Si no recuerdo mal, mi tío Ramón, Muñoz Macías de apellido,
hermano menor de mi padre, murió en 2005 (me impresiona lo que puede hacerse
con la sintaxis, como en este caso). Era, siempre lo fue, trailero; comenzó
desde muy joven, casi niño, a trabajar en tal oficio, y conforme fue pasando su
vida logró hacerse de uno o dos camiones. Pese a que pudo soltar el volante,
para estar activo y ahorrar gastos siempre manejó. Sé que cuando fui bebé, mi
tío Ramón vivió en casa de mis padres, así que, aunque yo no lo recuerde,
seguramente me cargó. Era enamorado, bien parecido, dicharachero, de risa
expansiva y muy bueno para cantar. Ya grande, lo recuerdo en algunas fiestas
familiares y retengo en la memoria que acompañaba la voz de los cantantes
(Javier Solís, Pedro Infante…) con una afinación y una cuadratura perfectas.
Por ello, cuando supe por primera vez del karaoke, supongo
que hace unos quince o veinte años, en el primero que pensé fue en mi tío
Ramón. El karaoke —palabra japonesa, ya de circulación mundial, que proviene de
“kara”, “vacío”, y “oke”, “orquesta”, con el sentido de orquesta que toca sin
cantante— nació a principios de los setenta, pero se popularizó en todo el
mundo algunas décadas después. Sospecho que mi tío no llegó a usarlo, aunque sí
la pista de sonido sin pantalla con letra. El caso es que murió joven y sólo me
quedó imaginar su felicidad: ¿qué hubiera sido de las fiestas a las que asistió
si le hubieran pedido que cantara alguna de sus favoritas? Supongo que, por los
aplausos, esos ratos lo habrían atiborrado de alegría, pues en las carreteras,
dentro de la cabina de su Kenworth, siempre cantó solo.
Cuando recién aparecieron los karaokes también sentí algo de
malestar; no he dejado de padecerlo, pues hoy cualquier voz incompetente se
anima a berrear lo que sea, principalmente canciones populares de amor y
desamor. Por eso mismo nunca me había animado a visitar un “antro” (¿así los
llaman?) con ese servicio; sospechaba la atrocidad de escuchar aullidos y
mugidos, y no me equivoqué, pues hace poco fui a uno y al ver la dinámica del
establecimiento noté un ejercicio democrático que me confundió. Luego de pedir
turno mediante papelitos cuyo destinatario era el programador de las piezas,
los jóvenes pasaban al escenario con el fin de exhibir sus inhabilidades. Digo
que el asunto me confundió, pues algunos eran pésimos, pero pensé en el nulo
derecho que tiene uno de prohibir a otro, aunque lo haga mal, el ejercicio del
canto. Le expliqué a mi hija todo esto, le dije que muchos cantaban del asco,
pero que logré divertirme porque me pareció que para todos era un rollo
liberador. Mi hija resumió con joven sabiduría: “Papá, por favor, para eso es”.