sábado, marzo 11, 2023

El asiento confortable


 











Alguna vez lo expliqué así, con ejemplos del deporte. Partía de una pregunta: ¿en qué momento los futbolistas o los tenistas saben que ha llegado la hora de dar el paso al costado? Vistos desde fuera, en futbol, en tenis y en muchos otros deportes los atletas de 25 años parecen idénticos a los de 35. Pueden tener la misma buena alimentación, el mismo buen entrenamiento, la misma buena apariencia, pero hay algo dentro de ellos que ya no es igual, que se ha perdido en el corto lapso de una década. Los futbolistas y los tenistas y muchos otros deportistas —cada disciplina tiene sus rangos— pierden en diez años un segundo de velocidad, el segundo necesario para alcanzar la jugada. Antes, cuando eran jóvenes, ese segundo hacía la diferencia: en la disputa de un balón llegaban antes o al mismo tiempo que sus rivales, y el instante que dura una zancada se convertía en punto a favor tras el raquetazo desde el fondo de la cancha. Cuando el deportista ve que ya no llega, cuando nota que por más que entrene su cuerpo ya no recupera ese segundo, es cuando comienza a pensar en el adiós no como elección, sino como imperativo de las piernas.

Pero, como digo, cada disciplina tiene sus rangos. En los deportes profesionales se abrevia notablemente la vigencia de la efectividad (pasaba incluso, no sé si todavía, que el paradigma Comăneci terminó por convertir en veteranas, es decir, en carne de retiro, a las gimnastas de 18 años). Ahora bien, ¿ocurre lo mismo en las artes y particularmente en la literatura? Un poco sí, un poco no. Lo primero que es necesario observar es lo obvio: en las actividades de tipo intelectual se alarga significativamente la permanencia “en activo” y de paso es lógico suponer que a mayor edad, más madurez.

Pero dije un poco sí y un poco no. Explico. Uno supone lo que supuse hace dos renglones, es decir, que si uno trabaja en la literatura es un hecho que el tiempo de producción buena se expande casi hasta la muerte, pero leí una observación de Vargas Llosa que me inquietó. Publicada hacia 1968 en el libro Cinco miradas sobre Cortázar (Editorial Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires), se trata de una vieja entrevista al argentino en la que el peruano observa lo siguiente: “Ha cumplido ya los cincuenta años, pero nadie lo diría (…) Pasada cierta edad, alcanzado cierto prestigio, el escritor latinoamericano da la impresión de precipitarse en el panteón de los próceres de la literatura. Se instala en el asiento confortable de lo que ha escrito y leído, y ya no escribe más o se repite, pierde la curiosidad, la pasión de la lectura, y la literatura no es otra cosa para él que una carta de prestación que le permite viajar, invitado a congresos o a coloquios, o a ser ministro o embajador. Siempre he sentido un extraño malestar al conocer personalmente a los escritores ‘consagrados’ de América Latina que habían pasado los 50 años, al comprobar el terrible deterioro de su vocación, su anacronismo. Creo que en este sentido, Cortázar es la única excepción”.

Vargas Llosa era joven cuando escribió eso, y sospecho que su intuición no erró. Rebasada cierta edad, no necesariamente los 50 años pues a veces el fenómeno madruga, algo erosiona el ímpetu de la juventud. Suponemos que se gana en madurez intelectual, pero pensar también tiene implicancias físicas que, por ello, se deterioran y empecen la pulsión creativa. La lucha del escritor radica entonces en ser consciente de tal declive y negarse a ocupar “el asiento confortable”, defender con uñas, dientes y arrugas la supervivencia de su curiosidad.