sábado, diciembre 28, 2019

Visión a doble play
























Cortés llegó a Veracruz el 21 de abril de 1519, hace 500 años, y la efeméride me agarró sin tiempo para leer o releer algo más que no fuera lo estrictamente vinculado con los materiales de mi trabajo editorial. Me asomé, eso sí, a algunos pasajes de las Cartas de relación y a un libro de historia muy mal traducido: La conquista de México (Porrúa, Sepan cuantos…, 1996), de Beatrice Berler. Pasaron los meses y el propósito de husmear en la crónica de Indias se esfumó hasta que pude acometerlo durante estos días de diciembre, y muy a las carreras.
En la FIL compré varios títulos más de la colección Opúsculos publicada por El Colegio Nacional. Uno de ellos, Visión de Anáhuac (1519), de Alfonso Reyes, entró a mi carrito de compras no tanto por el libro en sí, sino por el amplio y compendioso prólogo de Javier Garciadiego. La Visión… es un texto de difícil etiquetado. Creo que se trata de un ensayo de descripción histórica o algo aproximado a esto. Cuando lo leí por primera vez, hace treinta años en aquella serie de Lecturas Mexicanas editada por la SEP en el sexenio de De la Madrid, pese a mi juvenil oscuridad logré detectar que se trataba de una obra esencial, un orgulloso recuento de la maravilla de cultura que los mexicanos heredemos y son la base de nuestro mestizaje. Me dispuse pues a releer aquel texto de Reyes escrito en Madrid hacia 1916. Antes de comenzar recordé, no sé por qué, que en algún lado leí o escuché una afirmación acaso falsa, pero no por ello menos interesante: cuando Borges y Bioy querían saber si una frase estaba bien escrita, apelaban a la entonación de su amigo Reyes. Fue así como, sin batallar, pues bien sabía que eso estaba allí, busqué en YouTube la lectura de Reyes a su Visión, y emprendí un experimento que ahora recomiendo: oír y leer al alimón a Reyes, seguir el ritmo de sus palabras y sentir en ellas la gravitación de su voz emocionada al pasar revista a “la región más transparente del aire” observada desde dos balcones: uno, el de las crónicas de Cortés, Bernal, Solís y Gómara, y dos, el de su propia experiencia como transeúnte de nuestra meseta central.
Atravesar la Visión… de Reyes por ambos caminos me llevó a la sorpresa de encontrar que en algunas mínimas partes el texto escrito no coincide con la voz del autor. Son pocos los agregados, las supresiones y las permutas, así que recomiendo el mismo viaje a quienes quieran hacerse una idea del asombroso mundo que encontró Europa en la joya que poco después sería bautizada Nueva España.

miércoles, diciembre 25, 2019

Top five de cumbias




















Contra mi acostumbrado ascetismo, en un mes asistí a dos fiestas formales, una boda y una graduación, y en ambas casualmente resonó “Encontré la cadenita”. Creo que es de mis cumbias favoritas, y eso me llevó de la mano a pensar en las piezas de este tipo que más me gustan. No son tantas, pues es un género que jamás escucharía fuera de un ambiente festivo y popular, precisamente con baile incluido. He aquí entonces, sin atender un orden, mi top comentado de cumbias predilectas.
“Encontréla cadenita”. Es de la “Sonora Dinamita”, grupo que amonedó un montón de cumbias buenas y famosas, sobre todo las que contienen la voz de Lucho Argaín. Me gusta desde que arranca, con percusiones africanas que luego ceden lugar al hipnótico impacto de los alientos. La letra, como en todos los casos de este género de canciones, es más que simple, a mi parecer insustancial. Debo decir que en el caso de la Sonora Dinamita, siempre he dudado entre la mencionada pieza y, obvio, “El lagunero”.
“Mi Matamoros querido”. Prócer de la cumbia en los setenta/ochenta, Rigo Tovar acuñó este tema como homenaje a su tamaulipeca ciudad natal. Otra vez la letra es nada, pero la música tiene una celeridad infernal y envolvente que estalla en el meollo de la canción, sitio donde todos los instrumentos parecen enredarse hasta el éxtasis, sobre todo el sintentizador psicodélico que en algún punto recuerda al de Roy Manzarek en los Doors.
“La cumbia francesa”. Esta la interpretaba un tipo de nombre Xavier Passos (así, con exótica doble ese), y es una cumbia sensual, no estridente, de ritmo sinuoso que increíblemente tira unos versos en cachondo francés que quizá no hubiera minusvalorado el maestro Charles Asnavour.
“Viento”. Mi favorita de Tropicalísimo Apache, de ritmo inconfundible y una letra que tiene la sana intención de expresar algo humano y profundo (por llamarlo de algún modo) más allá del versito repetitivo habitual en la cumbia. De nuevo el sintetizador juega un rol, aquí, fundamental, el password de esta pieza junto con la voz-rúbrica de Arturo Ortiz.
“La cita”. Un drama verdaderamente desgarrador se desarrolla en esta rola interpretada por los Chicos de Barrio, también de La Laguna. La letra es del gran Leonardo Favio, quien la cantaba en cámara Phantom y casi al borde del llanto. Como el mendocino era cineasta, esta canción tiene algo de cuento. Pese a que se pierde dramatismo en el caso de “La cita” versionada como cumbia, es un monumento sonoro gracias a la buena mezcla de voces que logran Susana Ortiz y Dimas Maciel, vocalistas emblemáticos de este grupo.

sábado, diciembre 21, 2019

Anhelo de los Converse













No me muevo en círculos selectos, así que los fines de semana hago el esfuerzo por distender lo más que se pueda el asunto del vestido pese a que ya de por sí no soy obsesivo en ese rubro. Los tenis son, por ello, parte de mi atuendo en los días ajenos a la obligación de la camisa y demás almidonamientos.
Alguna vez un joven reparó en mis Converse negros. Dijo que le parecían feísimos, de darketo o algo así. No batallé mucho para estar de acuerdo con él, pero le objeté un par de detallitos que no le expliqué allí, pues yo deseaba que la aclaración fuera escrita, y es ésta, breve.
Más allá de que puedan parecer horribles o lo que sea, uso Converse por una razón práctica y otra sentimental. La primera, evidentemente, se relaciona con la comodidad: son tenis (los argentinos les llaman “zapatillas”) ligeros, casi como pantuflas; andar con ellos es no sentir el peso del zapato, caminar como descalzo, lo que por supuesto mitiga mis recurrentes dolores en las plantas.
La segunda razón es menos inmediata y se remonta a mi adolescencia. Consciente o inconscientemente, creo que casi todo lo que hacemos, deseamos, rechazamos, se fragua en la niñez o en la adolescencia, así que esas dos etapas suelen acompañarnos el resto de la vida. En mi caso, y creo que en el de mi setentera generación, los Converse equivalían a tenis de lujo, los mejores que podían usarse en aquel tiempo. Era una época todavía no globalizada, de pocas importaciones, así que el usuario de unos Converse era visto con verdadera envidia por sus coetáneos. Los tenis mexicanos eran pésimos (Canadá, Dunlop…), y unos Converse sólo podían ser nuestros si se pagaba una fortuna en las fayucas o si la familia o algún amigo de la familia viajaba a los Estados Unidos para traernos de contrabando el anhelado par.
Tan codiciados eran que una fábrica mexicana hizo una copia, los Súper Faro. Eran chafísimas y quedaban hechos pedazos a la primera usada, además de que se les veía a leguas un acabado tosco. Entre calzar Súper Faro y no tener nada, era mejor lo segundo. No obstante, tuve unos, y confieso que al segundo día ya eran un despojo.
Que recuerde, pues, jamás tuve en la adolescencia, lo digo con retrospectiva tristeza, unos Converse. No había tíos que viajaran a la frontera, no había plata para comprar en la fayuca a precio de oro los productos “americanos”, así que toda esa ilusionada etapa la atravesé con aquel modesto deseo insatisfecho.
¿Y qué pasó muchos años después, a mis cuarenta y pico? Nada: que los zapatos me producen dolores en las plantas de los pies, que necesito usar tenis muy seguido, y que los Converse ya están en todos lados a cerca de mil pesos el par. Por tanto, esos tenis son la combinación perfecta para hacer que mis achaques y mi nostalgia tengan un satisfactor más allá de que sí, es cierto, ante los ojos de muchos parezca un calzado irremisiblemente feo.
Pero acá entre nos, ya por último: influido como estoy por mi pasado, creo que los Converse son espectaculares, el mejor tenis jamás inventado por la humanidad.

miércoles, diciembre 18, 2019

Publicar y leer aquí
















Publicar un libro en La Laguna no es difícil si el propio autor decide financiarlo, pues ya contamos con, al menos, dos o tres imprentas que trabajan muy bien y hay varios jóvenes editores que conocen los rudimentos básicos del oficio. El problema de publicar surge si uno aspira a que una institución pública o privada quiera arropar tal o cual libro. Lamentablemente no tenemos ninguna editorial consolidada en La Laguna y las instituciones (gobiernos, universidades, centros culturales…) no tienen una política editorial sostenida. Hay casos aislados de instituciones que impulsan la publicación, pero son tan pocos que no logran cubrir la demanda de propuestas. Muchos escritores e investigadores de la localidad, por ello, deben buscar auspicios fuera de la región o de plano autofinanciar sus proyectos.
Por otro lado, vivimos en una región con magra cantidad de lectores, y en esto no nos diferenciamos mucho de los habitantes del resto del país. Los laguneros leemos poco, tenemos pocas librerías y bibliotecas, y carecemos del hábito de leer como parte de la vida cotidiana. Aunque la dinámica ha cambiado poco a poco, seguimos siendo una comunidad más inclinada a las actividades productivas vinculadas con la industria y el comercio que una comunidad cercana a los bienes del espíritu. Esto ha mejorado en los últimos treinta años con la creación de espacios como el Museo Arocena, el Teatro Nazas, la restauración del Teatro Isauro Martínez, el Museo del Algodón, la llegada de las librerías Gandhi o El Astillero y demás, pero en lo editorial seguimos rezagados con respecto a otras zonas del país. En una palabra, el libro todavía no es un producto habitual en la canasta básica del lagunero.
Creo que podría ayudar mucho que las instituciones (gobiernos municipales, universidades, centros culturales e iniciativa privada) incluyan entre sus proyectos el de publicar a los autores locales. Principalmente las universidades, ya que en teoría deben ser, además de formadoras dentro del aula, difusoras del conocimiento y la creatividad por medio de la palabra escrita. Ahora bien, los caminos para formar lectores son varios y nada excluyentes: que las escuelas dediquen tiempo a la lectura, que los medios difundan el valor del libro, que los padres de familia lean con sus hijos pequeños, que los universitarios debatan a partir de tal o cual autor, que las instancias culturales presenten libros u organicen ferias, etcétera. Todos podemos hacer algo por el hábito de la lectura. La responsabilidad no recae sólo en quienes se dedican a editar o escribir.

sábado, diciembre 14, 2019

Cámaras, alarmas y otras orwelleces













Tengo una aversión profunda por los ruidos estridentes y en particular por los claxonazos. Esa es la razón por la que, a lo mucho, suelo usar el claxon dos o tres veces al año, y de ahí también que al activarse cualquier alarma de coche mi estado de ánimo comience a zozobrar; cuando oigo alguna, no muy en el fondo del alma empieza a bullirme una especie de ansiedad que sólo se apaga, precisamente, cuando la maldita alarma es apagada. En ese momento siento un alivio muy parecido a la sedación.
Ahora bien, digo lo anterior para que se entienda lo que viene. Vivo cerca, a quince o veinte metros, de un negocio con una alarma ultrasensible. Supongo que en las madrugadas se activa hasta con el paso de las cucarachas que de inmediato echan a andar el monótono concierto. No digo que eso ocurra a diario, pero sí una o dos veces a la semana, casi siempre entre las cuatro y las seis de la mañana. No sé si los otros vecinos ya se acostumbraron o tienen el sueño muy pesado o se arrullan con esa corneta de tren, pues en efecto es un estrépito que suele durar entre veinte minutos y media hora. Ignoro también si alguien la apaga o se apaga sola. Da lo mismo, pues en los hechos ya me ha quebrado el sueño durante meses y meses, tanto o más que el reloj despertador de siempre y, en otros tiempos, las asquerosas llamadas de los bancos.
Sé que las alarmas en casas, negocios y vehículos no son hoy innecesarias. No lo son, pero a mi juicio reflejan la miserable condición a la que hemos rebajado la vida en sociedad. Todo está vigilado, todo tiene púas, en todos lados hay cámaras, a todos lados nos sigue el GPS del celular y, aunque nos hagamos patos, todo lo que escribimos y leemos gracias a internet, incluido el abundante menú de pornografía que consumimos a la carta, tiene algún tipo de orwelliano seguimiento. ¿Cómo es posible conseguir en estos tiempos una absoluta privacidad? Es casi imposible a menos que no tengamos celular y vivamos en una aldea a la que no llegue ninguna señal de nada. Porque si no tenemos celular pero vivimos en la ciudad y la deambulamos a diario, en cualquier rincón va quedando registro de nuestros pasos, de nuestro rostro, de las puertas que abrimos y de los trámites que hacemos.
Para mí, lo bueno de todo esto es que llegó cuando ya voy de salida, pues no me gustan ni las alarmas ni las cámaras de seguridad, dos de las herramientas más monstruosas creadas por el ser humano para disuadir y vigilar al ser humano.

miércoles, diciembre 11, 2019

El mago de las fechas



















El bus de la excursión estaba a punto de partir. El guía nos había dado dos horas para recorrer el centro de aquella pequeña ciudad turística. Durante unos minutos erré con una pareja alemana de recién casados. Ella hablaba un español mocho, pero entendible. Poco después me desesperé, y supongo que ellos también se desesperaron de caminar a mi lado en plan de compartirnos frases huecas, así que optamos por tomar rumbos distintos. Era casi el final del viaje, y localicé pronto el mercadito de las artesanías para llevar a casa lo de siempre, llaveros, bisutería, ceniceros y todas esas baratijas que sirven para alegrar un minuto a los familiares y amigos más cercanos. Eché un vistazo al reloj y vi con gusto que quedaba media hora para escoger los ineludibles souvenirs. No sin algún tibio regateo, escogí las chácharas. Volví a ver el reloj: diez minutos para que saliera mi bus. Calculé que estaba a tres cuadras del estacionamiento, es decir, a tres minutos de caminata a paso veloz. Entonces vi el pequeño tumulto en una esquina. Un hombre hablaba con voz bien timbrada y elocuencia casi magisterial. Usaba un saco azul oscuro y muy cuadrado de los hombros, y una corbata roja y sebosa. Mostraba en su mano derecha unos sobres que describía como “el método”. Yo no entendía de qué se trataba eso, pero me detuve porque el público lo miraba y lo escuchaba sin parpadear. El tipo explicó.
—… el método es infalible, y les aseguro que dejará boquiabiertos a sus amigos. Luego de que lean las instrucciones contenidas en este sobre, ustedes no ignorarán una sola fecha de nacimiento y muerte de los personajes más famosos de la historia del arte, la política, la ciencia y el deporte. Este método les asegura la admiración de quienes los escuchen, y para demostrarlo me expongo ante ustedes a cualquier inquisición. Díganme el nombre de algún personaje relevante y de inmediato diré el año de su nacimiento y el año de su muerte…
No puedo negar que quedé atrapado por esa explicación. El tiempo corría, el bus iba a salir y yo deseaba ver el resultado de la prueba. Para apurar el examen, fui el primero en proponer un nombre famoso.
—Martin Luther King —grité, seco.
—1929-1968 —respondió de inmediato el merolico.
Hubo un breve silencio. Luego, del pequeño tumulto salió una voz de mujer.
—Sor Juana Inés de la Cruz.
—1651-1695.
Esa segunda respuesta detonó una andanada de nombres y de más respuestas expresadas sin átomo de titubeo, serenas, como enunciadas por quien atraviesa una especie de trance.
—Galileo.
—1564-1642.
—Simón Bolívar.
—1783-1830.
—Charles Chaplin.
—1889-1977.
—Juana de Arco.
—1412-1431.
—Cicerón.
106 a.C.-43 a.C.
—Marx.
—1818-1883.
Las respuestas eran seguras e inmediatas, tanto que se hizo un silencio cuando de momento, sorprendido por la escena, el público ya no halló más nombres. Pensé en alguien menos visible, pero importante en la historia por alguna hazaña, y grité su nombre.
—Edmund Hillary.
—1919-2008.
No pude creerlo. Concluí que ese pobre merolico, un Wikipedia de carne y hueso, tenía muy buena memoria, y él, sin saber lo que pasaba por mi mente, me contradijo.
—Ustedes están pensando que esto es sólo buena memoria. Se equivocan. Mi método —aquí levantó de nuevo los sobres— es sencillo, ustedes sólo deben aprender algunas reglas elementales y hacer dos simples operaciones aritméticas. Les doy un avance: piensen primero en el siglo XVI. Ese será, digamos, nuestro punto de partida hacia el pasado y el presente…
Vi mi reloj, me había pasado diez minutos de la hora convenida para llegar al bus, y, sin más, corrí. El apuro me hizo olvidar por un momento al mago de las fechas, pero en todo el trayecto de regreso a mi país no dejé de pensar en su voz, en su memoria y en la posibilidad de que los sobres guardaran, en efecto, “un método”.
Pasado un tiempo, y para no frustrarme, opté por pensar que lo soñé. Es lo más fácil: olvidar esas vivencias, obligarnos a creer que fueron pesadillas.

lunes, diciembre 09, 2019

Vicente Francisco Torres sobre Morgan
























Vicente Francisco Torres, acaso uno de los principales críticos mexicanos de literatura policial, publicó en 2019 un ensayo que acabo de recibir y de leer. Su título es “El relato criminal mexicano en antologías” (Dura, revista de literatura criminal hispana), y al referirse a uno de mis cuentos publicado en Latinoir (NitroPress-UANL, 2018), señala, para mi asombro, que “es todo un acierto que muestra a un narrador que tiene garra de autor policial”. Cierto que me gusta, pero nunca me he sentido particularmente inclinado a trabajar este género de historias. Pasó que escribí Leyenda Morgan aguijado por mi curiosidad, pero jamás quise, ni quiero, aunque en el futuro reincida en esto, ser narrador del inframundo criminal. Me sorprende y agradezco pues que el maestro Torres haya considerado mis cuentos en su largo periplo crítico por la narrativa policial de nuestro país. Pasados quince años después de escritas, esas historias han encontrado a otro crítico de la talla de Federico Campbell, quien también les vio algo bueno.
Maestro de la Universidad Autónoma Metropolitana, Vicente Francisco Torres escribió lo siguiente:

… El cuento con que aquí participa me hizo ir a mi librero en donde estaba Leyenda Morgan. Cinco casos de sensacional policiaco (2009), que incluso tenía yo en una segunda edición de 2011 en donde ya había un cuento menos. Me sumergí con entusiasmo en el libro y encontré a un detective parecido a Filiberto García, el protagonista de El complot mongol. El teniente Morgan tiene un habla coloquial y desenfadada. Por momentos, como Filiberto García, pisa el dintel de los criminales. Si bien estos cuentos se apegan a las disquisiciones del relato de enigma, su lenguaje, sus escenarios, sus personajes, su visión del mundo y sus mismos temas los ubican en el género negro porque su detective no restaura un orden burgués, sino muestra el mundo, lo patea y se marcha en busca de las curvas de una mujer, la penumbra de un bar o el refugio de una rockola en donde siempre suenan Los Cadetes de Linares.
En estos días en que se hermana la narrativa negra con la historieta, es notable que en Leyenda Morgan aparezca no una adaptación de la narrativa, sino lo que dicen las imágenes de Rubén Escalante Alonso puede leerse como parte del relato.
Primitivo Machuca Morales, a disgusto con su nombre, adoptó el alias de Morgan que le dieron en su adolescencia por el parecido que tenía con el beisbolista Joe Morgan. Abandonó los estudios y entró en la policía de Torreón. Un día alguien le dijo Teniente Morgan y desde entonces se le conoce así. Es un hombre brutal, homofóbico, misógino y que resuelve su vida sexual en los lupanares de Torreón. Tiene un antiguo Impala con el motor arreglado para devorar kilómetros, come tacos de suadero y saborea el chamorro de botana. Fuma cigarros Raleigh, usa botas texanas, gusta de las películas de Mario Almada, bebe cerveza Indio y lee novelas ilustradas de las que venden en los puestos de periódico, llenas de erotismo, violencia y romance. Sabe que los policías que trabajan con él son corruptos y ladrones pero la moral suya no es intachable. Siempre que resuelve un caso se queda con el botín o extorsiona a los delincuentes antes de dejarlos ir. Esta es su visión de la vida: “El mundo estaba descompuesto, irremediablemente descompuesto y él no había nacido para enderezar los miles y miles de torcidos destinos que habitaban sobre la cáscara del globo. Que se pudriera todo, que se pudriera más y más al cabo ya estaba podrido y nada se podría salvar”.
Los escenarios de sus cuentos son adecuados (callejones, menudearías, bares, table dances, chiqueros) y, junto con la caracterización de Morgan que va creciendo historia tras historia hace que los relatos de este volumen formen un todo unitario.
Aunque sus escenarios, lenguaje y tema son brutales, al estilo de la narrativa negra, Muñoz Vargas tiene recursos típicos del relato de enigma. Si en el cuento ajedrecístico un asesino sale del cine para cometer su crimen y regresa mientras dura todavía la película para tener coartada, en “A sangre y lodo”, que transcurre en su parte central en una porqueriza, el matancero sale del billar cuando todos están embebidos en una apuesta. Va, mata y regresa. Nadie se dio cuenta porque estaban hipnotizados por el juego. En la última página de este libro notable hay unas líneas reveladoras de la conciencia que tiene el autor sobre su trabajo:

Escribí los cinco cuentos de Leyenda Morgan entre agosto y diciembre de 2004; ignoro si es prudente señalar que de aquellos meses a la fecha se ha deteriorado notablemente el estado de la seguridad pública en La Laguna y, acaso, en la mayor parte del país. Expertos y diletantes coinciden en afirmar que el principal motor de la violencia sin orillas es la impunidad. Más allá de lo literario, este libro quiso resaltar a escala y con algo de sorna aquel virus de nuestra cultura que fue más o menos manejable hasta hace poco. La desgracia, sin embargo, se ha fugado a estadios de sicosis en algunas regiones del país, de ahí que el relato policial sea apenas una caricatura de lo que nos acontece y quién sabe a dónde vaya a derivar.

Esto significa que el teniente Morgan, con los recursos que ha trabajado, ya no tendrá lugar en el mundo de violencia sin cuento que Muñoz Vargas ha visto nacer.

sábado, diciembre 07, 2019

Sueños de youtuber













Y recordé el maravilloso nombre que José de la Colina —recién fallecido— le dio a su columna de Milenio Diario: “Los inmortales del momento”. Porque eso son, inmortales del momento, los youtúberes que desde hace algunos años provocan tumultos en las ferias del libro y otros espacios adecuados para exaltar famas forjadas a partir de productos con contenidos que equivalen a la Absoluta Nada.
En el caso de los libros “escritos” por los youtúberes se trata, obvio, de chácharas cuyo mercado le será menos fiel que Pedro Ferriz a su señora esposa. Con esto no quiero decir que sea fácil ser youtuber. Al contrario: dado el éxito que han alcanzado es cada vez más difícil abrirse cancha en esa nadería. Niños o adolescentes que antes no sabían qué querían ser en la vida, ahora definen su vocación a los doce años y de un día para otro comienzan el empinado ascenso a la montaña que, si son persistentes en su vacuidad, los encaramará en el pináculo de la gloria. Muy pocos llegarán, ciertamente, pero los que venturosamente logren acumular miles y miles de visitas en YouTube serán suficientes para convertirse en ejemplo que otros chiques seguirán para buscar lo mismo: el escurridizo y efímero abrazo de la popularidad.
No necesité una encuesta para tantear el agua a los camotes de lo que significa el punch de los youtúberes. Fue suficiente una vivencia que aquí cuento. En la FIL de Guadalajara tomé asiento para respirar en medio de los amontonamientos mayoritariamente juveniles. En eso quedó libre un espacio a mi derecha y lo ocupó una señora con sus dos hijos casi prepubertos, quienes rápido comenzaron a hojear sus novedades editoriales. Traían cinco (¡cinco!) libros nuevos, todos de youtúberes. Comencé entonces una charla con la señito: “Un dineral, seguramente”, dije con tono de quien comprende los pliegues de la abnegación materna. “Sí, como 1500 nomás en estos libros. Les encantan los youtúber y yo les compro esto con tal de que lean algo”. Pude ver que uno de los libros era de una tal Polinesia y otro de Luisito Comunica, personaje de quien por cierto una vez vi un fragmento de video.
Pensé (no pude no pensar) en el destino de la humanidad en relación con las innumerables estratagemas que urde el comercio para “monetizar” (usan mucho este raro verbo) cualquier sabandija siempre y cuando tenga fama.
Ayer fue el Werevertumorro, hoy es Luisito Comunica y mañana será algún otro inmortalazo del momento. El asunto es poner a prueba la abnegación de miles y miles de madres esforzadas y acaso dispuestas a sacrificar parte del chivo en la credulidad de sus retoños.

miércoles, diciembre 04, 2019

En modo cool




















Mario Ernesto O’Donnell es un médico, escritor e historiador argentino mejor conocido como Pacho, Pacho O’Donnell. Nació en Buenos Aires hacia 1941, y cada vez que encuentro algo escrito o dicho por él no puedo no reconocer la agudeza de su ojo, la puntería de su mirada crítica. Hace poco, por ejemplo, me asomé a una entrevista y ante la pregunta “¿Qué es ser viejo?”, O’Donnel respondió lo que sigue: “Ser viejo indudablemente, en una sociedad de consumo como la que vivimos, es ser un objeto de descarte porque realmente los viejos consumimos muy poco o nada. Usted habrá visto en la televisión que no hay avisos dirigidos a los viejos. Los avisos están dirigidos a los jóvenes o a los adultos (…) El viejo además tiene una crisis porque antes se suponía que era sabio, el conocimiento era acumulativo, es decir, mientras más viejo eras, más sabías porque habías acumulado más conocimiento, más experiencia. Ahora un chico de doce años sabe más que yo de cosas que la sociedad privilegia; yo no sé manejar los hashtags y el internet como lo maneja un chico de doce años. El viejo ha perdido el rol social que se le adjudicaba. El viejo sigue siendo indudablemente un foco de sabiduría, justamente por la experiencia, pero es algo que en este momento no se valoriza”.
No soy viejo todavía, o creo que no lo soy aunque ya ando en vías de serlo “a la mayor brevedad posible”, para decirlo burocráticamente, pero en efecto he notado que desde hace algunos años ser viejo es ser invisible, es desaparecer antes de que la muerte haga su rutinario jale. O’Donnell comenta que en la tele no hay comerciales para viejos, y yo ampliaría que —salvo los hospitales, las empresas dedicadas a las pompas fúnebres y sus adláteres vendedoras de cómodos, bastones y andaderas— nada hay que les dé entidad, que los visibilice.
Del terror al deterioro físico inoculado por la publicidad se deriva precisamente el fenómeno de la chavorruquez. Quiero recordar a los viejos de mi juventud, a quienes tenían sesenta o poco más cuando yo rasguñaba los treinta, y en mi memoria aparecen señores con ropa demodé, peinados con estilacho de antes y decorados con lentes feos y de gran aumento. Hoy, al contrario, como dicen que los cincuenta o sesenta son los nuevos cuarenta, y en casos extremos (no ajenos a la cirugía) hasta los treinta, lo ruco no necesariamente sofoca lo cool. Ahí está la clave: hay que andar en modo cool aunque el pellejo declare lo contrario.