viernes, julio 04, 2008
Infierno del ruido
Abro el oído, escucho con toda la atención posible y no puedo evitar un rapto de compasión: cerca de cincuenta familias laguneras que residen en una colonia aledaña al periférico padecen desde hace aproximadamente un año y pico los estragos del ruido. La descripción no pudo hacerla mejor Dante en su Divina: todas las mañanas, desde muy temprano, una fábrica de tarimas de madera, de las que se usan en la industria pesada para embonar en los montacargas, comienza el ruido de sierras eléctricas, motores y martillos de aire (ignoro cómo se llaman). La fábrica no emite ninguna piedad: trabaja sin parar desde temprano hasta muy entrado el día, tanto que las jornadas se cuelgan hasta las madrugadas del día siguiente. Incesantemente, los martillos, las sierras, los motores de camiones pesados y de montacargas provocan una tortura al medio ambiente que los vecinos de la colonia, quienes hace algunos meses vivían más o menos apaciblemente, debieron aprender a tolerar estoicos, sin llorar. Pero la paciencia tiene límites: el ruido y la contaminación por gases de los numerosos camiones diesel que cargan tarimas y llevan materia prima ha convertido la vía pública en patio de maniobras, lo que implica, además de arbitrarias obstrucciones al paso de vehículos familiares, riesgo de colisiones. Ante eso, la inspección oficial a las medidas de seguridad parecen nulas. Hay un descomunal depósito de madera frente a la fábrica, y sólo sería cuestión de un descuido para que aquello se convierta en un siniestro de impensables proporciones.
Los vecinos ya han buscado al dueño de la empresa, pero ni sus luces. Han trabado contacto con las autoridades municipales, y al parecer éstas no han movido un dedo para vigilar esa zona habitacional y ver por la seguridad y la tranquilidad de las familias. Antes bien, dan la impresión de proteger al dueño de la fábrica. Es de destacar un detalle: ante la inconformidad manifiesta de los residentes, uno de ellos ya recibió llamadas amenazantes para “que le calmen al borlote”. Los vecinos, familias enteras con niños y adultos mayores, sufren pues una embestida terrible de la realidad: la fábrica que contamina con ruido, humo y deshechos de madera arrojados a la calle (todo eso emitido durante más de quince horas diarias), y la indiferencia supina de las autoridades correspondientes del ayuntamiento que encabeza José Ángel Pérez Hernández. Sumado a eso, los trabajadores aprovechan sus descansos en la calle para piropear a las mujeres de la colonia, lo cual es, principalmente los sábados en la tarde, cuando los obreros beben, un posible detonante de violencia en situaciones como la descrita, de crispación comunitaria.
Los vecinos aceptan que la creación de fuentes de empleo es siempre bienvenida, pero no a costillas de la tranquilidad y el respeto que se requiere para armonizar la convivencia social. Exigen, con razón, que la fábrica cambie de lugar, o, en su defecto, que haga lo pertinente para modificar el daño a la tranquilidad que ha provocado a los colonos. Que retire el inmenso y riesgoso depósito de madera, que trabaje menos tiempo, que no use la vía pública como patio de maniobras, que habilite medidas de seguridad extremas, que controle la emisión de ruidos, etcétera. Y se plantean varias preguntas: ¿en efecto el dueño tiene alguna protección de parte de las autoridades? ¿Por qué nadie en el ayuntamiento se ha preocupado por atender a fondo las quejas vecinales? Y una última, que casi raya en el humor negro: ¿qué pasaría si junto a la casa del alcalde se instalara una fábrica para tarimas de montacargas? ¿Resistiría quince horas el tremendo ruido? ¿Resistiría que sus aparatos de refrigeración absorbieran el permanente humo de los camiones? ¿Resistiría dos o tres noches de “descanso” con la tortura de infinitos martillazos al lado de su habitación? Esa es la queja: que la autoridad vea por la gente, no sólo por quienes tienen poder.