Hoy recuerdo la partida de Sergio Antonio Corona Páez. Ya
en varias oportunidades he señalado que me unió a él una amistad profunda y
respetuosa, cordial y lúdica. El último de los cuatro adjetivos recién puestos tal
vez podrá desconcertar. Lo entiendo si es así. Quienes lo conocieron de lejos,
sólo por sus notables ensayos históricos como La vitivinicultura en Santa María de las Parras o El País de La Laguna, con toda razón
pueden pensar que el doctor Corona Páez asumió su trabajo de investigación y
escritura con un rigor que le exigía severidad, aislamiento, concentración y
por ello cierto rechazo a la interacción social.
Estos rasgos de su personalidad son ciertos, y a pocas
personas he conocido con su índole, la índole serena de quien todo el tiempo
está metido en la exigente reflexión de ideas que luego habitarán las páginas
de periódicos, revistas y libros. El doctor Corona encaja en esta categoría de
persona, pero debo decir que creo haber sido de los pocos, y quizá el único,
que logró, gracias a la similitud de mi talante con el suyo y a los muchos años
de convivencia laboral en la Ibero Torreón, establecer con él una amistad risueña, llena de permanentes
bromas construidas sobre todo con juegos de palabras.
Aunque al escribir siempre me he referido a él con su
nombre y con su mayor título académico, el de doctor (en Historia), en corto no
era así. No sé por qué ni cuándo comencé a decirle “Serch”, lo que
complementaba con el pronombre posesivo “mi” que encabeza esta columna.
La confianza y la convivencia, pese a su condición de
maestro y erudito, nos llevó pues a las bromas verbales y en algún punto
sucedió lo que más nos enlazó en la complicidad de la risa: entre los dos, sin
querer, “inventamos” un código de comunicación chusco al que denominé, para
beneplácito de mi Serch, “estilo paleográfico”. Dada la especialización de mi
amigo en la lectura y transcripción de documentos originales de la Colonia,
gusto que yo compartía pero sólo como lector de libros y no de fuentes
primarias, comenzamos a hablar cambiando ciertas letras, aquellas que en los
manuscritos eran escritas de acuerdo al uso irregular de la escritura
colonial. Y así hablábamos, con una pronunciación muy marcada de la equis
(“dixo” en lugar de “dijo”), “ch” en lugar de “c” (“charro” en lugar de
“carro”), la “c” en lugar de la “ç” con cedilla (“cabeca” en lugar de “cabeça” con sonido de “zeta”). El
código era arbitrario, burdo, pero nos divertíamos usándolo, y eso hizo
permanente la risa entre nosotros. Al final batallábamos mucho para ponernos
serios y hablar sin “estilo paleográfico”.
Digo lo anterior porque sigo dialogando solo con mi amigo, y es allí, en el terreno de la memoria, donde resurge el código y el recuerdo de mi Serch, amigo y maestro cuya partida lamenté hace, hoy, exactamente seis años.