Alguna vez leí que el futbol es un espectáculo plano
con algunos instantes de intensidad y hasta de éxtasis. Es cierto, pero esta
definición le cabe a muchos otros deportes, por no decir que a todos. En el
futbol, sin embargo, dicha condición es muy visible: los partidos duran poco
más de 90 minutos y si sumamos los dos, tres, cuatro goles y las jugadas
peligrosas obtenemos una emoción intensa de dos minutos. Esto significa que más
de 80 minutos son dedicados al peloteo, al saque de banda, a la faltita en
medio campo, a la pequeña discusión con el árbitro por alguna jugada dudosa. Es
raro entonces que un deporte con tal cuota de emoción sea el más popular de
este planeta.
Un gol suele durar poco, a veces nada. Cierto que la
jugada para conseguirlo puede ser muy elaborada, pero el gol en sí es breve,
brevísimo. El instante preciso del gol ocurre cuando el balón rebasa el plano
de la portería y en la mayoría de los casos sacude la red. Allí, en ese
segundo, estalla la emoción: de felicidad si es a favor, de malestar si es en
contra. El instante del gol es acompañado por la expectativa previa y el grito
ulterior, pero el instante no deja de ser eso, un instante, un momento breve y
preciso en el decurso del partido. El gol que narraré va en contra de las leyes
del gol tal y como lo describí líneas arriba. Este gol es un gol recurrente en
mis sueños, no ha ocurrido en la realidad y no sé por qué se me aparece con
tanta frecuencia. Más o menos se desarrolla así.
Como el equipo rival presiona para anotar casi en el
final de un partido, nueve enemigos esperan un tiro de esquina en nuestra área.
Sólo su portero y un defensa no se suman al ataque para aguardar un posible contragolpe.
No se equivocaron: el córner es lanzado y nuestro arquero sale de puños. Yo,
que marco a un oponente cerca del manchón de penal, presiento que la pelota
saldrá al centro y me adelanto a correr por ella. Cuando el puñetazo se da, yo
ya voy como diez metros adelante del área grande. Tomo el balón y en ese
momento los dos enemigos que me esperan cometen un error: ambos salen a
marcarme, a cerrarme el paso, quizá a pegarme una patada para cortar la acción
incluso con el riesgo de la tarjeta roja. Pateo para adelante un poco a ciegas,
pero me sale un fabuloso autopase que desborda a mis dos posibles obstructores,
quienes además chocan entre ellos y caen. Los rodeo y veo que el balón rebasa
la media cancha. En ese momento miro de reojo hacia atrás y veo que ya voy solo,
con cuarenta metros por delante y sin un solo enemigo que me estorbe. Llego al
balón y ya sin mucha prisa lo adelanto poco a poco, Vuelo a tirar un vistazo a
mis espaldas: el panorama es inolvidable: mis compañeros trotan hacia adelante
y ya unos dos o tres levantan los brazos en señal de gol; los enemigos también
trotan y en sus lejanos y borrosos rostros adivino la imagen de la frustración.
Siento la expectativa en todos lados: el gol está en mi trote y mis botines,
pues el rival más cercano me ha quedado a treinta metros. En ese lapso tengo
tiempo para pensar: he llegado al área grande y puedo entrar a la meta
caminando con el balón empujado a cachetaditas del empeine. La rareza de la
situación genera una idea repentina todavía más extraña. Paso el área chica y
decido llegar a medio metro de la raya final. Allí detengo la pelota, me doy la
vuelta y busco al árbitro y al abanderado, quienes corren hacía la línea de
fondo. Sólo ellos avanzan con apuro, pero yo decido detenerme. Hago una seña para
tratar de indicar que el gol no ha sucedido, que la pelota no ha cruzado la meta.
Pasan uno, dos, tres, cuatro, cinco segundos y nada, el balón sigue sin
trascender la meta. Oigo gritos confusos, veo que mis compañeros ahora sí
corren con velocidad, y pasan otros tres, cuatro, cinco segundos. Miro que el
abanderado ya se colocó en la línea imaginaria del balón, y en eso el árbitro
llega hasta mí. No dice nada, no pita, no mueve las manos, sólo queda
petrificado a dos metros de distancia. Uno de mis compañeros pasa cerca del
último defensa que rebasé y recibe una patada. Mi compañero avanza a
trompicones hasta que cae. El árbitro ve eso, pero no pita la falta, pues sabe
que tengo la ley de la ventaja. En eso estira las manos hacia adelante para
indicarme que empuje la pelota. Él y todo mundo esperan que sacuda la red con
un disparo, pero aquí se me ocurre otra idea: ruedo el balón con un toquecito
en su cresta y lo hago pasar la raya apenas medio metro, lo suficiente para que
árbitro indique gol y corra al centro de la cancha. Lo que sigue ya no importa.
Lo que importa es que el instante del gol, o del casi
gol, ha durado alrededor de quince segundos, una eternidad. Obviamente es en
este momento cuando despierto del sueño y sonrío tras haber anotado un gol
inexistente.