miércoles, junio 15, 2016

Reposet


















Estaba seguro de que había dinero tras la idea. Lo extraño es que se le ocurrió en un mall, tal vez el sitio más ajeno a la lectura en el mundo actual, este mundo dado a la ejercitación de todo tipo de esparcimiento, menos al de navegar renglones con los ojos. Fue en ese lugar porqué allí estaban los sillones de piel negra, mullidos y cómodos hasta rozar, así fuera momentáneamente, cierto bobo ideal de aristocrática holgazanería. Un día decidió calarlos y aquello resultó sobrecogedor. Su espalda, sus piernas, su nuca, su trasero recibieron caricias: los muebles tenían en sus entrañas un mecanismo encargado de generar movimientos similares a los de la palpación, masajeaban a diferente ritmo y con distinta fuerza, todo regulado con botones laterales. Dado este avance en la industria del reposet, lo que seguía era simple: inventar algo que sirviera como entretenimiento mientras el cuerpo era sometido a la ondulante y silenciosa frotación de la máquina. Lo pensó minuciosamente: era necesario dar con el complemento de los sillones. ¿Comida? No, en el mall la comida está en los restaurantes y nadie aprovecharía los sillones si siente que hay migajas ajenas, trozos de pizza o manchas de salsa. Esos asientos fueron diseñados para descansar, pero podían ser potenciados. ¿Música? Es demasiado obvio, además de que la música ya es ubicua con el uso de móviles y auriculares. Había que aprovechar ese momento de sosiego masajeante dentro del centro comercial, ¿pero en qué? Pensó en películas, pero ese mercado ya estaba totalmente dominado por las salas y los estrenos. Fue en ese momento cuando halló la respuesta: libros. Los sillones de tipo reposet con sistema de masaje podrían tener como complemento un dispositivo frontal para que el usuario, por el mismo precio, goce el derecho no sólo a descansar, sino a leer. Era, se dijo, una forma de contrarrestar la frivolidad imperante, un pequeño nicho para la inteligencia en esos espacios construidos para diluir la vida en un vacío feliz, en un placer completamente domesticado por las fuerzas del capitalismo. Con una buena campaña publicitaria (que incluya, obvio, la imagen de buen gusto y superioridad que da leer a la vista de todos), los sillones podrían convertirse en un éxito. Diseñó el espacio, las bases para los grandes libros, seleccionó el menú de obras (puros clásicos) y una especie de cabina corrediza para otorgar más “intimidad” al cliente que así lo requiriera. Puso en marcha el plan, y en la primera semana las cosas no fueron del todo bien: doce lectores de una afluencia aproximada de 35 mil clientes al mall. Pero confiaba en que el negocio se compusiera o, si no, hacer una pequeña modificación para recuperar lo invertido: omitir los libros y dejar sólo el reposet masajista.