Me
dijo “acompáñeme” y yo obedecí, no por nada don Baldo es mi jefe. No me lo
pide seguido, menos cuando se ve con los señores de obras públicas. Con ellos
acostumbra platicar a solas, sin molestos testigos, pero esta vez, ignoro por
qué, me dijo “acompáñeme”, me dio un pequeño maletín y subimos a su Navigator.
Supongo que no tenía ganas de manejar, que andaba algo cansado, pues sólo así
lo evita. Me arrojó las llaves y sin más trepó al asiento del copiloto.
Conducir la Navigator nueva es indescriptible. Esa trocota es firme, pesada
como un tanque de guerra pero al mismo tiempo ágil, veloz, no sé cómo decirlo.
Hacía mucho calor —en mi Pointer lo padezco porque no traigo ni una gota de
aire frío—, pero allí dentro me sentía más a gusto que en el mall. Pensé que íbamos a revisar alguna
obra, algo así, pero me indicó que le diera hacia el restaurante Caminito, de
comida argentina. Llegamos y afuera del negocio destacaban los carrazos del
año, los vigilantes miserables con franelita al hombro y dos o tres guaruras de
esos que jamás podrán ocultar la cruz de su siniestra parroquia. Entramos y la
puerta se abrió sola, por dentro, pues la jaló un mesero muy servicial que de
inmediato reconoció a don Baldomero Izunza. “Ya me esperan”, dijo mi patrón, y
entramos decididos hacia una mesa del fondo donde aguardaban dos sujetos
vestidos con camisas blancas, impecables. Don Baldo me dijo que comiera en una
mesa cercana, y al mesero que nos siguió le dijo “atiéndalo”. Obedecí la
indicación y fui a ocupar la silla que don Baldo me señaló. Él fue hacia los
dos sujetos, quienes se pusieron de pie y le propinaron un abrazo de palmadas
fuertes, empresarial, respetuoso. Después de todo, los tipos eran jóvenes y
noté que se cuadraban ante ese viejo lobo de la construcción, mi jefe. El
mesero se desvivió primero en atenderlo, le llevó una cerveza y al mismo tiempo
la carta. Luego vino hacia mí, me dejó la carta y se largó a cuidar otros
clientes que no se vieran como yo, es decir, como empleados en goce de lugares
por lo regular inaccesibles. Pedí carne y cerveza, un corte de esos que uno
jamás ve. Había una música tenue que me impedía escuchar las palabras de mi
jefe. Pero los tipos hablaban un poco más fuerte y a ratos pude intuir en sus
labios lo que decían. Creo que negociaban. Ya habían evaluado el puente que
colapsó, sé que iban por ese asunto, y ahora establecían el tiempo para repararlo.
Recordé que don Baldo había dicho “dos meses” en la oficina, pero los tipos le
pidieron que se alargara a cinco. Sonreían. Sospecho que don Baldo les
cuestionó ese lapso y no me equivoqué. De regreso, en la Navigator, masculló
entre dientes “cuatro meses” sin dar explicaciones.