La invención del poder (Aguilar, 1995), compilación de artículos escrita por Federico Campbell, quien amablemente me la regaló, es un libro que recuerdo por aquel gesto de camaradería y, sobre todo, porque me parece el más digerible acercamiento mexicano al fenómeno del poder político. A pinceladas breves, el tijuanense autor de Pretexta aborda los numerosos rasgos que definen al sujeto poderoso; en una de esas piezas, no recuerdo su título y traigo traspapelado el libro en el actual desgarriate que es mi biblioteca, Campbell examina la trayectoria habitual de un polaco a la mexicana. Lo cito de memoria e indirectamente, para no arriesgar su buen nombre si lo tergiverso: dice que, en general, los políticos de nuestro terruño nacen a esa actividad en la adolescencia: en la secundaria o, cuando mucho, en la prepa. Por una razón cualquiera, encabezan alguna actividad escolar, organizan algo, prueban por primera vez la suculenta sangre del liderazgo. La degustación les deja buen sabor en los nacientes colmillitos, tanto que de inmediato se instalan como jefes de grupo, como presidentes de sociedad estudiantil o algo parecido. Por esos días también encuentran el fruto más jugoso que reditúa el ejercicio del poder: la impunidad. Aunque ínfimos, gozan de privilegios con los que no puede soñar la borreguiza: los profesores les perdonan faltas bajo el entendido de que el peculiar alumno vive involucrado en Tareas (ojo con esta “T” mayestática) que pretenden beneficiar a la colectividad, como organizar foros, concursos, festivales o mejoras a la infraestructura de la institución. Es allí, pues, donde el futuro líder rompe el cascarón, donde comienza a distinguirse de la masa a la que en el futuro guiará. En ese momento, vale comentarlo, el polluelo de animal político se ha alejado ya, para siempre, del sosiego, de la tranquilidad, de los libros. Ya no lee, o, si lo hace, lo hace fragmentaria, utilitaria, apuradamente, sin profundizar en nada, pues el ágora pública le ha robado la concentración. Los estudios continúan, es cierto, porque el pedigrí académico es indispensable para sobrevivir en la jungla de la política, pero todos (él principalmente) saben que los estudios en ese caso no serán para ejercer la profesión, sino para alcanzar el título nomás, para decorar el currículum con la licenciatura y, hoy, con la maestría imprescindibles en el rudo encordado de la grilla.
Hasta ahí, más o menos, seguramente con demasiados injertos de mi cosecha, las nociones de Campbell en torno al nacimiento y los primeros pasos de los polacos superstar. Con los agregados o las supresiones pertinentes, cada caso particular se ajusta en lo sustancial a ese cuadro: por eso, nomás por eso, abundan los casos de políticos mexicanos de todos los niveles que al expresarse, es decir, al mostrar con palabras lo que su entendimiento sancocha, dejan evidencias pavorosas de que en su vida no han abierto un libro. Conocen la cáscara de los problemas, saben de las combinaciones que puede generar tal o cual decisión frente a los grupos de poder, con el olfato de chucho que les da el trote a ras de suelo intuyen cómo declarar sin declarar nada, pero cuando se les excava con preguntas algo incómodas muestran el verdadero pelaje de su saber, que suele ser un cúmulo de barbaridades dictado por el sentido común. Si citan a un pensador famoso, si emiten un dato duro, es por el milagro de las tarjetas y los asesores, no porque se hayan quemado las pestañas, con calma, en el conocimiento.
Antes, sin embargo, bastaba con una licenciatura conseguida a punta de tirabuzón en cualquier escuelucha de la localidad. Ya no. Ahora, para abrillantar el liderazgo, se supone que el futuro chipocludo (como en Cotorreando la noticia les llamaba Héctor Lechuga a los políticos encumbrados) debe atravesar, al menos, una maestría, y si es en aulas extranjeras, mejor. No importa en este caso la exigencia de los estudios ni las circunstancias que rodean al alumno, o sea, las canonjías que a esas alturas obtiene para “capacitarse” con el fin de servir a la patria: sólo importa el título, el pergamino que deberá añadirse al “capital curricular”, un trofeo que lo acreditará frente a sus piojosos súbditos como chinguetas, como verdadero chinguetas en un mundo atestado de pelatunas.
Quienes, modestia al margen, sí hemos leído al menos unos tres o cuatro pinchurrientos libros en la vida, celebramos por ello la hombrada de la profesora Gallagher, Kelly Gallagher, de Harvard. Con más tanates que el Charro Avitia cantando “Máquina 501”, la académica de la prestigiada institución gringa cachó in fraganti a una estudiante mexicana que se quiso pasar de lanza al presentar un trabajo final espurio, plagiado, digno de Pierre Menard.
La diputada Pilar Ortega Martínez, del PAN, tomó un curso en Harvard sobre la reforma energética mexicana, y la encomienda que recibió de la profesora Gallagher fue formular un texto sobre la instalación (simulada) de una planta eléctrica. La legisladora, fiel al cuatachismo picaresco que suele gastarse en la academia mexicana, le pidió el ensayo a su compa Jordy Herrera, subsecretario de Energía en México, para luego incurrir en la ya clásica técnica del copy-paste. Lo que en México hubiera pasado, a lo más, como travesura (perdonable por casi cualquier pobresor que se vea frente a una lujosa diputada), en la John F. Kennedy School of Goverment de Harvard no cuajó. Al contrario, la profesora Gallagher hizo un berrinche con toga y birrete, denunció la mascarada, amenazó con expulsiones y al final le hizo ver a la diputransa que debía escribir su ensayo de acuerdo a una ética de academia primermundista, no de madriguera estudiantil incorporada a la SEP.
El hecho avergonzó a otros legisladores panistas que, con miles de pesos drenados al erario público, asistieron al mismo curso. Como está de vacaciones, es imposible saber qué pasa ahora por la mente de la profesora Gallagher. Pese a ello, le damos las más sentidas gracias por haber denunciado el latrocinio intelectual de Pilar Ortega. Aunque pobre profesora Gallagher: si supiera que muchos de sus estudiantes mexicanos sólo van por el diploma. Por andar en el trapecismo político, si supiera, es lo único que les importa desde que zorreaban en la prepa.
Hasta ahí, más o menos, seguramente con demasiados injertos de mi cosecha, las nociones de Campbell en torno al nacimiento y los primeros pasos de los polacos superstar. Con los agregados o las supresiones pertinentes, cada caso particular se ajusta en lo sustancial a ese cuadro: por eso, nomás por eso, abundan los casos de políticos mexicanos de todos los niveles que al expresarse, es decir, al mostrar con palabras lo que su entendimiento sancocha, dejan evidencias pavorosas de que en su vida no han abierto un libro. Conocen la cáscara de los problemas, saben de las combinaciones que puede generar tal o cual decisión frente a los grupos de poder, con el olfato de chucho que les da el trote a ras de suelo intuyen cómo declarar sin declarar nada, pero cuando se les excava con preguntas algo incómodas muestran el verdadero pelaje de su saber, que suele ser un cúmulo de barbaridades dictado por el sentido común. Si citan a un pensador famoso, si emiten un dato duro, es por el milagro de las tarjetas y los asesores, no porque se hayan quemado las pestañas, con calma, en el conocimiento.
Antes, sin embargo, bastaba con una licenciatura conseguida a punta de tirabuzón en cualquier escuelucha de la localidad. Ya no. Ahora, para abrillantar el liderazgo, se supone que el futuro chipocludo (como en Cotorreando la noticia les llamaba Héctor Lechuga a los políticos encumbrados) debe atravesar, al menos, una maestría, y si es en aulas extranjeras, mejor. No importa en este caso la exigencia de los estudios ni las circunstancias que rodean al alumno, o sea, las canonjías que a esas alturas obtiene para “capacitarse” con el fin de servir a la patria: sólo importa el título, el pergamino que deberá añadirse al “capital curricular”, un trofeo que lo acreditará frente a sus piojosos súbditos como chinguetas, como verdadero chinguetas en un mundo atestado de pelatunas.
Quienes, modestia al margen, sí hemos leído al menos unos tres o cuatro pinchurrientos libros en la vida, celebramos por ello la hombrada de la profesora Gallagher, Kelly Gallagher, de Harvard. Con más tanates que el Charro Avitia cantando “Máquina 501”, la académica de la prestigiada institución gringa cachó in fraganti a una estudiante mexicana que se quiso pasar de lanza al presentar un trabajo final espurio, plagiado, digno de Pierre Menard.
La diputada Pilar Ortega Martínez, del PAN, tomó un curso en Harvard sobre la reforma energética mexicana, y la encomienda que recibió de la profesora Gallagher fue formular un texto sobre la instalación (simulada) de una planta eléctrica. La legisladora, fiel al cuatachismo picaresco que suele gastarse en la academia mexicana, le pidió el ensayo a su compa Jordy Herrera, subsecretario de Energía en México, para luego incurrir en la ya clásica técnica del copy-paste. Lo que en México hubiera pasado, a lo más, como travesura (perdonable por casi cualquier pobresor que se vea frente a una lujosa diputada), en la John F. Kennedy School of Goverment de Harvard no cuajó. Al contrario, la profesora Gallagher hizo un berrinche con toga y birrete, denunció la mascarada, amenazó con expulsiones y al final le hizo ver a la diputransa que debía escribir su ensayo de acuerdo a una ética de academia primermundista, no de madriguera estudiantil incorporada a la SEP.
El hecho avergonzó a otros legisladores panistas que, con miles de pesos drenados al erario público, asistieron al mismo curso. Como está de vacaciones, es imposible saber qué pasa ahora por la mente de la profesora Gallagher. Pese a ello, le damos las más sentidas gracias por haber denunciado el latrocinio intelectual de Pilar Ortega. Aunque pobre profesora Gallagher: si supiera que muchos de sus estudiantes mexicanos sólo van por el diploma. Por andar en el trapecismo político, si supiera, es lo único que les importa desde que zorreaban en la prepa.