miércoles, marzo 04, 2020

Nuestros polvos
















Vivir en La Laguna sería casi imposible si uno no se acostumbra a la omnipresencia del polvo. Como muchos en este rancho, con él tengo una relación de amor/odio, y lo tolero sólo porque sé que aquí nada ni nadie son capaces de vencerlo. Soy, pues, una de sus víctimas cotidianas, un ciudadano ya muy habituado a olerlo en todos lados y a sentirlo en las yemas de los dedos apenas toco cualquier objeto no recientemente sacudido. Esto que escribo lo escribo porque ayer, como es habitual entre febrero y marzo, tuvimos “lluvia lagunera”, fórmula que irónicamente usamos para designar a nuestro principal fenómeno meteorológico.
Pasó que a mediodía, en la hora de la comida, iba a salir de la oficina rumbo a la cafetería de la universidad. No lo hice, reculé apenas vi por la ventana el ventarrón polvoso que azotaba árboles, formaba una cortina densa de tierra y levantaba remolinos (paréntesis lingüístico: es claro que en la palabra “ventarrón” está, y se nota mucho, la palabra “viento”, pero no se nota tanto en la palabra “ventana”, objeto que se llama así porque suele servir para que pase el viento). Pues bien, ayer demoré mi hora de comer porque esperé a que amainara la tolvanera. Uno nunca sabe cuánto durará, y ésta duró al menos hora y media. Durante este lapso vinieron a mi memoria algunas tolvaneras sobre las que guardo recuerdos especiales. Por ejemplo, una que viví cuando recién mi familia se mudó de Gómez Palacio a Torreón, a finales de los setenta. La nueva casa se ubicaba por el rumbo del Seminario Diocesano, y por allí todavía no estaba todo tan poblado como está hoy. No vivíamos lejos, pues, del lecho del río Nazas, y la colonia Rovirosa Wade era aún un páramo arenoso con apenas algunas casas dispersas y muchos matorrales. Pasó pues que en un febrero o marzo del 79 u 80 se dejó venir el aire con fuerza despiadada. Nos refugiamos mientras pasaba y por la ventana sólo sentíamos los latigazos del aire y el olor asfixiante del polvo que se colaba por las rendijas. Fue aquella una de esas tolvaneras que se aproximan como gigantesco murallón y en unos cuantos minutos tumban anuncios, árboles y semáforos. Cuando al fin se serenó el ambiente, recuerdo que le dije a mi madre que yo limpiaba el patio. Nunca en mi vida hice algo parecido: con escoba y recogedor junté cuatro o cinco tinas de arena.
Por eso sé que el polvo es parte de mi identidad. No me gusta, pero es inevitable que sienta su presencia como la más lagunera de todas las que a diario me acompañan.