El 30 de octubre de 2019 me llamó la atención que este tema
ocupara el editorial de La Jornada:
“Doble remolque, peligro inacepable”. En principio, sentí que tal asunto no
revestía la importancia necesaria para figurar en un sitio del diario que suele
reservarse a los más grandes problemas nacionales e internacionales, pero luego
de leer advertí que, aunque suene raro, el transporte con doble remolque es una
presencia incómoda y muy peligrosa en la vida de los mexicanos.
En síntesis, la opinión del diario capitalino se resume en lo
que cito: “los denominados fulles suponen un grave peligro, no sólo
para sus conductores, sino para todos los usuarios de carreteras, autopistas e
incluso vías urbanas. Pese a representar apenas 0.1 por ciento del parque
vehicular a nivel nacional, en 2017 fueron causantes de 14.1 por ciento de las
víctimas de accidentes carreteros. (…) Los riesgos que supone la circulación de
vehículos biarticulados se ven potenciados por la laxitud de las regulaciones
mexicanas en la materia: mientras Alemania, Bélgica, España, Finlandia, Italia
y Suiza imponen un límite de 43 toneladas con extensión máxima de 20 metros, y
Canadá establece el tope en 50 toneladas de carga en vehículos de no más de 25
metros de longitud, las alrededor de 48 mil unidades de doble remolque que
circulan en México se vuelven literalmente inmanejables al rebasar 70 toneladas
de carga y acumular 32.5 metros de largo”.
Así los números, el transporte “biarticulado” es, en efecto,
tan grande como peligroso, pues a sus ya de por sí brutales dimensiones hay que
sumar dos factores más o menos evidentes en relación con las condiciones en las
que opera: por un lado, el siempre defectuoso sistema de carreteras mexicano y,
por el otro, las condiciones en las que suelen trabajar muchos choferes
sometidos en su mayoría a salarios rabones y exigencias cronométricas que les
exigen trajinar horas extras, lo que, sabemos, implica problemas de sueño y
atención que en alguna medida pueden ser paliados con sustancias de cualquier
manera nada seguras y hasta contraproducentes.
El problema generado por tales monstruos de la carretera es
visible en todo el país, y La Laguna no escapa a su nefastez. Aquí y allá, por
todos lados salen al paso esas cajas gigantes cuyo contenido ignoramos, lo que
a los conductores de vehículos más pequeños exige permanentes maniobras de
evasión cuyo fin es esquivar colisiones fatales. El conductor común y
corriente, por ello, debe ser quien más debe cuidarse, pues al final de cuentas
resulta infinitamente más vulnerable ante los pesos pesados del camino que un
día sí y otro también se mueven con casi indestructible imprudencia en la
telaraña de nuestras carreteras.
La razón por la que todavía no desaparecen los transportes
con “doble semiremolque” (la erre huérfana es un error ortográfico habitual en
la parte trasera de esos camiones) se relaciona, obvio, con el factor
económico: el truco consiste en que una sola unidad jala dos camiones a la vez,
lo que genera mayores márgenes de ganancia para las compañías de fletes. Pero
más allá de tal conveniencia, el imperativo es la seguridad de los conductores
y sus familias, no un negocio indefectiblemente riesgoso.
Así pues, el problema es grave y nacional, de ahí el juego de
vencidas entre las compañías fleteras y el gobierno federal. Tarde o temprano,
la normatividad del ramo deberá prohibir que esas máquinas asesinas deambulen
por el país. De no hacerlo, el porcentaje de percances con alto costo de vidas
seguirá siendo elevado, mayor incluso al 14.1 por ciento mencionado párrafos
arriba.
Nota: Texto publicado originalmente en la revista Nomádica.