¿Cuánto
más durará la Tierra? Esta es una pregunta que me hago con frecuencia y sólo
puedo responder precariamente dado mi amateurismo en materia de ambientalismo.
Las opiniones que he encontrado son muy desiguales, pero todas coinciden en
asegurar que ya no queda mucho tiempo, que la cáscara del globo y el oxígeno
que la arropa se encuentran cada vez más deteriorados, a punto casi de su
extenuación definitiva.
Los
humanos de a pie, los habitantes del mundo que no nos dedicamos a la
investigación sobre estos temas, solemos asustarnos un poco, sí, pero no hacer
profundo caso a las advertencias que en relatos y en imágenes nos dibujan el
cercano apocalipsis. ¿Cómo creer —pensamos— que esto se va a acabar si al lado
de selvas devastadas, animales extintos, ríos contaminados y ciudades asfixiadas
por el aire gris podemos seguir apreciando imágenes de cascadas, de selvas, de
ríos y montañas esplendorosos que no una ni dos, sino cientos de veces podemos
encontrar en todos los medios al alcance de la vista?
En
efecto, miles de lugares hay que sirven para acercarnos postales de sitios
maravillosos. Abrir una revista especializada —National Geographic, por ejemplo— nos alienta a imaginar, a creer
cándidamente, que el mundo sigue así, bello de todos sus costados. Lo cierto es
que en verdad quedan muchos espacios paradisiacos, algunos intocados por la
devastadora mano del hombre. La depredación, sin embargo, ya da trazas de haber
llegado al límite en muchos sitios del planeta, principalmente en las ciudades
cuya población se ha desbordado. Tendemos a pensar —es un deseo optimista e
ingenuo— que sólo son esos espacios, las grandes metrópolis, los lugares que
han llegado al borde de la destrucción, pero no es así, o no es sólo así. Las grandes concentraciones de
población están contaminadas, es cierto, y entre sus patas se han llevado
ecosistemas enteros, dado que para mantener a las ciudades de gran dimensión es
necesario producir, en otros cientos de lugares, infinitos bienes y servicios
que sin remedio arrasan y provocan lo que ya estamos padeciendo: espacios en
los que reina el agotamiento/acabamiento de recursos y, a la larga, el famoso
calentamiento global que ha encendido focos rojos todavía poco alarmantes para
la mayoría.
Aquí
llego al meollo de mi preocupación: para detener el deterioro y luego para
mejorar lo deteriorado no sólo es necesaria la alerta roja que nos lleve a
“cuidar el medio ambiente” con medidas más o menos sencillas, como no gastar
tanta agua, usar menos el coche, reciclar y todo eso. Para, de verdad, cambiar
la inercia del mundo es necesaria hoy una conversión que pasa menos por lo
cultural que por lo político-económico; si hoy la vida amenaza con extinguirse se
debe en términos muy generales al capitalismo en su expresión extrema: el
neoliberalismo cuyo motor es exclusivamente la ganancia basada en la promoción
irreductible del consumo en el mercado como único dogma, como soporte de un
sistema al que no le importa cuánto dure la Tierra, sino cuánto dure el
comprador comprando productos necesarios y, sobre todo, innecesarios.
Sé
que no respondí mi pregunta inicial. Ignoro cuánto durará el mundo y cuánto
mundo nos queda. Lo único que percibo con alguna seguridad es que no tenemos el
menor ánimo de detener la destrucción.