Dice Ximénez Sandoval: “La inmensa mayoría de los
cientos de millones de hablantes de español que hay en el mundo no pronuncian
el sonido castellano de la zeta. Es decir, ese zumbido fricativo que uso yo,
que soy de Madrid, al decir Zócalo o San Francisco. Cuando he estado en esos
lugares es cuando me he dado cuenta de que hablo muy raro. Ni les cuento la
cara que pone todo el mundo en Los Ángeles cuando oyen el nombre de la ciudad
pronunciando el sonido jota bien fuerte. En México están más acostumbrados, pero
no deja de ser una verdadera rareza. Si tienen la oportunidad en la vida de
viajar por América, no la dejen pasar. Es una experiencia aleccionadora y un
verdadero baño de humildad para un castellano. ¿Quién es el que habla español
raro? ¿Toda esta gente? ¿O yo? A mí me quedó clarísimo en mis años allí quién
era la minoría”.
En realidad no importa quién constituye la mayoría y
quién la minoría en términos de acento, pues ninguno vale más o menos en comparación
con los demás. ¿O acaso podemos pensar que el puertorriqueño es mejor que el
chileno? ¿O que el uruguayo es mejor que el andaluz? ¿O que el sinaloense es
mejor que el yucateco? Más entrañable y peculiarizante quizá que los modismos,
el acento es uno de los más sabrosos dividendos de la dispersión del español, y
es indudable que todos tenemos uno.
También, que todos podemos gozar del habla lejana. Yo
tengo mis favoritos nacionales e internacionales, que no mencionaré, pero
entiendo que es un asunto de mero y muy subjetivo gusto. Todos los acentos, insisto,
valen igual: son la cara sonora de nuestra espléndida herramienta, el español.