenómeno Obama, la captura de Radovan Karadzik, el revés a Cristina Fernández en Argentina, la reforma petrolera en México, sólo por citar cinco hechos relevantes en la información mundial. La verdad, nada más miramos la cutícula de los acontecimientos, el pellejo de la realidad, una realidad que, además, es la que los medios tijeretean y construyen desde arriba.
Es en ese caos en el que pesa la voz, precisamente, de los líderes de opinión. Son ellos, se supone, los que nos ayudan a ver los hechos con mayor hondura, los que, de entrada, subrayan qué debemos observar, qué es lo medular y qué lo subsidiario.
Hay liderazgo de opinión en todas partes. Simpaticemos o no con ellos, cito tres que tienen influencia en nuestro país: Ricardo Alemán, Miguel Ángel Granados Chapa y Héctor Aguilar Camín. Detectar a esos líderes intelectuales en el mundo es mucho más difícil, y dos veces han intentado hacerlo las revistas Foreign Policy y Prospect. El primer sondeo para saber cuáles son los cien intelectuales más influyentes del mundo se dio en 2005, y hace poco dieron los resultados de 2008. Mediante sus páginas en línea, esas publicaciones convocaron a la encuesta y recibieron una “avalancha” de votantes: 500 mil. Los intelectuales “influyentes” fueron, sobre todo, “líderes políticos y religiosos, filósofos y escritores vinculados con el mundo islámico”. Los cuatro primeros lugares nos dicen poco: “El primer puesto fue para el teólogo turco Fethullah Güllen, un influyente intelectual moderado, tan respetado como resistido en su país, que reside en los Estados Unidos desde 1999. Le siguió Muhammad Yunus, el creador del sistema de microcréditos y premio Nobel de la Paz, nacido en Bangladesh; y en tercer lugar se ubicó Yusuf al-Qaradawi, un líder espiritual egipcio, conductor de un popular programa televisivo a través de la cadena Al Jazeera. Orhan Pamuk, el escritor turco ganador del Premio Nobel en 2006, sigue en la lista, que incluye además 30 norteamericanos y 30 europeos”.
El primer latinoamericano que aparece en ese top cien es Mario Vargas Llosa (lugar 20º), pero antes aparecen otros conocidos, o más o menos conocidos, nuestros, como Noam Chomsky (11º), Al Gore (12º) y Umberto Eco (14º). Otros conocidos son Jürgen Habermas (22º), Salman Rushdie (23º) y el papa Benedicto XVI (32º). Asombrosamente, hay dos mexicanos: Alma Guillermoprieto (58º) y Enrique Krauze (86º); un tanto escéptica, la nota señala lo siguiente sobre Guillermoprieto: “habitual ‘maestra’ en los talleres de periodismo que organiza la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano” (¿?). La lista completa está en http://www.prospect-magazine.co.uk/. Por cierto: es uno de los pocos ejercicios de ese tipo en los que no aparece Monsiváis.

domingo, julio 27, 2008

Canallas exquisitos



Sin duda, una de las páginas que más aprecio de La Opinión es, cuando no lleva anuncio, la última. “Esta gente” es su encabezado, y en ella los lectores disfrutamos de extraordinarias minisemblanzas por lo regular muy bien escritas, capaces de retratar con pocos pincelazos a un contemporáneo relevante. El tono de esa columna es fresco, relajado; es una viñeta sencilla, sin más deseo que el de dibujarnos la vida de un sujeto en pocos párrafos. Aderezada con una gran foto, que también suele ser harto periodística, “Esta gente” tiene además la virtud de llevar, en casi todas sus apariciones, un título lleno de gracia y puntería. Recuerdo que hace poco, por ejemplo, unos días después de que Rafael Nadal ganó el Wimbledon, la cabeza resumió en el título, con más literatura que la que pueden ofrecer muchos escritores a la hora de bautizar engendros, “Un velocirráptor con raqueta”. Inmejorable manera de definir al velocirráptor con raqueta que es Nadal, con mayor razón luego del partido en el que, por fin, el catalán despachó a Federer sobre césped.
El título de la columna que ayer nos regaló “Esta gente” es, como el ya citado, estupendo: “La cárcel para el poeta”. Quien lo acuñó tiene malicia verbal, sabe que las palabras son más que palabras, pues cada una, al caer como centavo en el cerebro, lleva consigo una cauda de significados: el sustantivo “cárcel” colisiona con su congénere “poeta”, de suerte que se crea una especie de paradoja: ¿un poeta a la cárcel? ¿Qué la poesía no suele ser algo exquisito, ajeno a las tosquedades del mundo? ¿De qué se trata eso?
Al leer la semblanza hallamos la razón: el personaje biografiado, a quien durante la semana habíamos visto ir y venir en todos los medios, es nada menos que Radovan Karadzik, quien es conocido también con un nada perfumado sobrenombre: el “Carnicero de Sarajevo”. En sus épocas de mayor actividad, este serbio no se anduvo con tibiezas para satisfacer a Slobodan Milosevic, su principal azuzador: “Inculpado de genocidio, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra por el Tribunal Penal Internacional de La Haya, es considerado responsable, en particular, junto con su acólito militar, Radko Mladic, de la peor masacre cometida en Europa desde la Segunda Guerra Mundial: la eliminación de casi ocho mil musulmanes en Srebrenica (este de Bosnia) en julio de 1995. También es acusado por su papel en el sitio de Sarajevo, que duró 43 meses y durante el cual unos diez mil civiles fueron muertos”. Es verdad lo de su fiereza, pues, tanto que decirle “Carnicero de Sarajevo” casi es elogiarlo. Lo paradójico del bicho, y esto es lo que no deja de sorprenderme en la columna, son sus antecedentes académico-literarios: es doctor en psiquiatría y poeta. Sí, es poeta, o al menos lo fue antes de consagrar su vida al peculiar oficio de genocida; tiene “diferentes distinciones por su faceta literaria, ya que ha publicado cinco libros de poesía. En agosto de 1993 obtuvo el más prestigioso premio literario de Montenegro, el Risto Ratkovic, por su libro-recopilación de poemas El invitado eslavo”. Además, el sensible biografiado consiguió poco después otro galardón, el “Mijail Solojov, de la Unión de Escritores de Rusia, ‘en reconocimiento público a sus méritos artísticos y a la elevada moral de sus obras’. En 2002, en Belgrado, el Comité para la Verdad sobre Rodovan Karadzik, creado en la defensa de Karadzik, presentó un libro de poesías para niños”.
Por esas caprichosas relaciones que establece el cerebro sin la venia de nadie, la catadura del serbio me llevó a pensar en Joaquín Balaguer, el cercanísimo colaborador del tirano Rafael Leonidas Trujillo y varias veces ex presidente de la República Dominicana. Una sola vez vi en vivo, por televisión, a Balaguer. Gracias a You Tube, ahora, puedo ver fragmentos de sus discursos y compruebo por qué sentí, aquella lejana vez, lo que sentí al escuchar al mandatario dominicano. Era, si mi recuerdo no falla, una cumbre iberoamericana; luego de que otros presidentes leyeron con el estilo oratorio de hoy, ya conversacional, nada teatral, Balaguer, ciegos sus ojos tras los gruesos lentes, una figurita decrépita, tomó la palabra y comenzó a improvisar, pues no veía ya para poder leer, un discurso cadencioso, bien entonado, claro en sus términos, preciso en sus pausas, perfecto en suma. Los conceptos de Balaguer se derramaron con tal iberoamericanismo que, en el plano discursivo, al menos, hicieron polvo a los demás participantes. Sabía yo, para entonces, que ese presidente de refinadísimo verbo había sido colaborador de uno de los más feroces sátrapas que recuerda la historia de América Latina; sabía yo que, mientras estuvo a su lado, calló servilmente la orgía de terror que impuso el trujillismo en la isla caribeña, pero de todos modos, por el poder de la palabra, el viejo Balaguer logró hipnotizarme mientras hablaba. Se hizo carne, en mí, de alguna manera, aquel pasaje de Borges en “El atroz redentor Lazarus Morell”: “Yo lo vi a Lazarus Morell en el púlpito —anota el dueño de una casa de juego en Baton Rouge, Luisiana—, y escuché sus palabras edificantes y vi las lágrimas acudir a sus ojos. Yo sabía que era un adúltero, un ladrón de negros y un asesino en la faz del Señor, pero también mis ojos lloraron”.
Es de todos conocido que Balaguer aparece, como sombra, detrás del personaje más importante de La Fiesta del Chivo (Alfaguara, 2000), la implacable novelota de Vargas Llosa sobre el trujillato. Fue, de hecho, presidente “pelele”, “fantoche” (así lo adjetiva el narrador peruano) del gorila dominicano. Es de todos conocido, también, que Balaguer combinó ese apoyo a la dictadura sanguinolenta con la escritura de libros, de muchos libros sobre los más diversos temas. Su género favorito fue la poesía, y aunque siempre se supo que su gusto literario era arcaico, de un modernismo ya caduco, él seguía, a la sombrita del poder más siniestro, en tratos con la musa. Encontré, como prueba, “Dilema eterno”, tres estrofas de verso endecasilábico con olor a naftalina: “¡Cómo quieres pedirme que te olvide, / si es que adoro tus mismos ademanes / y mi alma tampoco se decide / a apagar el ardor de sus afanes! // ¿Qué te olvide...? Mas ¿cómo? ¡Si es preciso / que hagas palidecer tus labios rojos; / que ocultes el encanto de tu hechizo / y te arranques las gemas de tus ojos...! // Ya comprendes el fúnebre dilema: // ¡o te arrancas las gemas de los ojos // que motivan mi erótico poema, // o me dejas seguir con mis antojos...!”.
Una mínima conclusión, si se puede: el arte, por sí solo, no salva; salvan, en todo caso, los hechos. Por muy edulcorada que se nos ofrezca, la palabra es nada frente a la aspereza de la realidad.

sábado, julio 26, 2008

Visitar a Benedetti



Mucho de lo que podemos encontrar de él no es del todo apreciable. Buena parte de su poesía, por ejemplo, colinda demasiado peligrosamente con lo que llamamos cursi y parece haber sido escrito para lectores sin malicia. Su narrativa y su crítica, y una considerable parte de su poesía, claro, merecen a mi juicio, sin embargo, el frecuente homenaje de la relectura. Cuando me preguntan sobre él, la tengo fácil, pues conservo buen recuerdo de La tregua, La borra en el café, Montevideanos, La muerte y otras sorpresas, El ejercicio del criterio, El recurso del supremo patriarca y El escritor latinoamericano y la revolución posible, libros con los que conviví en una época de formación y que todavía me comunican con la literatura.
Al merodear por nuestras librerías, las pocas y mal surtidas que tenemos, he visto que hay suficiente Beneddeti, que es de quien hablo. En ediciones relativamente económicas, la colección Punto de lectura ofrece al menos cinco de los títulos que al uruguayo le debemos. Son buenos libros para convivir en vacaciones con obras bien escritas, humanas, aptas para zambullirnos en el alma de personajes vivos, pese a que estén hechos de palabras.
Sirvan de brújula hacia él estas palabras de Mario Benedetti; sobre el paso del tiempo: “Puede ser también que los años le regalen a uno más lucidez, porque las cosas empiezan a verse no sólo con los ojos del presente sino también con los del pasado, y entonces uno puede tener una visión más aproximada del futuro. Pero también, cuando uno se hace más viejo, el cuerpo se va deteriorando y la energía cambia, aunque el cuerpo es la meseta donde se apoyan las cosas del espíritu, ¿no? El espejo no miente —continúa—; ahí uno va viendo las nuevas arrugas, las bolsas de los ojos... y sin embargo, a veces, a pesar de los años que se tengan, el espíritu de un cuento o de un poema puede seguir siendo joven. Un poema que tiene alegría, que tiene una cosa vital, lo rejuvenece a uno. Lo mismo sucede muchas veces al escribir una historia de amor, aunque sea inventada: uno vuelve a sentir otra vez una cantidad de sentimientos que creía olvidados”. Sobre la supervivencia dentro de la literatura: “Tenía la esperanza de un destino que tuviera que ver más con la escritura. Lo que pasa es que en Uruguay era muy difícil que alguien viviera de lo que escribía; ni siquiera Juan Carlos Onetti, que era el mejor, el que estaba en la cumbre, vivía de lo que escribía. Se podía vivir del periodismo, como hice yo, pero eso es otra cosa, no literatura. Recuerdo que de mis dos primeros libros no vendí ni un ejemplar, nada, y las ediciones me las había pagado yo. Mi primer libro de éxito —un éxito relativo, en realidad, porque la edición era muy limitada— fue Poemas de oficina. Ese fue el primer título mío que se vendió más o menos bien”. Sobre los géneros: “Siempre digo que soy un poeta que además escribe cuentos y novelas. También me siento cómodo con el cuento, aunque me da mucho más trabajo. Un poema lo puedo escribir en un avión, durante un fin de semana o mientras espero al destino, en cambio un cuento me puede llevar años. El volumen de Montevideanos, por ejemplo, demoré dieciocho años en terminarlo, y sin embargo es un género que me gusta mucho. El cuento no admite fallas, se construye palabra por palabra, cada una tiene que tener su rol, y los finales son muy importantes. Pero a mí las ideas y los temas ya me vienen con la etiqueta del género, aunque a veces me equivoco. Me pasó con El cumpleaños de Juan Angel: empecé a escribirlo en prosa, como todo novelista que se precie, pero a las 50 páginas no podía avanzar más, estaba estancado, cosa que generalmente no me ocurre. Hasta que me di cuenta de que el tema tenía una carga poética muy fuerte y lo retomé como una novela en verso. Ahí cambió todo y la terminé rápidamente”.

País sin lectores



La noticia ya no lo es: México no tiene lectores. La industria editorial (autores, editores, impresores, diseñadores, libreros, etcétera) vive de milagro, en la perpetua invención de mecanismos que alguna vez prendan al ciudadano y lo aten al libro. Pero el lector se escurre, huye, no se deja atrapar tan fácilmente por la palabra impresa. ¿Para qué leer, se preguntarán muchos, si ese fruto, la información y el solaz que ahí se consigue, puede ser obtenido en la tele, en la radio, en internet, en lo que sea, no en las páginas de un aburrido libro? Además, para qué torturarse las pupilas en ese hábito, si los hechos demuestran que en México no es necesario leer para vivir y ganar dinero, el suficiente al menos para irla llevando, para no morir de inanición. Un desafío, en realidad, el de crear lectores. Un inmenso desafío, puesto que la hechura de un lector parece no obedecer a condiciones artificialmente creadas, a decretos, a planes de choque. Es algo más misterioso, el nacimiento de un lector. Si el olfato no me engaña, si los años en convivencia con el libro no me mienten, el contagio de la lectura se da en los años decisivos de la infancia y la adolescencia, cuando el cerebro comienza a discriminar entre lo ingrato y lo placentero, entre lo difícil y lo fácil. Es algo infinitamente más complejo, caprichoso y extraño que eso, por supuesto, pero el asombro inicial se da, creo, en esa etapa, ahí es donde germina el gusto por leer.
La dotación, pues, de una pequeña biblioteca a cada nueva casa popular edificada por el gobierno, medida anunciada ayer por Calderón, no es espuria, y de hecho representa un pasito más en la buena intención de crear lectores. Ojalá sirva de algo, que encienda en la mente de algunos niños el deseo de leer no sólo los quince o veinte títulos que prometió Calderón, sino más, tantos como los que suponemos debe leer una persona instruida.
El promedio en México es tan bajo, y ha caído tanto durante décadas, que suena utópico alcanzar cotas mediocres. En efecto, si algún día pasamos de los dos libros al año en promedio (que es donde andaba alguna de las mediciones recientes) a, digamos, seis u ocho, estaríamos aun en un plano ridículo, pero habríamos triplicado o cuadruplicado nuestro actual insumo de libros por cabeza. ¿Y qué son seis u ocho libros leídos al año? Nada para un francés promedio, nada para un alemán, nada para un cubano, nada para un argentino, pero para México sería escandalosamente benéfico, un brinco estabilizador en ese rubro.
El desastre, sin embargo, crece. Medidas van, medidas vienen, y México no pasa la barrera de los dos libros por cabeza al año. Dos tristes libros por cabeza al año. Esa es una de las razones en las que se apoyan los editores para, con criterios crudos, ceñidos a las gélidas leyes del mercado, imprimir a mansalva libros que equivalen a nada en términos de contenido, basura a raudales, novedades que son libros, sí, pero como si no lo fueran, pues lejos de ayudar al pensamiento, lejos de afilar las armas del criterio, lo atan, lo someten, lo atornillan al pedestal del saber barato. Es un tema complejo, digno de atención permanente, personal, y de autocrítica severa. Antes de atacar al Estado, hay que hacerse a solas algunas preguntas: ¿qué leo? ¿Cada cuando leo? ¿Dónde leo? ¿Para qué leo? ¿A quiénes invito a leer? ¿Con quiénes comparto mi lectura? ¿Compro libros? ¿Creo en ellos? ¿He formado una biblioteca bien surtida? ¿Aprecio como algo valioso (más allá del beneficio económico que produzca) el conocimiento? ¿Respeto a los hombres que hacen arte con las palabras o a los que nos heredan sus conocimientos en los libros? ¿Me gusta ser percibido como buen lector? ¿Regalo libros con alguna regularidad? Debe haber algo de quijotesco en cada lector. En lo personal, es un entuerto vivir sin libros. Nunca entenderé por qué nos escamoteamos esa alegría.

Tres vainas detestables



Todos tenemos una lista de realidades detestables, reveladora de vulgaridad a prueba de ácido. La mía no es muy larga, pero creo que enumera algunos ítems merecedores de general reprobación. Pero no me hagan mucho caso; hagan de cuenta que en vacaciones, sin nada mejor en qué extraviar el seso, rumio en voz alta, como viejillo cascarrabias, mi molestia ante:
Los coches con estéreos ruidosos. No existe, acaso, escena más vulgar que la producida por un coche que avanza a vuelta de rueda y con la música a todo volumen. Uno llega a entender, con mucho esfuerzo mediante, eso sí, que naveguen en esa circunstancia varios jóvenes en un solo vehículo, pues el contagio del grupo más o menos justifica su ritual necesidad de escándalo, su espinilludo apetito de sentirse desafiantes y muy machos. Pero ver a un sujeto solo, frente al volante, con la cumbia o el reguetón o el vallenato o la tambora a todo tren es una de las situaciones más tristes que haya generado la humanidad. ¿Qué es lo que enorgullece a quien conduce el coche y lleva el estéreo al máximo? ¿Cree que se ve soñado? ¿Ignora que su música puede ser (o es) detestable para la gente? ¿Qué le hace pensar que todos desean escuchar la basura que ha elegido en su reproductor ultramoderno? En este caso, no hay música que se salve: Vivaldi y Mozart, en un estéreo de coche a volumen alto, constituyen igualmente una vulgaridad y equivalen a la banda Cuisillos.
Los gandallas en ventanillas bancarias. Una de las promesas publicitarias que jamás van a cumplir los bancos mexicanos es la del buen trato al cliente. Lo tratan bien, cierto, cuando tiene disciplina militar y vive como no se puede vivir en México: sin sobresaltos económicos, sin recortes laborales, sin sablazos de Hacienda ni mil miserias más. Como eso no es posible, como la mayoría vive a zozobra vil, los bancos no se preocupan mucho por alentar el buen trato en sucursales. En las quincenas, sobre todo, crece la afluencia de penitentes y las colas alcanzan tamaños dragoniles. Esa es ocasión para que aparezcan los gandallas de lugar. Como no pueden meterse a la brava, buscan hacerse los graciosos, entran al banco echando un ojo a la fila para ver si de casualidad hay un amigo que les abrevie el trámite. Cuando lo hallan, charlan con él, mandan saludos a la familia e intercambian información confidencial: cheques, dinero, fichas de depósito… Ninguno de los que atrás esperan resignados puede reclamar nada: se vería vulgar que alguien osara señalar al detestable sujeto que, delante de todos, omitió hacer cola. Nota: los yupis aborrecen tomar sitio en la fila. Cuando no tienen mensajero y deben ir al banco, apelan al gerente y se quitan de problemas.
La cochina publicidad. Está bien que sí, que la publicidad nos invada en la radio, en la tele, en internet, en la calle, en cualquier revista o periódico. Así es el rollo en el mercado. Pero es una grosería que en la puerta de la casa, sin más, aparezcan a diario volantes, sobres promocionales, pegotes, cupones, todos con la fanfarronería de que un producto o servicio es el mejor. Yo, sistemáticamente, recojo de mi zaguancito esa porquería, la hago bola sin leerla y la mando al basurero. Corre la misma suerte, incluso, el paquete entero de las compañías que no conformes con echarnos un volante meten treinta en un sobre repleto de fantasías. ¿Qué nadie va a regular esa invasión de anuncios en papelitos? Las empresas deben saber que son molestas y que no tienen derecho a ensuciar así la ciudad, y que, además, sus pícaros repartidores con salario atómico dejan de a tres o cuatro volantes por casa para acabar más pronto su tarea (he llegado a padecer, por ejemplo, seis volantes de una sola promoción: tres en la puerta principal y tres en la puerta de la cochera; cuando eso pasa, se puede seguir el rastro del repartidor: los volantitos aparecen regados en varias cuadras seguidas). Ya de por sí vivimos en una región puerca; no hay que colaborar con más escoria.

Onetti por Saccomanno



Hallé en Página 12, de Argentina, un comentario de Guillermo Saccomanno sobre el escaso, marginal, casi desconocido lado poético de Juan Carlos Onetti. Yo ignoraba que el agrio narrador uruguayo pulsó la lira alguna vez, de ahí mi sorpresa. Por supuesto, el autor de Juntacadáveres no deja de ser, en verso, el autor de Juntacadáveres, aunque es de notar, gracias a las palabras de Saccomanno, un rasgeo sentimental, algo deliberadamente dulzón, cercano al tango incluso, en el Onetti metido a poeta ocasional. En general, muchos narradores consagrados fueron en su juventud poetas desposeídos de talento. Al reconocerse inútiles para el verso, lo abandonan definitivamente; de algunos pocos, como en este caso de Onetti, es posible rescatar algo de lo poco que dejaron. Veamos un fragmento de lo que comenta Saccomanno:
(…) Se ha hablado mucho, tal vez demasiado, de la relación tumultuosa de Onetti con las mujeres. Que se casó con una prima, que después con una cuñada. Chismerío sanmariano, puede decirse. También se ha dicho que su prosa aspiraba a la poesía. Y que su poesía reside en sus novelas, en los climas espesos que parecen estar siempre precediendo una tormenta apocalíptica en Santa María, la ciudad a la que prendería fuego en 1979 en esa novela con título inspirado en unos versos de Dylan Thomas: Dejemos hablar al viento. No obstante, Onetti incurrió en el ejercicio poético. Faulkner, su venerado Faulkner, había sentenciado que al fracasar en la poesía, un escritor debe probar con el cuento. Y al fracasar a su vez con el cuento, lo que más le conviene es tentar la suerte con la novela. Onetti, aunque no fracasó en el cuento, parece haberle hecho caso. Igual, serían sus novelas, durante el boom, las que consolidarían su santificación. Entre papeles sobrevivientes de exilios y pérdidas, se conservan tres poemas suyos. En uno, el más extenso, salta una resonancia tanguera. La relación entre Onetti y el tango es una zona de su literatura propicia a una indagación esquivada por la crítica. Como ejemplo mínimo, recordemos que uno de sus cuentos más desoladores se llama “Justo el treinta y uno”, como el tango de Enrique Santos Discépolo. Más tarde Onetti habría de canibalizarlo en Dejemos hablar al viento. Allí, en ese cuento, Onetti, en clave arltiana, le hace decir a Frieda, la tortillera tan reventada como solidaria: “Pero es tan lindo dejar y dejar, que te hagan lo que quieran, que ni sospechan siquiera quién sos vos. Dejar hasta que de pronto a alguien se le ocurre que se acabó y entonces uno deja de soportar y de tener placer en dejarse y hacer con todas las ganas y la felicidad del mundo la barbaridad más grande. En revancha; y no por orgullo ni por ganas de desquitarse, sino porque de pronto el placer consiste en pegar y no en dejarse golpear. ¿Sí? El placer consiste en pegar y en no dejarse golpear. ¿Sí?”. Volvamos al legendario poema largo que sobrevivió a contingencias históricas.
Onetti se lo dedicó, en su ocasión, a uno de sus amores más literarios: la poeta Idea Vilariño, la de “sonrisa gioconda / con labios separados”. Con su acento tanguero, el poema se encuentra en las rarezas publicadas en Miradas sobre Onetti, compilado por Omar Prego (Alfaguara, Uruguay, 1995). Una rareza, sí, pero no es desatinado conjeturar que contiene, entre líneas y no tanto, las obsesiones del narrador así como en sus relatos hay un tanto de las obsesiones del poeta frustrado.

domingo, julio 20, 2008

Gracias, profesora Gallagher



La invención del poder (Aguilar, 1995), compilación de artículos escrita por Federico Campbell, quien amablemente me la regaló, es un libro que recuerdo por aquel gesto de camaradería y, sobre todo, porque me parece el más digerible acercamiento mexicano al fenómeno del poder político. A pinceladas breves, el tijuanense autor de Pretexta aborda los numerosos rasgos que definen al sujeto poderoso; en una de esas piezas, no recuerdo su título y traigo traspapelado el libro en el actual desgarriate que es mi biblioteca, Campbell examina la trayectoria habitual de un polaco a la mexicana. Lo cito de memoria e indirectamente, para no arriesgar su buen nombre si lo tergiverso: dice que, en general, los políticos de nuestro terruño nacen a esa actividad en la adolescencia: en la secundaria o, cuando mucho, en la prepa. Por una razón cualquiera, encabezan alguna actividad escolar, organizan algo, prueban por primera vez la suculenta sangre del liderazgo. La degustación les deja buen sabor en los nacientes colmillitos, tanto que de inmediato se instalan como jefes de grupo, como presidentes de sociedad estudiantil o algo parecido. Por esos días también encuentran el fruto más jugoso que reditúa el ejercicio del poder: la impunidad. Aunque ínfimos, gozan de privilegios con los que no puede soñar la borreguiza: los profesores les perdonan faltas bajo el entendido de que el peculiar alumno vive involucrado en Tareas (ojo con esta “T” mayestática) que pretenden beneficiar a la colectividad, como organizar foros, concursos, festivales o mejoras a la infraestructura de la institución. Es allí, pues, donde el futuro líder rompe el cascarón, donde comienza a distinguirse de la masa a la que en el futuro guiará. En ese momento, vale comentarlo, el polluelo de animal político se ha alejado ya, para siempre, del sosiego, de la tranquilidad, de los libros. Ya no lee, o, si lo hace, lo hace fragmentaria, utilitaria, apuradamente, sin profundizar en nada, pues el ágora pública le ha robado la concentración. Los estudios continúan, es cierto, porque el pedigrí académico es indispensable para sobrevivir en la jungla de la política, pero todos (él principalmente) saben que los estudios en ese caso no serán para ejercer la profesión, sino para alcanzar el título nomás, para decorar el currículum con la licenciatura y, hoy, con la maestría imprescindibles en el rudo encordado de la grilla.
Hasta ahí, más o menos, seguramente con demasiados injertos de mi cosecha, las nociones de Campbell en torno al nacimiento y los primeros pasos de los polacos superstar. Con los agregados o las supresiones pertinentes, cada caso particular se ajusta en lo sustancial a ese cuadro: por eso, nomás por eso, abundan los casos de políticos mexicanos de todos los niveles que al expresarse, es decir, al mostrar con palabras lo que su entendimiento sancocha, dejan evidencias pavorosas de que en su vida no han abierto un libro. Conocen la cáscara de los problemas, saben de las combinaciones que puede generar tal o cual decisión frente a los grupos de poder, con el olfato de chucho que les da el trote a ras de suelo intuyen cómo declarar sin declarar nada, pero cuando se les excava con preguntas algo incómodas muestran el verdadero pelaje de su saber, que suele ser un cúmulo de barbaridades dictado por el sentido común. Si citan a un pensador famoso, si emiten un dato duro, es por el milagro de las tarjetas y los asesores, no porque se hayan quemado las pestañas, con calma, en el conocimiento.
Antes, sin embargo, bastaba con una licenciatura conseguida a punta de tirabuzón en cualquier escuelucha de la localidad. Ya no. Ahora, para abrillantar el liderazgo, se supone que el futuro chipocludo (como en Cotorreando la noticia les llamaba Héctor Lechuga a los políticos encumbrados) debe atravesar, al menos, una maestría, y si es en aulas extranjeras, mejor. No importa en este caso la exigencia de los estudios ni las circunstancias que rodean al alumno, o sea, las canonjías que a esas alturas obtiene para “capacitarse” con el fin de servir a la patria: sólo importa el título, el pergamino que deberá añadirse al “capital curricular”, un trofeo que lo acreditará frente a sus piojosos súbditos como chinguetas, como verdadero chinguetas en un mundo atestado de pelatunas.
Quienes, modestia al margen, sí hemos leído al menos unos tres o cuatro pinchurrientos libros en la vida, celebramos por ello la hombrada de la profesora Gallagher, Kelly Gallagher, de Harvard. Con más tanates que el Charro Avitia cantando “Máquina 501”, la académica de la prestigiada institución gringa cachó in fraganti a una estudiante mexicana que se quiso pasar de lanza al presentar un trabajo final espurio, plagiado, digno de Pierre Menard.
La diputada Pilar Ortega Martínez, del PAN, tomó un curso en Harvard sobre la reforma energética mexicana, y la encomienda que recibió de la profesora Gallagher fue formular un texto sobre la instalación (simulada) de una planta eléctrica. La legisladora, fiel al cuatachismo picaresco que suele gastarse en la academia mexicana, le pidió el ensayo a su compa Jordy Herrera, subsecretario de Energía en México, para luego incurrir en la ya clásica técnica del copy-paste. Lo que en México hubiera pasado, a lo más, como travesura (perdonable por casi cualquier pobresor que se vea frente a una lujosa diputada), en la John F. Kennedy School of Goverment de Harvard no cuajó. Al contrario, la profesora Gallagher hizo un berrinche con toga y birrete, denunció la mascarada, amenazó con expulsiones y al final le hizo ver a la diputransa que debía escribir su ensayo de acuerdo a una ética de academia primermundista, no de madriguera estudiantil incorporada a la SEP.
El hecho avergonzó a otros legisladores panistas que, con miles de pesos drenados al erario público, asistieron al mismo curso. Como está de vacaciones, es imposible saber qué pasa ahora por la mente de la profesora Gallagher. Pese a ello, le damos las más sentidas gracias por haber denunciado el latrocinio intelectual de Pilar Ortega. Aunque pobre profesora Gallagher: si supiera que muchos de sus estudiantes mexicanos sólo van por el diploma. Por andar en el trapecismo político, si supiera, es lo único que les importa desde que zorreaban en la prepa.

sábado, julio 19, 2008

Autogol de chilenita



No se trató, por supuesto, de un “error de edición”. Un error de edición, hay que aclararlo, es difícil de percibir en una nota informativa como la que motivó esa balconeada que por cierto es apenas un coscorrón inocuo a la impunidad del Leviatán televisivo. Como sabemos, las notas en televisión tienen un formato simple: videotomas del hecho noticioso son acompañadas por la voz del reportero, quien responde las preguntas básicas de la información (qué, cuándo, cómo…) y concluye su trabajo en, a lo mucho, uno o dos minutos. El material que muestra el video expuesto “al aire”, se supone, es apenas una parte de todo lo que grabó el camarógrafo; así, cuando las tomas de apoyo son pocas y mucho el texto, ocurre con frecuencia que los editores repitan algunos encuadres. Pero lo habitual es que los noticieros importantes no refriteen tomas en una misma nota, y esa es la razón por la que sus camarógrafos llegan a la escena de la noticia y comienzan su trabajo incluso antes de que hablen los funcionarios o actúen las estrellas del acto. Hacen de esa forma “tomas de apoyo”, acercamientos a las caras del público, detalles del ambiente, todo lo que al final pueda servir a los editores para empatarlo con el audio que grabará el reportero. Las tomas suelen ser, pues, suficientes, tantas que es necesario editar (recortar y pegar), lo que de paso genera sobrantes, fragmentos que nunca aparecen al aire.
Aclarar todo esto no es una nimiedad. Tiene la facha, pero no lo es, puesto que la disculpa “error de edición”, que parece holgadamente exculpatoria, es en realidad una patraña. ¿Puede alguien, en realidad, detectar en una nota informativa un truco de edición que le permita armar una denuncia tan firme que a su vez provoque un mea culpa (aunque sea hipócrita) del monstruo televisivo? No, e insisto: un error de edición es indetectable en este caso, y si es detectado, aceptemos ese posibilidad, deja abierta la escapatoria a los manipuladores: no había más tomas del sujeto “presuntamente” escamoteado. Si, por ejemplo, en un descomunal mitin sobre la plancha del Zócalo no se ven tomas amplias (o aéreas) de la muchedumbre, y sólo es posible apreciar, desde distintos ángulos, al orador y a su comitiva, el noticiero puede argüir que cubrió la nota y que, por la razón que sea, no tuvo tomas abiertas del público. Allí los ofendidos pueden denunciar que la televisora “editó” el material, pero no tienen las armas evidentes (los pelos en la mano) para comprobar que, en efecto, la empresa disponía de tomas pero las quitó, las “editó”. En tal situación, de todos modos, el criterio de edición está en el plano de lo subjetivo, es una sutileza casi indenunciable.
En otro nivel, el filtro que hace nebuloso el rostro de Santiago Creel no es ya un “error de edición”, sino una grosera maniobra de ocultamiento con un efecto técnico que no deja margen al sospechosismo, para decirlo con el neologismo acuñado por el propio senador en un rapto de inspiración cicerónica, eso cuando era presidenciable y se llevaba de piquete de culo con las televisoras. Pero el proyecto no cuajó, lo sabemos, y desde entonces el deterioro de sus relaciones con el duopolio tocó extremos casi sicilianos. Más de una vez, el machín de Aventurera denunció campañas en su contra, ataques velados y no tanto, “veto” en los meses cercanos. Las razones de esa malquerencia son, como todos los odios en nuestra política, intrincadas, sinuosas, turbias. El caso es que, pese a la jerarquía de Creel, la más influyente empresa mexicana de comunicación en efecto lo sacó de la jugada noticiosa. El senador poco podía hacer para demostrar sus dichos, hasta que Televisa le puso en bandeja el contraveneno: aquel “error de edición” que es, más bien, la síntesis perfecta de una política informativa que a los favoritos los encumbra y a los otros los ignora o los sepulta. Ese “error de edición” fue, en suma, un autogol desde la media cancha. Y de chilenita, papá.

viernes, julio 18, 2008

Maqueta lagunera



Son las 12 de la noche. De Torreón a Lerdo, La Laguna parece una maqueta en la oscuridad. Unos pocos coches, unos pocos ciclistas y ni un solo noctámbulo transitan por las calles de la comarca. El bulevar Miguel Alemán, desde su nacimiento en los puentes del río Nazas hasta el avión de Sarabia, es un espacio abierto y tienta al ejercicio de la velocidad; pero no, lo que conviene es andarse en paz. La ciudad está quieta, apagada, tanto como si hubieran sido aplacados todos sus bullicios hasta convertirla en Luvina, el pueblucho del cuento homónimo que escribió Rulfo, aquel memorable relato sobre el lugar en donde “anida la tristeza” y los ruidos han sido aplastados por el cielo.
El clima no está mal, sin embargo, para salir. Unos 30, 32 grados o poco más y vientito que trae su buena cuota de frescor, una maravilla comparada con los más de 40 grados que ofrece el día con el agravante del sol y sin la brisa. La noche invita, pues, pero los laguneros han optado por recogerse temprano, han optado por dormir o ver televisor. Los jóvenes sobre todo, que hace apenas unas semanas llenaban en jueves o en viernes o en sábados todos los establecimientos que ellos llaman “antros”. Ahora no. A la altura de uno muy famoso, el Mazacuata, dos o tres coches apenas, y los meseros de ése y de otros negocios rumian en las banquetas, tristeando nomás, quizá en espera de la clientela que esa noche no habrá de llegar.
El crucero inteligente (así lo llaman, nunca sabremos por qué) de la calzada José Agustín Castro y bulevar Alemán es un laberinto sin vehículos. Parece de mentiras, de a mentiritas, como les decimos a los niños cuando queremos ubicarlos en el ámbito de la irrealidad. Los semáforos cambian sus colores al vacío, como cíclopes en orfandad. Al entrar a Lerdo se siente denso el trecho de la Deportiva, de la Flores Magón, del vivero. Parece que la oscuridad no logra ser mitigada por los arbotantes. Hacen falta los coches para darle ambiente de ciudad a la ciudad nocturna. Y no hay, no hay coches. Poco antes del avión que piloteó el héroe del Potomac, la gasolinera luce abandonada y paradójicamente en funciones. Dos trabajadores de overoles verde-grasa dialogan junto a una de las bombas. Frente a ellos, por la otra acera, los dos o tres negocios de hamburguesas y costillitas no tienen un solo cliente: quizá nadie, ni las más despistadas moscas, se ha parado por allí aquella y las otras noches recientes. En eso ocurre un milagro: pasa una camioneta de la policía lerdense; va con las torretas apagadas, como fuera de servicio. Una mujer, acaso la indignada esposa de un hamburguesero, dirige con voz pelada algunos improperios de reproche a la patrulla. La camioneta policial pasa de largo, indiferente, y se pierde en la entrada al parque Victoria, un sitio que a esas horas es, sin metáfora, el desafiante bosque de alguna ficción hollywoodesca.
El regreso por el Alemán, el espinazo de la zona conurbada lagunera, es idéntico a la ida: dos, tres, cuatro coches a lo mucho desde Lerdo al puente plata. Hay que repetirlo: La Laguna es como una maqueta y se le siente inmóvil, petrificada, tiesa en la penumbra. Torreón, por el rumbo del parque Fundadores, del monumento a Hidalgo sobre el Independencia, del Gota de Uva, de la Alianza, luce coagulado. Los mariachis no tienen solicitudes de chamba, hay pocos visitantes. Entre la Ramos Arizpe y la Múzquiz, sobre la Morelos, el hotelucho más socorrido del lugar sólo es adornado en su fachada por dos putas lúmpenes. Nada se mueve, los ruidos han sido apagados por la cosa que gravita sobre la urbe. Más allá, sobre la plaza de armas, la nada sigue en pie: no hay trasnochados, no hay negocios abiertos, casi no hay taxis, no hay una sola patrulla a muchas cuadras a la redonda. Es la madrugada y hay que cobijarse con las cuatro paredes que estén más a la mano.

jueves, julio 17, 2008

Propuestas sadomasocas



En automático me vino a la cabeza el microrrelato de Enrique Anderson Imbert (“Sadismo y masoquismo”):
“Escena en el infierno.
Sacher-Masoch se acerca al Marqués de Sade y, masoquísticamente, le ruega:
—¡Pégame, pégame! ¡Pégame fuerte, que me gusta!
El Marqués de Sade levanta el puño, va a pegarle, pero se contiene a tiempo y, con la boca y la mirada crueles, sadísticamente le dice:
—No”.
Recordé el cuentito luego de leer la nota “Ama dominadora amansaría a presos” (La Opinión de ayer, p. 33), en la que Carlos Werd, de la Agencia EFE, reporta que una cuarentona tuvo la novedosa idea de entrar a las cárceles de Buenos Aires para, látigo en ristre y pocas ropas, dominar a los reos con prácticas de sexo sadomasoquista. Según la teoría de Patricia (así se llama la ama dominadora) ella es capaz de curar a los presidiarios con el puro poder de su experiencia para “esclavizar”, es decir, para “dominar a los hombres y hacerlos sumisos”. El sentido lúdico de su ejercicio tiene un fin, dice, terapéutico: que los internos quedan curados y mansitos. Las autoridades, claro, han anticipado que la iniciativa de Patricia no prosperará, así que los presos se quedarán con las ganas de recibir esos deliciosos latigazos.
Tal vez no esté del todo errada la propuesta sadomasocas de la experta Patricia. Si provocamos placer con el dolor (ilusorio) tal vez encontremos la cura a muchos males de la sociedad. Propongo estas medidas sadomasoquistas:
Que Emilio Azcárraga Jean vea cine de arte: Durante varias horas seguidas (dos o tres), someter al dueño de Televisa a películas de Wells, Buñuel, Kurosawa, Wenders y demás. Con toda seguridad sentiría tanto gozoso dolor que de inmediato prohibiría la producción de más telenovelas como Fuego en la sangre, culebrón que siempre maneja campiranos y campiranas tan metrosexuales que parecen recién salidos de un spa.
Que Carlos Slim escuche la “Bartola” cien veces seguidas: Luego de una sobredosis de bartolidades, el magnate mexicano sentiría placentero sufrimiento y terminaría por entender que las tarifas de Telmex no pueden ser cristianamente pagadas con dos pesos de salario, todo para continuar el proyecto de convertirlo en el hombre más platudo del sistema solar.
Que Juan Camilo Mouriño reciba un tour por el México profundo: Con un día de paseo por la realidad “real” de México el joven e inexperto secretario de Gobernación vería qué es andar en territorio chichimeca: que lo lleven a Garibaldi, que lo obliguen a comer tacos de hígado encebollado, que suba a un camión y escuche cumbias de Chico-Che a todo volumen, que por la indigestión de los tacos sea recibido en urgencias del IMSS. A ver si así de veras quiere hacerse mexicano.
Que a Fabiruchis lo metan en un cuarto con quince beldades: Sin más armas que las de la piel, es decir, desnudo, que el célebre conductor de televisión sea encerrado en una habitación con todas estas mujeres también sin trapos: Ninel Conde, Bárbara Mori, Anette Michel, Niurka, Liliana Lago (mejor conocida como la Nacha Plus), Isabel Madow, Alicia Machado, Maribel Guardia, Ana Serradilla, Ana de la Reguera, Penélope Cruz, Salma Hayek, Jénnifer López, Thalía y Adriana Lima. Sentiría tan rico horror que así nos evitaríamos más escándalos amarillistas en televisión. Ahora bien, si Fabiruchis no quiere, conozco fácil a quince cabrones que se sacrificarían para apurar ese trago amargo aunque sólo les toque de a una por tatema.

miércoles, julio 16, 2008

Sostiene Muñoz



El personaje principal de Sostiene Pereira (Anagrama, 1994), la famosa novela de Antonio Tabucchi, padece una indeclinable obsesión por las necrológicas. Como responsable de la sección cultural del Lisboa, la vida se le escurre pensando en la obligación de escribir sobre ciertos escritores que, cree, están a punto de morir, eso para que nunca lo fuera a sorprender el cierre de edición del periódico lisboeta. Pereira (encarnado por Marcello Mastroianni en el Sostiene Pereira fílmico) se siente acorralado por una sosegada desdicha, por la agridulce certeza de su finitud en aquel Portugal a donde recalan las noticias más negras de una Europa azotada por los hediondos vientos del nazismo y el fascismo.
Por estos días crueles he recordado a Pereira y sus tercas necrológicas. Quizá no esté mal, vistos los tiempos que corren, poner en práctica ese género notablemente útil en la prensa diaria, dado que la gente literaria siempre ha tenido la mala costumbre de morir sin avisar que va a morir. Como no tengo a nadie que se ponga de modelo, ensayo una autonecrológica: Segundo hijo de Rogelio Muñoz y Catalina Vargas, Jaime Muñoz Vargas (Gómez Palacio, Durango, 1964-Torreón, Coahuila, 2008) fue escritor, periodista, maestro y editor. Sus estudios formales, desde el jardín de niños a la maestría, los sobrellevó con abnegación y malas calificaciones. El descubrimiento de los libros lo hizo prescindir de cualquier fervor por las aulas, y en este aspecto apenas supo reconocer la influencia de dos o tres maestros descubiertos al margen de los planes de estudio. Desde 1982 se convirtió en bibliómano, enfermedad de la mente que consiste en poseer libros para obtener un poco de seguridad ante las acechanzas de la vida. Fue tímido, aunque las obligaciones de la docencia y la literatura lo forzaron con frecuencia a encarar públicos. Durante casi veinte años ejerció sin alegría la profesión de maestro, y de tal trayectoria sólo acostumbraba destacar el contacto que tuvo con prospectos de escritores en talleres literarios. Se enorgullecía de sus amigos, y de todos procuró escribir siempre que pudo; su propósito fue destacar que en La Laguna era posible el nacimiento y la supervivencia de la literatura, aunque la pragmática realidad se obstinara en mostrarle lo contrario. Publicó su primer libro en 1989 (El augurio de la lumbre), cuando tenía 26 años; como quedó algo arrepentido de esa prisa se dedicó a vivir un poco más, a subsistir con periodismo cultural y a no publicar libros. Reincidió en 1997 (Pálpito de la sierra tarahumara), luego en 1998 (El principio del terror), a lo que seguiría una impúdica lista de ocho o nueve títulos más que tal vez sí llegó a querer, pese a que fueran suyos: Juegos de amor y malquerencia, Las manos del tahúr, Ojos en la sombra y Leyenda Morgan… Aun a riesgo de ser considerado cursi o sentimental, escribió varias veces que amaba a su esposa y a sus hijas. Se sabía, sin embargo, imperito para demostrar afectos como lo hace la gente normal. Sus gustos no eran sofisticados; al contrario, recalcó siempre que lo hacía feliz leer, caminar, tomar café o Cocacola, editar libros, conversar, dormir y ver mapas y fotografías. No supo idiomas, pues el español le parecía tan hermoso y difícil que para aprenderlo a medias era necesario dedicarle toda la existencia; de esa manera, se privó del inglés, del francés y de otras lenguas, pero la única que llegó a extrañar fue el latín, pues alguna vez albergó el sueño de leer a Séneca sin intermediarios. Con sinceridad se asumía escritor poco talentoso; escribir lo incomodaba mucho, y a menudo sentía que se había impuesto la tarea literaria sólo como complemento de la otra, más apasionante: la de lector. Aunque lo aparentaba con desenvoltura, la vida le calzó siempre mal. Creía poco en la bondad del ser humano, pero procuraba no decirlo, para no parecer malagradecido con sus escasos lectores. En un rapto de desconfianza a la generosidad póstuma, escribió, no sin pena, su propia necrológica y la publicó el 16 de julio de 2008.

lunes, julio 14, 2008

Defensa apasionada… de diez años



Su primera edición data de 1998, y desde entonces ha caminado con buena suerte, aunque no la que tendría si los hispanohablantes e hispanoescribientes le dedicáramos un poco más de aprecio al instrumento del que nos servimos para darnos a entender: el español. La Defensa apasionada del idioma español (Taurus, 1998, 298 pp.), de Álex Grijelmo, lleva ya varias ediciones y mantiene su lozanía. Es un libro bien escrito, y su utilidad como foco de alerta es indiscutible. En la década que ha corrido desde su salida quizá ha cambiado en algo la realidad sobre la que debate, pero ante la certeza de que ese cambio no ha sido para mejorar, la Defensa apasionada… sigue siendo una obra de actualidad y casi me atrevo a señalar que urgente para todos. Pasar por sus páginas es reparar en muchos casos de agresión al español, lo que de alguna manera nos puede llevar a defenderlo o, al menos, a brindarle un poco más del respeto que merece por su edad y por su eficacia para comunicar lo que queramos.

Álex Grijelmo nació en Burgos, España, en 1956. Una parte considerable de su carrera periodística la pasó en el diario El País, donde ocupó puestos de editor y corrector. En esa etapa fue responsable del Libro de estilo, que es ya un clásico de los manuales sobre escritura periodística. Ha sido profesor en la Escuela de Periodismo Universidad Autónoma de Madrid–El País, es maestro de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, que preside Gabriel García Márquez, y ha recibido el grado honorario en Dirección y Administración de Empresas por la fundación universitaria ESERP. Grijelmo obtuvo en 1999 el Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes. La bibliografía completa de Grijelmo abarca seis títulos desde 1997 a 2006, todos relacionados con la escritura (principalmente periodística): El estilo del periodista, Defensa apasionada del idioma español, La seducción de las palabras, La punta de la lengua, El genio del idioma y La gramática descomplicada. De ellos, acaso el que más ha estado cerca de convertirse en un bestseller (o “libro exitoso”, para no comenzar a regarla con esos anglicismos tan odiados por Grijelmo), es la diezañera Defensa apasionada… Esta es la razón por la que todavía podemos hallarla con facilidad y en una versión más económica, pues desde 2004 Santillana la ha puesto a circular en edición de bolsillo.

Aunque no prescinde de cierto humor y muchas veces de zumbona ironía, el libro de Grijelmo está atravesado por una suerte de malestar en sordina. El autor se cuida de no parecer obsoleto viejito de la Academia, sino atlético practicante de un idioma que lo tiene todo y sin embargo es tercamente apuñalado por quienes, se supone, deberíamos apreciarlo más, puesto que con él nacimos. No falta que los lectores de acá (de México) notemos en el tono de Grijelmo un cierto aire españolizante; muchos de los ejemplos que pone no parecen cercanos al español de nuestro país (como cuando opone “panceta” —“tocino” para nosotros— a “bacon”), pero el autor hace constantes énfasis relacionados con el valor del castellano como idioma oficial de facto o de iure de más de veinte naciones que parejamente le suman matices y rasgos peculiares sin que ninguno, como ocurría antes con el español de España, quiera imponerse a los demás como único apto para manejarlo con propiedad.

La Defensa apasionada… pespuntea en todos sus capítulos de la argumentación a los ejemplos concretos. Pretende que veamos la continua grosería que perpetramos contra nuestro idioma, el grado de indiferencia en el que nos movemos cuando de hablar o de escribir se trata: “Las modas sociales invitan por doquier al cuidado de cuanto pueda reflejar en el exterior lo que somos por dentro, incitan al culto de todas las apariencias: la casa, la decoración, el coche, la ropa… excepto de la apariencia que mana desde lo más profundo de nuestro intelecto: el idioma. Incluso quienes hacen gala de un dominio eficaz del lenguaje se ven a menudo descalificados como cursis o sabihondos. Se les critica por sus virtudes”. Varios ejemplos acompañan, como digo, cada afirmación, lo que sirve para que el libro sea un alegato a favor del español y al mismo tiempo un repaso de errores frecuentísimos a la hora de comunicarnos.

Cuando Grijelmo redactaba las cuartillas (1997) que luego serían este libro se topó con la polémica declaración de García Márquez en la reunión de hispanistas celebrada en Zacatecas; el colombiano, recordemos, recomendaba simplificar la gramática del español, lo que alimentó notablemente los deseos de quienes no sólo apetecían simplificarla, sino abolirla. En desacuerdo total con el premio Nobel, Grijelmo aduce que la gramática, pese a su compleja asimilación, permite que el pensamiento sea expresado con pulcritud, eficacia y belleza, y hace una comparación: “El argumento, en fin, de que la simplificación de la ortografía disminuirá el fracaso escolar raya en la irreflexión. Se podría argumentar lo mismo sobre los ejercicios de la barra en la danza: puesto que se trata de clases muy duras y como precisan de esfuerzo, dedicación y dinero para pagarlas, suprimamos esas exigencias de modo que quienes deseen ser bailarines pasen directamente al escenario. Así no tendrán que penar con pérdidas de tiempo absurdas. ¿Qué habremos conseguido con eso? Nada bueno: solamente que empeore el nivel de los bailarines”.

Uno de los argumentos recurrentes de Grijelmo es el que se refiere a la madurez del español, a su capacidad para transmitir “cromosomas” visibles en el neologismo: su edad, poco más de mil años, garantiza que todo o casi todo se puede expresar con él si apelamos a su arsenal de recursos y a su “genio”, sin necesidad de calcos o préstamos intrusos. Celebra el burgalés la riqueza del español de todos los países que lo hablan y lo escriben, y no sin alegría comenta que, pese a sus leves diferencias, quienes usamos este idioma podemos comunicarnos con él sin pérdidas de sentido, más bien con ganancias de matiz o léxico. Nos alerta, y mucho, sobre la presencia invasiva del inglés, sobre el aterrador código computacional, sobre el paupérrimo español de la radio y la televisión, sobre el “español” usado en los instructivos de aparatos electrodomésticos y sobre nuestra dejadez, la que ha impedido que nos encariñemos con este idioma que es, como lo declaró en una entrevista, “rico, matizado, musical, profundo, histórico, claro, sentimental, oloroso, hermoso, resonante”. Sobre el español mexicano, dijo en ese mismo diálogo: “Los mexicanos tienen una gracia especial. Son los sevillanos de Latinoamérica. Los adoro. La primera vez que me dijeron ‘¿qué hubo, buey?’, casi me muero de risa. Pero a la vez tienen palabras tan tiernas como ‘apapachar’ o ‘achicopalarse’; y tan descriptivas y divertidas como ‘mi pioresnada’ para referirse al novio”. En partes podemos estar en desacuerdo con Grijelmo, pero su Defensa apasionada del idioma español sigue siendo útil y amena, tanto como lo fue hace diez años.

Reforestación en ruinas



Si lo que dice la información es cierta, y no veo por qué no pueda serlo, vivimos un desastre más, silencioso y consistente, sin mucha prensa que digamos, en la deforestación del territorio nacional. Firmada por Jesús Sánchez (La Opinión, 11 de julio), la nota alarma porque describe, mediante datos suministrados por Greenpeace, una depredación que casi pellizca los talones de la catástrofe. Los activistas de esa organización ambientalista denuncian que ProÁrbol, el programa estrella del calderonato en materia de reforestación, es en realidad una patraña; señalaron que casi la mitad de las plantas sembradas en 2007 fueron cactos forrajeros, especies no adecuadas para el propósito deseado.
Con ataúdes, coronas de flores y varios enlutados que portaban máscaras de Felipe Calderón (algo fallidas, ciertamente, pues más bien hacían pensar en una especie de Felipe Cromañón), los activistas de Greenpeace montaron su protesta en la plancha del Zócalo y emitieron un comunicado que pone a pensar en el destino de la flora arbórea nacional: de los 253 millones de arbolitos supuestamente plantados, el 49 por ciento fueron nopales forrajeros; 1.6 por ciento, agaves y magueyes, y 1.4 por ciento de especies como eucalipto, pirul, melina, teca, jacaranda, nogal y nim.
El problema, según puedo apreciar, no se relaciona con las buenas intenciones del programa gubernamental, sino con su nula eficacia, pues los árboles puestos en marcha (valga mi expresión) por ProÁrbol, son “especies no forestales o inadecuadas para nuestro país, ya que son ajenas a los ecosistemas que se pretenden (sic) restaurar. Por ello, los bosques de México son víctimas de este programa gubernamental”.
Los nombres de Coahuila y Durango aparecieron en las declaraciones de los activistas: “en estados de alta concentración forestal, como Chihuahua y Durango, en 2007 la mitad de la ‘reforestación’ consistió en plantar nopal forrajero. Y en estados como Nuevo León, Zacatecas, San Luis Potosí y Coahuila, el porcentaje fue de 90 por ciento de nopales y agaves”. Insisto: tal vez los datos colinden peligrosamente con la hipérbole, aunque es un hecho que, por un lado, Greenpeace es una organización que goza de credibilidad y, por otro, las cuentas oficiales en éste y otros rubros suelen ser mañosamente “alegradas” por las autoridades para maquillar informes.
No tan estrepitoso en términos mediáticos, el arrasamiento de nuestros bosques es uno de los más grandes peligros que encara el México actual, pues ello deviene cambios radicales en ecosistemas. El impacto de la tala inmoderada y de la reforestación errabunda es, entonces, brutal, pues aniquila cadenas de vida animal y vegetal vinculadas durante miles de años. Los cálculos de la organización internacional son tan lamentables que colocan este problema entre los más delicados del país; cuestionan: “a menos de un año del proceso [se refiere a la reforestación emprendida por el régimen actual], 90 por ciento de las plantas murieron, de modo que la tasa de supervivencia no rebasa el diez por ciento” de los ejemplares plantados.
Dan un ejemplo casi aterrador de inversión económica disparatada y rayana en lo criminal: “Como prueba de que los dos mil 300 millones de pesos para reforestación de 2007 fueron un fracaso (…) en Aguascalientes un predio de 70 hectáreas fue plantado con 56 mil plantas de eucalipto y ‘a ocho meses de la plantación, todos los ejemplares están muertos’”. ¿De qué se trata, pues, este desaguisado? ¿Acaso la inversión para reforestar está corriendo la misma suerte que la millonada que se gasta en seguridad pública o en educación? Es decir, dinero que se echa a paladas en programas inservibles, plata que lejos de dar vida, mata. Triste espectáculo; y el futuro ya no tarda en alcanzarnos.

jueves, julio 10, 2008

Memín es amor



Memín Pingüín (si el uso suele ser determinado por el consenso, me niego a regatearle la diéresis, pues la gente de a pie, es decir, los lectores de Memín, han acordado llamarlo Pingüín, como pingüino, no Pinguín, como pingo) ha suscitado otra vez una matrera polémica en los Estados Unidos. El dirigente afroestadounidense Quanell X, algo así como el Malcolm X posmoderno, se apersonó gritón en un Wall Mart houstonense (¿cuál será el cabrón gentilicio de Houston?) para denunciar que el personaje mexicano denigraba la imagen de la negritud al presentarlo en su historieta con rasgos changuiformes. Como la cadena de tiendas vende revistas y libros sobre las aventuras de Memín, de inmediato, y para evitarse problemas, retiró esa mercancía de sus anaqueles.
Las críticas del activista afrogringo se dan en el contexto de la lucha electoral en la que Barak Obama, candidato de los demócratas (empleo la terminología que ellos se atribuyen), puede ser el primer inquilino de color en la Casa Blanca. Esa es la razón por la que homólogos hispanos de Quanell X han salido a la defensa del controvertido icono mexicano (El Universal, 9 de julio): “Qué casualidad que haya sido en Texas, un bastión republicano, donde se están dando estas protestas. Tal parece que hay quienes siguen interesados en crear pretextos para acentuar divisiones entre hispanos y afroestadounidenses con un personaje que nada tiene que ver con la realidad política de Estados Unidos”, dijo Juan José Gutiérrez, de la organización Latino USA y miembro de la campaña de Obama en California.
Las protestas contra el inofensivo Memín, encabezadas por el tal Quanell X, ya fueron también desestimadas por el equipo de campaña de Obama, dado que los discursos del quejoso son remanentes de grupos radicales afronorteamericanos que lucharon en los sesenta-setenta por fomentar una especie de “nacionalismo negro” dolorosamente justificado, ya que se oponía a las labores de “limpieza étnica” emprendidas por una buena parte de la mayoría blanca. Los Nuevos Panteras Negras, como se hacen llamar, han obligado a Obama y sus cercanos a desmarcarse de cualquier intento de proselitismo que intente contraponer intereses de comunidades específicas, en este caso de la afronorteamericana contra la hispana.
A propósito de esa mentecatez, se puede afirmar que ni en México ni en ninguna parte del mundo ha sido borrada por completo la discriminación contra la población de origen africano. Es un nefasto mal que ha convivido con la humanidad desde siempre, sobre todo desde que los europeos comenzaron sus exploraciones al África y cazaron hombres para el comercio esclavista; quedó acuñado, incluso, hasta el nombre de un oficio siniestro: el de negrero. En México, se sabe, la población negra es escasa, pero abundan las personas de tez oscura aunque de rasgos no negroides. En todos los casos, insisto, hay, sí, cierta minusvaloración, pero es leve y nunca llega a convertirse en hostilidad contumaz. Al contrario: al prieto (“preto”, negro en portugués) se le puede apodar negro (o negrito, más cariñosamente) sin el dejo ofensivo que tendría en otras partes. Uno de mis mejores amigos tiene ese apodo, “Negro”, y él nunca ha sentido ánimo de marginación en tal sobrenombre, como de seguro no la sintió, ni en México ni en la Argentina, el “Negro” Almirón, jugador que mucho tiempo vistió la casaca del Morelia.
El negro (sea sólo por su tez o por su tez y por sus rasgos) nunca ha sido perseguido, acosado, vejado por los mexicanos. A lo mucho se hacen chistes sobre su catadura, tantos como los que se pueden fritanguear sobre quien sea. En esos chistes aparece siempre como vivaracho, como atlético, como perspicaz y, básicamente, como muy bien dotado del verijamen útil para triunfar en el ayuntamiento (carnal, no municipal). Así pues, Quanell X exagera: Memín no es un peligro para la respetable comunidad afro de EUA. Memín es amor.

miércoles, julio 09, 2008

DVR internacional



He tratado de imaginar al DVR como obra civil internacional. ¿Qué hubiera pasado, pregúntome, si ese inútil paquidermo de varillas y concreto fuera, no sé, italiano, venezolano, argentino, japonés? Veamos:
En Italia: De inmediato habría provocado un escándalo en la muy escandalosa prensa ítala. Los principales líderes de la oposición no desaprovecharían la oportunidad para mostrar la ineficiencia del partido en el poder. Pronto se vería que detrás del DVR hay negociaciones sucias vinculadas a las apuestas en el futbol profesional. En el bochinche también aflorarían los nombres de una soprano, de un pintor, de un curador de museo y de un diseñador de modas. Al final, todo se solucionaría con la participación atenta, eficaz y expedita de cierto personal siciliano.
En Japón: Tras meses de investigación, un jurado de ingenieros dictaminaría que el DVR quedó mal construido por una razón simple: el medio kilo de cemento extra que le pusieron a uno de los pilares más importantes de la obra. Otros largos meses darían con el culpable, quien antes de ser atrapado por las autoridades, y para evitar el bochorno público, se aplicaría un impecable harakiri en un acto ritual, con la ropa adecuada y la katana (sable) heredada de sus antepasados. Al final no tumbarían el DVR, pues la ingeniería nipona quitaría la pieza, como en un rompecabezas, y pondría otra para evitar toda falla.
En Finlandia: Apenas una levísima sospecha de que el DVR quedó mal y el responsable de la obra se presentaría en los tribunales para declararse único culpable del tremendo error. La prensa no diría nada sobre ese aburrido tema.
En Venezuela: Esa obra, el DVR, que atraviesa una de las afluentes más broncas del Orinoco sería declarada un peligro para los pobladores de la Hermana República Bolivariana. El mandatario en persona iría a probar los riesgos de la construcción, nacionalizaría todas las constructoras del país y cantaría un corrido mexicano para imprimir a su decreto una pequeña gota de humor. No faltará, por supuesto, alguna miss universo en medio de la agitación mediática.
En Nueva Zelanda: Es imposible que un problema como el del DVR, o cualquier otro de cualquier índole, se presente allá.
En Suiza: Ídem.
En Arabia Saudita: El infinito DVR que atraviesa los más crueles desiertos del Medio Oriente sería declarado mal hecho y entonces sí, la justicia de Alá caería como maldición sobre la corrupta cabeza de los ineptos. Los juzgarían por medio del Corán y se determinaría que el abyecto crimen sólo puede ser lavado mediante una ejecución pública. La unanimidad sería total, y para echar abajo la obra se apuntarían varios suicidas voluntarios como mártires-bomba.
En Haití: El pueblo, apenas enterado de los errores cometidos en su DVR, saldría a las calles en masa y saquearía los negocios, pondría barricadas, incendiaría neumáticos y, armados con palos, machetes y rastrillos de jardinero amagaría con entrar al palacio de gobierno en Puerto Príncipe. El presidente deberá dejar el país desde un aeropuerto clandestino y ya nunca más se sabrá de él. Al final, el DVR quedará intacto, tanto como la Ciudadela de LaFerrière.
En Argentina: Al saberse la noticia, millones de manifestantes dirigirían sus gritos a la Casa Rosada. La moneda se devaluaría y sobre el tema no faltarían opiniones autorizadas hasta de Diego Maradona.
En México: Nada, en México no pasó nada.

domingo, julio 06, 2008

A 20 años del 6 de julio de 1988


Más sobre escritura y chateo



Cristal Barrientos, reportera de El Siglo de Torreón, me mandó una entrevista que le sirvió para comlementar una nota. Esto le respondí; trata, de nuevo, sobre escritura y chateo:

¿Consideras que esta manera que tienen los jóvenes de comunicarse, amenaza el español o lo empobrece?
Estamos parados exactamente sobre la transición. Nunca antes, como hoy, la humanidad tuvo medios de comunicación tan veloces y democráticos, así que todo lo que se pueda afirmar sobre nuevos comportamientos sociales debe ser dicho en calidad de hipótesis, no de certeza. Como el chat y sobre todo el celular son ya instrumentos de uso común, la escritura en esos medios se ha popularizado. Lo que se exige allí es eficacia y rapidez para comunicar ideas simples, de mera interacción doméstica (“¿Vendrás a comer?”; “Llegaré a las 3”; “La película empieza a las 7”). Tanto en el chat como en el celular la escritura opera con sobrentendidos harto primarios, así que puede mutilar y abreviar con toda libertad: “xq”, “esty n ksa”. E insisto: los mensajes son breves y primarios, no ensayos filosóficos, así que el código del chat tiene la coartada de la rapidez con la que allí fluye lo dicho. Lo malo es que los jóvenes escriben, por decir, el noventa por ciento de lo que escriben con ese código, y cuando en la escuela les piden un trabajo ya no saben qué hacer con la gramática y la ortografía castellanas. Creo que el español de los periódicos y los libros goza de buena salud, pese a todo. La comunicación informal, campechana, del mail, del chat y del celular, igual, goza de buena salud en sus propios “ambientes”.

¿Qué problemas conlleva el uso de ese lenguaje?
Lo grave se da cuando a un joven chateador lo pones a escribir formalmente un ensayo escolar: le brotan todas las horripilantes taras del chat tanto en la forma como en el contenido. He allí el problema, realmente: que la gente se ha dejado colonizar por la escritura rápida y en clave, y eso provoca que en determinado momento ya no pueda regresar a una escritura apegada a las reglitas básicas de nuestra lengua.

¿Representa un retroceso para el lenguaje, o sólo es una nueva manera de comunicarse?
Es una manera distinta. Digamos que el chat, el celular y el mail, como soportes, crearon su propio código, y eso está bien, no hay problema. Lo malo empieza cuando ese código se traslada a otros espacios de la comunicación, como la escuela, lugar donde, se supone, todavía debemos respetar los lineamientos de la gramática. Si me pidieran una opinión, recomendaría a los jóvenes que no dejaran de usar su código del chat, pero que sean concientes de que tal código no debe ganarle al otro, al de la comunicación humana que aspira a una mayor profundidad en el tratamiento de los mensajes.

¿Tiene algún tipo de ventaja este nuevo lenguaje?
La rapidez: se basa en el principio de la abreviatura. A menor número de teclazos, más rápidamente llega el mensaje. Sólo sirve para eso, para correr sobre el teclado con mayor velocidad. Y remarco: podríamos decir “no iré comer” o “¿ya hiciste la tarea?” (ideas muy elementales) con pocos teclazos; la mente no necesita esforzarse mucho para decir eso, así que la rapidez puede asociarse con la elementalidad del mensaje. Pero ¿qué sucede si queremos explicar el fenómeno de la migración de indocumentados o el sentido del yo en el pensamiento occidental del siglo XIX? Son ideas más complejas, que no pueden ser despachadas con rapidez; en ese caso ya no necesitamos el código apresurado del chat, sino un sistema de signos que camine al mismo ritmo (lento, pausado) que el del pensamiento humano.

¿Con base en esta nueva manera de comunicarse, qué futuro le espera al español con las nuevas generaciones?
No sé qué futuro le espera al español; en varias ocasiones lo han condenado a muerte, pero sigue lozano, fuerte, sólido y creciendo. Frente a los nuevos medios de comunicación personal no me atrevo a dar pronósticos, pero creo que el español seguirá vivo y enérgico.

De la caca y otras asquerosidades



Publicado en su primera edición por la Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, El libro de las cochinadas, escrito por Juan Tonda y Julieta Fierro e ilustrado por José Luis Perujo, fue un regalo que tuve a mal hacerles a mis hijas. Sin revisarlo minuciosamente, lo compré hace como dos años en la librería Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo, en el DF, y apenas en la semana que hoy termina le he hincado el ojo. Es un asco, y por eso lo voy a reseñar, para que los padres de familia que verdaderamente quieran a sus hijos no vayan a comprarlo ni aunque lean comentarios favorables dirigidos a tan puerca monografía.

Ganadores del premio nacional de divulgación científica, Tonda y Fierro, los autores, se han propuesto en El libro de las cochinadas develarle a la inocente niñez los secretos mejor guardados del conocimiento escatológico. Lo hacen con amplio conocimiento y sin eufemismos que amortigüen el peso de las barbaridades, como felices de revolcarse  en el saber de esas porquerías de las que (así dicen) muchos hablan, pero sobre las que muy pocos escriben.

El libro ha sido organizado en 25 capítulos breves, más una introducción y un glosario. No se puede ser más explícito a la hora de abordar esas temáticas, lo que sin duda llenaría de bochorno a las familias ceñidas a las buenas costumbres del recato y la prudencia. Estos son los titulillos de los capítulos: “¿Por qué hacemos caca?”, “Ingredientes para hacer caca”, “Tipos de caca”, “La caca de los animales”, “Aprovechamiento de la caca”, “¡Me hice pipí!”, “La orina”, “Usos y costumbres de la orina”, “Historia del excusado”, “Cómo vamos al baño”, “Caca en el espacio”, “¡Qué pedo!”, “Experimentos con pedos”, “El eructo”, “Los mocos”, “Cómo sacarse los mocos”, “Los gargajos y los escupitajos”, “La vomitada”, “El sudor”, “Barros y espinillas”, “Cera, mugre, lagañas y mal aliento”, “Limpieza de las cochinadas”, “Curiosidades cochinas”, “Más curiosidades cochinas” y “Dichos y textos cochinos”. Como se podrá apreciar, nada bueno deparan al lector esas secciones atiborradas de coprografía, si me permiten el neologismo. Con datos científicos a la mano, los autores deambulan por las excrecencias del ser humano y no se detienen ante nada para expresar ese saber impropio para la niñez del mundo. Tonda y Fierro han escrito en su introducción que “Dejar de hacer cochinadas resulta imposible —a menos que alguien quiera demostrar lo contrario—, así que ya es hora de aceptarlas y conocerlas. La cultura cochina también forma parte de nuestra vida cotidiana y la ciencia de las cochinadas nos permitirá ser muy cochinos pero a la vez muy saludables, ¡ese es el reto!”.

Esmerada, pacientemente, pues, los autores colocan uno por uno los ladrillos del insalubre tratado. Cuando explican el proceso de defecación, por ejemplo, tiran un rollo científico sobre ingesta de alimentos y nutrientes, para aterrizar en esto: “Lo que no se puede digerir, se va acumulando, como si llenáramos un tubo de pasta de dientes, hasta que ya no nos cabe. Entonces recibimos una señal en nuestro cerebro que nos dice ‘tengo ganas de ir al baño’; dos músculos muy fuertes del ano (esfínteres) impiden la salida cuando se contraen y nos dicen: ‘espérate tantito porque no hay baño’. Pero al fin llegamos al baño, los esfínteres se relajan y ¡oh descanso!, ¡placer de los dioses!: hacemos caca”.

Así prosiguen, en esa tesitura no apta para las personas de buen gusto. Quien lo dude, que lo compruebe e ingrese al segmento del libro donde Tonda y Fierro analizan el acto de peer, que dicho de manera menos elegante quiere decir el acto de echar pedos: “No hay placer más grande que echarse un pedo. Si estamos en una reunión o en una clase y nos da vergüenza echarnos un pedo, empezamos a sentir dolores en la panza y definitivamente no estamos a gusto hasta que logramos que salga. Lo más cómodo es levantar ligeramente una nalga para que pueda escapar libremente”; luego se ponen cejijuntos, doctorales: “El pedo o flatulencia es un gas que sale por el ano y uno de sus componentes más importantes es el gas metano, aunque también posee un segundo componente que es el hidrógeno, que se forma por la reacción de las bacterias anaerobias, es decir, las que viven en el intestino donde no hay oxígeno en abundancia como en el aire que respiramos. Ambos gases son altamente inflamables. Los pedos también tienen nitrógeno, bióxido de carbono y oxígeno; y en ocasiones, sulfuro de hidrógeno, lo que les confiere un desagradable olor como a huevo podrido”.

Este es el tenor de la monografía; fluctúa de la expresión callejera a la sesuda con irreverente soltura, y es oportuno decir que hubiera estado bien que se quedara sólo en la segunda, como en este párrafo dedicado al examen de los verdosos tapones de la nariz: “Los mocos están compuestos de aproximadamente 95% de agua, 2.5% de sal y 2.5% de mucina, una proteína que se emplea para hacer algunos tipos de pegamento, de ahí lo pegajoso. El color característico de los mocos, verde amarillento, depende de unas sustancias llamadas mucopolisacáridos (hechas a base de azúcares y aminoácidos), así como del tipo de bacterias con las cuales se mezclan”.

Obra peculiar, El libro de las cochinadas ingresa a una realidad que más vale ocultar a nuestros inocentes chiquitines. No la recomiendo. El lector aprenderá mucho, sí, pero 
corre el riesgo de cagarse de risa. He ahí el problema.

sábado, julio 05, 2008

Arcoiris en Reforma




























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Quedé atónico cuando vi las dimensiones del río humano que desfilaría sobre el Paseo de la Reforma el sábado 28 de junio: era como ver a todo Torreón listo para avanzar a pie o en carros alegóricos. Ruidosamente vestidos con atuendos que rebasan con holgura el concepto de lo estrafalario, incuantificables gays y lesbianas formaban una cauda que luego dio para dos horas de marcha. Empezó como a las doce del medio día, y como a las dos aún fluían grupos de arcoirisados personajes, la más numerosa variedad de sujetos carnavalescos que he visto en mi reverenda y provinciana vida.
Todos estaban listos para festejar el treinta aniversario de marchas del orgullo gay en la capital del país. Debo comentar, porque no deja de ser llamativo en esta croniquita heterosexual, mis prejuicios sobre la marcha, no necesariamente negativos, simplemente prejuicios, opiniones formadas antes de entrar al terreno de los hechos. Salí de mi hotel (Lerma y Mississippi), a una cuadra de la Diana cazadora, con la cámara lista y algo de inquietud ante la posibilidad de que los marchantes mi impidieran hacer fotos. Acostumbrado a los estereotipos de provincia, creí que en más de una ocasión alguna alegre mariposa me haría ojitos. Los dos prejuicios azotaron en el suelo cuando llegué a los contingentes todavía detenidos, pero ya listos para salir. Disfrazados de todo, incluso de Adanes sin hoja de parra pero sí con tanga, los gays posaban para las fotos y gozaban cada click. De inmediato noté que, lejos de batallar con los modelos, iba a sufrir con la pobre memoria de mi cámara digital, pues cada desfilante al que le pedía foto foto foto posaba sin remilgos y con rictus pispiretos o inclinados al deseo de mostrar sensualidad y lucir sus espectaculares galas. Lo difícil, entonces, no era hallar modelos para el reportaje gráfico, sino seleccionar en esa selva a los árboles que en verdad merecieran el disparo del obturador.
Relajadamente, como Pepillo por su casa, entré al festivo pandemonio en esa tarde soleada sin que nadie, absolutamente nadie me hiciera el menor gesto de agresión o lo contrario: de camaradería. Nada. Navegué con mi cámara entre los sujetos más exóticos, y lo único que vi fue júbilo, orgullo, risas y bailes, colores, fiesta. No idealizo, sin embargo, pero en honor a mis oxidados prejuicios de machín norteño debo decir que aquello no requería la vigilancia de ningún poli. De hecho, cuando reparé en la ausencia de la fuerza pública quise entender que el tema del New’s Divine, ocurrido hacía una semana, dejó quietas a las autoridades y las obligó a ni siquiera colocarse cerquita del tumulto.
El caso es que hice fotos, muchas fotos y en todas quedó registrado el clima de saturnal que le imprime al desfile la gruesa comunidad gay y lésbica de la capital. No había, que yo recuerde, personaje de la historia, de la cultura o de la farándula que no tuviera su clon gay en esa marcha: faraones gays, hindúes gays, supermanes gays, charros gays, africanos gays, revolucionarios franceses gays, divas de Hollywood gays, aztecas gays, motociclistas gays, tarzanes gays, apaches gays, pedrospicapiedras gays, marcianos gays, soldados gays, payasos gays, astronautas gays, tongoleles gays, alienígenas gays, obreros con casco gays, pilotos de auto gays, fridaskalhos gays, chinas poblanas gays, cariocas gays, cenicientas gays, verdugos gays, lancheros acapulqueños gays, quimeras gays, colosos de Rodas gays, filósofos griegos gays, gladiadores romanos gays, lorenasherreras gays, zapatistas gays, llaneros solitarios gays, monjes gays, científicos gays, sujetos convencionales gays, etcéteras gays.
Cuelgo varias fotos en este blog. Es un buen testimonio del espacio ganado por una comunidad que ha optado por una diferencia que, creo, va más allá de lo sexual. Yo, mientras tanto, salí de ahí sin una sola agresión a cuestas, ajeno a ese mundo que, pese a ello, creo respetar y miro a la distancia.