domingo, julio 27, 2008

Canallas exquisitos



Sin duda, una de las páginas que más aprecio de La Opinión es, cuando no lleva anuncio, la última. “Esta gente” es su encabezado, y en ella los lectores disfrutamos de extraordinarias minisemblanzas por lo regular muy bien escritas, capaces de retratar con pocos pincelazos a un contemporáneo relevante. El tono de esa columna es fresco, relajado; es una viñeta sencilla, sin más deseo que el de dibujarnos la vida de un sujeto en pocos párrafos. Aderezada con una gran foto, que también suele ser harto periodística, “Esta gente” tiene además la virtud de llevar, en casi todas sus apariciones, un título lleno de gracia y puntería. Recuerdo que hace poco, por ejemplo, unos días después de que Rafael Nadal ganó el Wimbledon, la cabeza resumió en el título, con más literatura que la que pueden ofrecer muchos escritores a la hora de bautizar engendros, “Un velocirráptor con raqueta”. Inmejorable manera de definir al velocirráptor con raqueta que es Nadal, con mayor razón luego del partido en el que, por fin, el catalán despachó a Federer sobre césped.
El título de la columna que ayer nos regaló “Esta gente” es, como el ya citado, estupendo: “La cárcel para el poeta”. Quien lo acuñó tiene malicia verbal, sabe que las palabras son más que palabras, pues cada una, al caer como centavo en el cerebro, lleva consigo una cauda de significados: el sustantivo “cárcel” colisiona con su congénere “poeta”, de suerte que se crea una especie de paradoja: ¿un poeta a la cárcel? ¿Qué la poesía no suele ser algo exquisito, ajeno a las tosquedades del mundo? ¿De qué se trata eso?
Al leer la semblanza hallamos la razón: el personaje biografiado, a quien durante la semana habíamos visto ir y venir en todos los medios, es nada menos que Radovan Karadzik, quien es conocido también con un nada perfumado sobrenombre: el “Carnicero de Sarajevo”. En sus épocas de mayor actividad, este serbio no se anduvo con tibiezas para satisfacer a Slobodan Milosevic, su principal azuzador: “Inculpado de genocidio, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra por el Tribunal Penal Internacional de La Haya, es considerado responsable, en particular, junto con su acólito militar, Radko Mladic, de la peor masacre cometida en Europa desde la Segunda Guerra Mundial: la eliminación de casi ocho mil musulmanes en Srebrenica (este de Bosnia) en julio de 1995. También es acusado por su papel en el sitio de Sarajevo, que duró 43 meses y durante el cual unos diez mil civiles fueron muertos”. Es verdad lo de su fiereza, pues, tanto que decirle “Carnicero de Sarajevo” casi es elogiarlo. Lo paradójico del bicho, y esto es lo que no deja de sorprenderme en la columna, son sus antecedentes académico-literarios: es doctor en psiquiatría y poeta. Sí, es poeta, o al menos lo fue antes de consagrar su vida al peculiar oficio de genocida; tiene “diferentes distinciones por su faceta literaria, ya que ha publicado cinco libros de poesía. En agosto de 1993 obtuvo el más prestigioso premio literario de Montenegro, el Risto Ratkovic, por su libro-recopilación de poemas El invitado eslavo”. Además, el sensible biografiado consiguió poco después otro galardón, el “Mijail Solojov, de la Unión de Escritores de Rusia, ‘en reconocimiento público a sus méritos artísticos y a la elevada moral de sus obras’. En 2002, en Belgrado, el Comité para la Verdad sobre Rodovan Karadzik, creado en la defensa de Karadzik, presentó un libro de poesías para niños”.
Por esas caprichosas relaciones que establece el cerebro sin la venia de nadie, la catadura del serbio me llevó a pensar en Joaquín Balaguer, el cercanísimo colaborador del tirano Rafael Leonidas Trujillo y varias veces ex presidente de la República Dominicana. Una sola vez vi en vivo, por televisión, a Balaguer. Gracias a You Tube, ahora, puedo ver fragmentos de sus discursos y compruebo por qué sentí, aquella lejana vez, lo que sentí al escuchar al mandatario dominicano. Era, si mi recuerdo no falla, una cumbre iberoamericana; luego de que otros presidentes leyeron con el estilo oratorio de hoy, ya conversacional, nada teatral, Balaguer, ciegos sus ojos tras los gruesos lentes, una figurita decrépita, tomó la palabra y comenzó a improvisar, pues no veía ya para poder leer, un discurso cadencioso, bien entonado, claro en sus términos, preciso en sus pausas, perfecto en suma. Los conceptos de Balaguer se derramaron con tal iberoamericanismo que, en el plano discursivo, al menos, hicieron polvo a los demás participantes. Sabía yo, para entonces, que ese presidente de refinadísimo verbo había sido colaborador de uno de los más feroces sátrapas que recuerda la historia de América Latina; sabía yo que, mientras estuvo a su lado, calló servilmente la orgía de terror que impuso el trujillismo en la isla caribeña, pero de todos modos, por el poder de la palabra, el viejo Balaguer logró hipnotizarme mientras hablaba. Se hizo carne, en mí, de alguna manera, aquel pasaje de Borges en “El atroz redentor Lazarus Morell”: “Yo lo vi a Lazarus Morell en el púlpito —anota el dueño de una casa de juego en Baton Rouge, Luisiana—, y escuché sus palabras edificantes y vi las lágrimas acudir a sus ojos. Yo sabía que era un adúltero, un ladrón de negros y un asesino en la faz del Señor, pero también mis ojos lloraron”.
Es de todos conocido que Balaguer aparece, como sombra, detrás del personaje más importante de La Fiesta del Chivo (Alfaguara, 2000), la implacable novelota de Vargas Llosa sobre el trujillato. Fue, de hecho, presidente “pelele”, “fantoche” (así lo adjetiva el narrador peruano) del gorila dominicano. Es de todos conocido, también, que Balaguer combinó ese apoyo a la dictadura sanguinolenta con la escritura de libros, de muchos libros sobre los más diversos temas. Su género favorito fue la poesía, y aunque siempre se supo que su gusto literario era arcaico, de un modernismo ya caduco, él seguía, a la sombrita del poder más siniestro, en tratos con la musa. Encontré, como prueba, “Dilema eterno”, tres estrofas de verso endecasilábico con olor a naftalina: “¡Cómo quieres pedirme que te olvide, / si es que adoro tus mismos ademanes / y mi alma tampoco se decide / a apagar el ardor de sus afanes! // ¿Qué te olvide...? Mas ¿cómo? ¡Si es preciso / que hagas palidecer tus labios rojos; / que ocultes el encanto de tu hechizo / y te arranques las gemas de tus ojos...! // Ya comprendes el fúnebre dilema: // ¡o te arrancas las gemas de los ojos // que motivan mi erótico poema, // o me dejas seguir con mis antojos...!”.
Una mínima conclusión, si se puede: el arte, por sí solo, no salva; salvan, en todo caso, los hechos. Por muy edulcorada que se nos ofrezca, la palabra es nada frente a la aspereza de la realidad.