Vivir en La Laguna sería casi imposible si uno no se
acostumbra a la omnipresencia del polvo. Como muchos en este rancho, con él tengo
una relación de amor/odio, y lo tolero sólo porque sé que aquí nada ni nadie son
capaces de vencerlo. Soy, pues, una de sus víctimas cotidianas, un ciudadano ya
muy habituado a olerlo en todos lados y a sentirlo en las yemas de los dedos
apenas toco cualquier objeto no recientemente sacudido. Esto que escribo lo
escribo porque ayer, como es habitual entre febrero y marzo, tuvimos “lluvia
lagunera”, fórmula que irónicamente usamos para designar a nuestro principal
fenómeno meteorológico.
Pasó que a mediodía, en la hora de la comida, iba a salir de
la oficina rumbo a la cafetería de la universidad. No lo hice, reculé apenas vi
por la ventana el ventarrón polvoso que azotaba árboles, formaba una cortina
densa de tierra y levantaba remolinos (paréntesis lingüístico: es claro que en
la palabra “ventarrón” está, y se nota mucho, la palabra “viento”, pero no se
nota tanto en la palabra “ventana”, objeto que se llama así porque suele servir
para que pase el viento). Pues bien, ayer demoré mi hora de comer porque esperé
a que amainara la tolvanera. Uno nunca sabe cuánto durará, y ésta duró al menos
hora y media. Durante este lapso vinieron a mi memoria algunas tolvaneras sobre
las que guardo recuerdos especiales. Por ejemplo, una que viví cuando recién mi
familia se mudó de Gómez Palacio a Torreón, a finales de los setenta. La nueva
casa se ubicaba por el rumbo del Seminario Diocesano, y por allí todavía no estaba
todo tan poblado como está hoy. No vivíamos lejos, pues, del lecho del río
Nazas, y la colonia Rovirosa Wade era aún un páramo arenoso con apenas algunas
casas dispersas y muchos matorrales. Pasó pues que en un febrero o marzo del 79
u 80 se dejó venir el aire con fuerza despiadada. Nos refugiamos mientras
pasaba y por la ventana sólo sentíamos los latigazos del aire y el olor asfixiante
del polvo que se colaba por las rendijas. Fue aquella una de esas tolvaneras
que se aproximan como gigantesco murallón y en unos cuantos minutos tumban
anuncios, árboles y semáforos. Cuando al fin se serenó el ambiente, recuerdo
que le dije a mi madre que yo limpiaba el patio. Nunca en mi vida hice algo
parecido: con escoba y recogedor junté cuatro o cinco tinas de arena.
Por eso sé que el polvo es parte de mi identidad. No me
gusta, pero es inevitable que sienta su presencia como la más lagunera de todas
las que a diario me acompañan.