El
nuevo asesor era, como yo, una mierda, pero en su caso creo que se pasaba de
tueste. Yo había conseguido el jale por medio de mi primo, empleado estrella en
una de las empresas del precandidato. Se enteró de que su patrón había despertado
una mañana con “el gusanito —así decía— de la política” y entonces lo conversó
con mi pariente, quien me recomendó. Casi no nos veíamos, pero él sabía que
estudié ciencias políticas. Por suerte ignoraba mi condición de desempleado
cuando llamó: “Kevin Fernando, mi patrón, quiere entrar en la política y
necesita un asesor”, me dijo. Y añadió las palabras mágicas: “Le dije que eres
una cuerda para eso”. Me hice el ocupado en mil chambas, claro, pero accedí. Al
día siguiente yo estaba en la oficina del tal Kevin Fernando. Tenía poco más de
cuarenta, usaba camisa esport de buena marca (desfajada como se estila ahora), zapatos
sin calcetines, medio aputados, y jeans con una que otra rotura intencional.
Tenía imagen juvenil, fresca, muy sana, era bien parecido y daba la impresión
de haber vivido al margen de los sufrimientos habituales para la humanidad. Con
un choro alarmantemente precario pero muy convencido trató de explicarme cuál
era su interés. Resumo su rollo: en una sobremesa alguien le había dicho que
tenía buena pinta para andar “en política”, que podía lanzarse para diputado y,
si le iba bien, quién sabe, no estaba tan mal pensar que luego para alcalde. En
el aspecto ideológico habitaba, obvio, La Absoluta Nada, así que le daba lo
mismo “inscribirse” —así dijo— en el partido que fuera siempre y cuando le
garantizara posibilidades de triunfo. Por supuesto se trataba de uno de esos winnercillos
pedorros que por una mezcla de aburrimiento y voracidad se enrolan en la
política, y en el camino, para lograr lo que desean, hacen el sacrificio de
besar mejillas de señoras precaristas y cargar, para las fotos, niños atestados
de liendres. “Voy a meterle lana a este proyecto —añadió— y lo primero que
necesito es un asesor, un experto en política”. Se supone que el experto era
yo, así que acepté. Fijamos un pago ciertamente jugoso para mí, y comenzamos.
Lo primero que le dije fue fundamental: que yo debía acompañarlo a todas sus
reuniones y que yo no hablaría o hablaría muy poco: “El político siempre debe
tener un brazo derecho misterioso, como Salinas y Fujimori, recuerde”. Accedió
pese a mi charlatanería y comenzamos a diseñar “la estrategia”. Poco después
alguien, no sé quién, le recomendó al otro asesor. Nos vimos con él en la
casota de mi jefe. Era un bicho con todos los tics del motivador, un idiota muy
seguro de sí mismo, y apantalló al precandidato. Yo nomás escuché. El tipo
comenzó con una especie de antropología de los abrazos: “Usted debe iniciar por
el dominio del abrazo. El abrazo político, de palmada sobria pero firme. El
abrazo empresarial, que debe ser acompañado por sonrisas de triunfo. El abrazo
a niño de la periferia, en cuclillas y dejando que la cabeza del pequeño caiga
en el hombro adulto. El abrazo a la mujer atractiva, distante para evitar malos
entendidos…”. El nuevo asesor era una mierda, pero no me asombré. En este
mundillo casi todo era eso mismo.