sábado, junio 04, 2016

Asesor




















El nuevo asesor era, como yo, una mierda, pero en su caso creo que se pasaba de tueste. Yo había conseguido el jale por medio de mi primo, empleado estrella en una de las empresas del precandidato. Se enteró de que su patrón había despertado una mañana con “el gusanito —así decía— de la política” y entonces lo conversó con mi pariente, quien me recomendó. Casi no nos veíamos, pero él sabía que estudié ciencias políticas. Por suerte ignoraba mi condición de desempleado cuando llamó: “Kevin Fernando, mi patrón, quiere entrar en la política y necesita un asesor”, me dijo. Y añadió las palabras mágicas: “Le dije que eres una cuerda para eso”. Me hice el ocupado en mil chambas, claro, pero accedí. Al día siguiente yo estaba en la oficina del tal Kevin Fernando. Tenía poco más de cuarenta, usaba camisa esport de buena marca (desfajada como se estila ahora), zapatos sin calcetines, medio aputados, y jeans con una que otra rotura intencional. Tenía imagen juvenil, fresca, muy sana, era bien parecido y daba la impresión de haber vivido al margen de los sufrimientos habituales para la humanidad. Con un choro alarmantemente precario pero muy convencido trató de explicarme cuál era su interés. Resumo su rollo: en una sobremesa alguien le había dicho que tenía buena pinta para andar “en política”, que podía lanzarse para diputado y, si le iba bien, quién sabe, no estaba tan mal pensar que luego para alcalde. En el aspecto ideológico habitaba, obvio, La Absoluta Nada, así que le daba lo mismo “inscribirse” —así dijo— en el partido que fuera siempre y cuando le garantizara posibilidades de triunfo. Por supuesto se trataba de uno de esos winnercillos pedorros que por una mezcla de aburrimiento y voracidad se enrolan en la política, y en el camino, para lograr lo que desean, hacen el sacrificio de besar mejillas de señoras precaristas y cargar, para las fotos, niños atestados de liendres. “Voy a meterle lana a este proyecto —añadió— y lo primero que necesito es un asesor, un experto en política”. Se supone que el experto era yo, así que acepté. Fijamos un pago ciertamente jugoso para mí, y comenzamos. Lo primero que le dije fue fundamental: que yo debía acompañarlo a todas sus reuniones y que yo no hablaría o hablaría muy poco: “El político siempre debe tener un brazo derecho misterioso, como Salinas y Fujimori, recuerde”. Accedió pese a mi charlatanería y comenzamos a diseñar “la estrategia”. Poco después alguien, no sé quién, le recomendó al otro asesor. Nos vimos con él en la casota de mi jefe. Era un bicho con todos los tics del motivador, un idiota muy seguro de sí mismo, y apantalló al precandidato. Yo nomás escuché. El tipo comenzó con una especie de antropología de los abrazos: “Usted debe iniciar por el dominio del abrazo. El abrazo político, de palmada sobria pero firme. El abrazo empresarial, que debe ser acompañado por sonrisas de triunfo. El abrazo a niño de la periferia, en cuclillas y dejando que la cabeza del pequeño caiga en el hombro adulto. El abrazo a la mujer atractiva, distante para evitar malos entendidos…”. El nuevo asesor era una mierda, pero no me asombré. En este mundillo casi todo era eso mismo.