miércoles, marzo 01, 2023

Mi Serch

 











Hoy recuerdo la partida de Sergio Antonio Corona Páez. Ya en varias oportunidades he señalado que me unió a él una amistad profunda y respetuosa, cordial y lúdica. El último de los cuatro adjetivos recién puestos tal vez podrá desconcertar. Lo entiendo si es así. Quienes lo conocieron de lejos, sólo por sus notables ensayos históricos como La vitivinicultura en Santa María de las Parras o El País de La Laguna, con toda razón pueden pensar que el doctor Corona Páez asumió su trabajo de investigación y escritura con un rigor que le exigía severidad, aislamiento, concentración y por ello cierto rechazo a la interacción social.

Estos rasgos de su personalidad son ciertos, y a pocas personas he conocido con su índole, la índole serena de quien todo el tiempo está metido en la exigente reflexión de ideas que luego habitarán las páginas de periódicos, revistas y libros. El doctor Corona encaja en esta categoría de persona, pero debo decir que creo haber sido de los pocos, y quizá el único, que logró, gracias a la similitud de mi talante con el suyo y a los muchos años de convivencia laboral en la Ibero Torreón, establecer con él una amistad risueña, llena de permanentes bromas construidas sobre todo con juegos de palabras.

Aunque al escribir siempre me he referido a él con su nombre y con su mayor título académico, el de doctor (en Historia), en corto no era así. No sé por qué ni cuándo comencé a decirle “Serch”, lo que complementaba con el pronombre posesivo “mi” que encabeza esta columna.

La confianza y la convivencia, pese a su condición de maestro y erudito, nos llevó pues a las bromas verbales y en algún punto sucedió lo que más nos enlazó en la complicidad de la risa: entre los dos, sin querer, “inventamos” un código de comunicación chusco al que denominé, para beneplácito de mi Serch, “estilo paleográfico”. Dada la especialización de mi amigo en la lectura y transcripción de documentos originales de la Colonia, gusto que yo compartía pero sólo como lector de libros y no de fuentes primarias, comenzamos a hablar cambiando ciertas letras, aquellas que en los manuscritos eran escritas de acuerdo al uso irregular de la escritura colonial. Y así hablábamos, con una pronunciación muy marcada de la equis (“dixo” en lugar de “dijo”), “ch” en lugar de “c” (“charro” en lugar de “carro”), la “c” en lugar de la “ç” con cedilla (“cabeca” en lugar de “cabeça” con sonido de “zeta”). El código era arbitrario, burdo, pero nos divertíamos usándolo, y eso hizo permanente la risa entre nosotros. Al final batallábamos mucho para ponernos serios y hablar sin “estilo paleográfico”.

Digo lo anterior porque sigo dialogando solo con mi amigo, y es allí, en el terreno de la memoria, donde resurge el código y el recuerdo de mi Serch, amigo y maestro cuya partida lamenté hace, hoy, exactamente seis años.