Fue un título de Flaubert lo que aplacó, para mí, una idea
por lo general desgreñada: ¿de dónde llega buena parte de nuestro ser adulto,
cómo se construyen ciertos valores bajo nuestro pellejo? Sabemos que la
familia, la escuela, la iglesia, el Estado modelan nuestra manera de ser, que
nos van haciendo poco a poco como el carpintero una silla o el alfarero un
jarro. En los espacios institucionales hay una educación formal, pero no es la
única que nos configura. Hay otra quizá igual de poderosa, la (flaubertiana)
educación sentimental con la que hoy nos referimos, sobre todo, al sistema de
símbolos que introyectamos para movernos en lo emocional e interpretar los
sentimientos del otro.
Es indudable que nuestra educación sentimental está ligada
hoy, y desde hace varias décadas, con los medios de comunicación y sus nada
inocuos productos de entretenimiento. La música, por ejemplo, es una potente
inoculadora de valores, de ahí que no perciba igual un fanático de Molotov que otro
de Mocedades. Tengo un ejemplo puntual de las muy divergentes miradas que
pueden tener dos canciones relacionadas con el mismo tema, en este caso la
representación del vagabundo. En una charla reciente, Miguel Báez Durán, amigo
ya erudito, me dio noticia de una pieza franquista titulada “Balada del
vagabundo”, cuya letra es un elogio al rechazo de la otredad: “Un vagabundo es un hombre que va
siempre / de un lado a otro caminando por el mundo, / sin ambición, sin ansia
ni esperanza (…) Jamás nosotros seremos vagabundos / vivimos del amor y de
ilusiones / ni tú ni yo iremos por el mundo / viviendo con temor como aquel
hombre. // En esta vida hay pobres y hay ricos, / igual que existen
flores bellas y marchitas / igual que el sol alumbra y no la luna / y existe Satanás y un alma pura…”.
La otra es argentina, más
antigua, y su título es “La canción del linyera” (“linyera” allá es vagabundo).
Su estribillo dice: “Linyera soy / corro el mundo
y no sé a dónde voy / linyera soy / lo
que gano lo gasto o lo doy. / No sé
llorar / ni en la vida deseo triunfar
/ no tengo norte / no tengo guía / para
mí todo es igual…”.
En el primer caso hay una
clara antipatía, casi odio; en el otro, lo contrario, una suerte de admiración
por el sujeto sin brújula, libre, pobre e indiferente al desprendimiento, casi
hasta cariño por quien se atreve a tanto. Un sentimiento educado con una u otra
miradas reaccionará diferente, sin duda, ante la realidad. Todo nos forma,
incluso las canciones.